Seguramente por otro error de algún gerente, en Trabajos de Mierda –la excepcional obra de antropología que llegó a calzar en los estantes de supermercados Carulla, entre la sección de autoayuda y realización empresarial– David Graeber alude a las tensiones que desata la violencia soterrada del régimen del trabajo moderno. Si bien su análisis apunta hacia conflictos basados principalmente en el manejo del tiempo laboral y los resentimientos que aquello genera entre empleadores y empleados, un enfrentamiento viralizado alrededor de la feria de diseño BURO, que tuvo lugar recientemente en Bogotá, encaja como anillo al dedo para explicar el desfile de memes acaecido a partir de un enfrentamiento alrededor del destino final de un pedazo de pizza.
Los componentes del conflicto se presentan en blanco y negro. En la narrativa memética, con carga positiva, aparece un empleado tercerizado con funciones de servicio en el mencionado evento. Con carga negativa, mientras tanto, emerge la gerente de la empresa a cargo de su organización. Sus nombres son irrelevantes para nuestro propósito pues, en palabras de Graeber, ambos son actores de “un choque directo entre la moralidad del empleador y el sentido común del empleado”. Este choque nos ha provisto de un festival de imágenes que transparenta, no obstante, cierta ética empresarial que, lejos de ser particular a Colombia, es el resultado de la flexibilización de buena parte de las estrategias de contratación en el mundo del trabajo.
El escenario de la disputa es sencillo: el empleado –solidario con la clase trabajadora a la que se junta cada vez que un BURO ocurre— desea compartir un pedazo de pizza para democratizar el acceso a comida chatarra para uno de sus hambrientos compañeros. No obstante, la pérfida gerente –encarnación viviente de la glutonería y el autoritarismo corporativos— le niega esta posibilidad sobre la base de un argumento clave: mientras que el empleado filantrópico está contratado directamente por su empresa, el otro, un celador, no lo está. Cada una debe alimentar a sus empleados. Esas son fronteras infranqueables y forman parte de los negocios usuales. Como demuestra el caso, esos límites se trazan, de hecho, hasta para objetos inánimes tales como una pizza.
El asunto no se resuelve de acuerdo al sentido común del empleado: el donar su propio pedazo al compañero trabajador, ya que la moralidad del empleador impone dinámicas y formas de subordinación claras. A su vez, la venganza del trabajador se ejecuta de dos maneras. Primero, renuncia a su trabajo ocasional para ser inmediatamente reemplazado. Segundo, publica su versión y el desenlace posteriormente violento de los hechos en las redes sociales. Sus 15 segundos de fama, así, le están garantizados pues se convierte, mediante la explosión memética y las noticias de prensa (en la contemporaneidad son un continuum), en un héroe de las reivindicaciones de la clase trabajadora. La pizza como tal se convierte hasta en un ícono anticapitalista.
La vida social de esta pizza, no obstante, nos habla de varias de las prácticas explotativas del capitalismo tardío. En el conflicto se alude, por ejemplo, a las largas jornadas laborales sin pagos adicionales. La falta de provisión de recursos alimentarios es asimismo evidente. Y, aún más decidoramente, todo el andamiaje que permite el establecimiento de una feria –por definición un tipo de actividad comercial que tiene lugar ocasionalmente– reposa en formas de contratación laboral caracterizadas por la tercerización de los servicios y la flexibilización del trabajo. En otras palabras, descansa en trabajadores privados de derechos.
Esta historia, no obstante, parecería tener una sola perdedora dada la desfiguración de la imagen pública a la que se ha visto sometida su principal inculpada: la gerente, dueña y cofundadora de la feria, o, como prefiere ella etiquetarse a sí misma a la hora de las disculpas –haciendo uso del léxico de la autorealización y el mindfulness– “una humana en aprendizaje”. Y tiene toda la razón pues parece haber incorporado la avaricia de la mentalidad empresarial hasta el tuétano. Ha aprendido, muy rápido, sin duda. Aunque, en el mundo de los memes, BURO es ahora sinónimo de Burro. En esa línea, adquiere sentido adicional la visita memética del presidente de Polombia al Gimnasio Moderno, institución educativa que debería, a su vez, aprender la lección a la hora de hacer negocios éticos con otras entidades. Lo propio para los participantes del evento pues no hay peores ciegos que los que no quieren ver.
El escándalo es menor: una mancha más entre “la gente de bien”. Los emprendimientos. La palabra favorita de la economía naranja. Aunque, como lo revela el universo memético que crucificó a la gerente: la monita se viste de seda y monita se queda. En la singularización de esta empresaria y en medio de la política del escándalo que opera en la esfera virtual y mediática, no obstante, vemos el complejo reduccionismo al que tienden también los hacedores de imágenes al dejar de lado las complicidades que encierra el mundo del trabajo. Así y todo, la misión de BURO fue plenamente cumplida al revelar sus propias costuras laborales: una feria de diseño y los trabajos de mierda que la sostienen. Merece, plenamente, las largas filas de espera a su entrada.