A Mauricio Rojas no le importa que me le acerque a hacerle unas preguntas mientras come. Aunque protege su comida como si fuera su único tesoro, mastica con la boca cerrada y escucha atento mis curiosidades sobre su vida. “Yo hay días que ni duermo, me la paso por ahí parchando con mis socios y cuando amanece, no hay peligro de que me chucen o me roben, armo mi cambuche y me acuesto. El día no empieza cuando sale el sol, sino cuando el estómago me dice que tengo filo, ¿si pilla?”. Así, es como me explica su rutina diaria desde hace 5 años que vive en la calle.
Estamos en Cinco Huecos, una calle ubicada en la carrera 19 entre calles 12 y 13, centro de Bogotá. Llegué aquí por la Fundación Pocalana que visita a los habitantes de la calle y les da comida mientras habla con ellos. El frio de la noche parece que nunca fuera acabarse y los andenes están llenos de desechos de todo tipo, desde plástico, vidrios hasta restos de comida. La policía pasa indiferente y los habitantes de la calle ni se inmutan con su presencia. Mauricio, como muchos de las 9.514 personas que según el último censo de la Secretaría de Integración Social habitan en las calles de la capital, se la pasa por el sector del Bronx recogiendo cartones, plásticos y latas para hacer un producido y sobrevivir por ese día. Tiene 30 años, una barba poblada que se enreda de la falta de cuidado, tez morena, las manos y las uñas negras producto del oficio y solamente un diente en la parte superior de su boca. Me cuenta entre chistes y chanzas sobre sus “culebras”, que son esos tratos que hace para trapichear con droga. “yo consumo lo que sale más barato, ¿si me entiende, reinita? Si tengo un buen día reciclando me gasto unos 1.500 pesos en zuco –como llama al bazuco- y con eso ya me pego una buena carrasa, un buen viaje y me compro unas dos botellas de alcohol de esos de droguería al día, esas me las venden allá arriba en la L, me salen a 800 cada una.”
El bazuco, es un extracto crudo de las hojas de coca sin refinar. Es el resultado de macerar la coca, rociarla con bicarbonato, disolverla en gasolina o ácido sulfúrico y después filtrarla. Es una de las drogas más tóxicas que se pueden ingerir y genera ansiedad y dependencia por parte de sus consumidores. Se compra en la zona de a «L» a 500 pesos el cigarrillo.
Fernando, vive en la calle desde que tenía 14 años y ahora tiene 33, me cuenta que sin pensarlo estaba involucrado con todos esos “jibaros” de las pandillas de Ciudad Bolívar. “Yo desde pequeño hacia vueltas con todo tipo de productos, y comencé a meterme pepas, me pegaba mis viajes y eso nos íbamos de barrio en barrio azarando a todos, y el que se nos metiera por delante le dábamos chuzo, sin pensar en nada, si estaba vivo o muerto, los robábamos y nos íbamos. Así fue como monopolizamos todo ese sector, pero como me las di del duro de los duros me toco salir corriendo pa’ que no me mataran y pues ando en estas desde hace 3 años ya. Vivo en el apartamento 202, ahí al lado del flaco – me dice riendo mientras me señala un plástico en el suelo en el medio de toda la plaza España- pero yo soy de esos ñeros que si se cuida si me entiende? Si veo que se va a poner a llover muy duro yo me consigo los 5.000 pesitos que cuesta la pieza y me voy a pasar la noche allá, eso es bien áspero porque puedo ponerme a fumar ahí dentro, pero cuando me levanto y veo las cuatro paredes… no monita, esa soledad si es bien tenaz, yo si prefiero despertarme con mi gente.”
La mayoría de estos ñeros –como ellos mismos se llaman– compran todo lo que consumen en el Bronx, en donde les venden desde alcohol etílico hasta un líquido del color un jugo de naranja artificial, que según me dicen, es whisky. A veces se acercan a la estación de los bomberos a que les regalen un poco de agua para hidratar su cuerpo. Wilmer, que tiene 21 años y lleva viviendo 6 años en la calle, se sentó conmigo a contarme la dinámica de este sitio en donde según él “se puede conseguir de todo pero de manera legal”. Ante esta contradicción me atrevo a preguntarle qué significa “legal” en esa zona y con una sonrisa mueca me dice que “uno por allá no se puede robar nada, eso todo hay que pagarlo, porque sino a uno lo revientan a palo, le parten los huesos a punta de varilla y cuando usted ya está en la mala lo botan a la entrada y le dicen que salga caminando”. En este sector se puede conseguir todo tipo de alucinógenos, psicoactivos, ácidos, alcohol y comida, “está la comida limpia que es un almuerzo de 2.500 pesos y la que recogen los “loquitos” por ahí en la basura, van allá y la mezclan y le venden el plato a 200 o 300 pesos.”
Luis es un caleño de edad avanzada, mide algo menos de metro setenta y está cubierto de mugre, tiene los mismos zapatos hace 9 años y los usa sin medias porque dice que se le rompen muy fácil. Un día lo quisieron robar y lo apuñalaron en la pierna izquierda, le rompieron un tendón y por eso no la puede estirar bien. Camina muy lento ayudado con un bastón improvisado de una madera muy resistente, y tiene hace dos años a su perro “Carechimba”, quien lo defiende de las personas que le quieren quitar las cosas con las que arma su cambuche. Vive en la calle hace más de 30 años porque no quiso estudiar la carrera que le dijeron sus papas y se vino caminando desde Cali hasta la capital en busca de oportunidades. Al llegar no encontró nada y cayó en las drogas. Aunque al lado mío solo fumó un Mustang tras otro, me confesó que antes fumaba mucha marihuana pero ahora solo “le hago al bazuco, porque me hace sentir mucho mejor. Uno después de tanto tiempo aprende a pilotear la droga y entonces ya no tiene por qué ser agresivo. Si la gente está sana –tranquila– uno también”.
Todas estas personas que duermen donde les caiga la noche y que guardan en sus bolsillos alguna navaja o cuchillo afilado para defenderse de cualquier emboscada, tienen zonas limitadas en donde saben que pueden o no ir y se aferran a la chaqueta y los zapatos que les ayudan a superar el frio. Muchos de ellos han estado en asociaciones para rehabilitarse pero después de alguna decepción en su vida vuelven a tocar ese fondo que como Jairo dice, “siempre está presente llamándonos y asechándonos para que volvamos, porque salir de aquí es fácil, lo difícil es no regresar”.
* Maria Adelaida Melo es estudiante de Ciencia Política y de la opción en periodismo del CEPER. Esta crónica se realizó en el marco de la edición CALETO de la clase Laboratorio de Medios.