Andrés Caicedo vivió como un torrente. Creó a manos llenas. La idea de una vida después de los 25 le parecía una vergüenza. Así, bajo ese apremio, quería morir joven habiendo dejado obra, confiando en que unos buenos pocos amigos sabrían encontrarle el valor póstumo a los manuscritos que él guardaba con recelo en el baúl de su cuarto.
La exposición Andrés Caicedo: morir y dejar obra, que presenta por estos días la Biblioteca Luis Ángel Arango, busca exaltar su faceta creativa, su prolijidad desbordante, su precocidad. Más que atizar el eterno mito entorno de su suicidio, la exposición dividida en cuatro ejes (literatura, cine, teatro, correspondencia), busca mostrar al Caicedo que creó desde los 15 años en un intento por espantar sus fantasmas y de cómo aquel destino parecía en él algo fatal, inevitable.
En su primera etapa creativa, escribió sus propios guiones de teatro y adaptó obras de Eugène Ionesco, como lo muestra la exposición. También, convencido de su grandeza –hasta la egolatría, quizás-, Caicedo guardaba siempre una copia al carbón de las cartas que escribía. “En mis cartas es donde está mi mejor literatura”, solía decir. En contraprestación a su tartamudez, la palabra escrita se le daba con facilidad.
Caicedo antes que escritor era un cinéfilo. Veía ocho películas diarias, escribía reseñas, fundó junto a Luis Ospina y Carlos Mayolo el Cineclub de Cali, montó la revista Ojo al cine, viajó hasta Hollywood buscando al director Roger Corman para venderle dos de sus guiones. Su entrañable amigo Luis Ospina dice que Caicedo no pasaba un solo momento de sus días sin pensar en cine.
Pero además, en medio de sus maratónicas jornadas en los teatros de Cali, entre sus largas horas de insomnio enfrente de su máquina de escribir Remington; Caicedo tenía tiempo para las canciones de los Rolling Stones y las rumbas al fragor de las canciones de Richie Ray y Bobby Cruz.
Una de las joyas de la exposición es un afiche callejero hecho por Caicedo anunciando una rumba en la Calle Luna, Calle Sol, donde los hombres pagan 20 y las mujeres con una sonrisa “mientras no sean muecas”. A Caicedo no le faltó melomanía y devoción por la salsa para escribir ¡Que viva la música!, una de las obras más musicales de la literatura colombiana de la segunda mitad del siglo XX. Sabía, como lo dijo en una entrevista, que “un libro como La Vorágine puede ya ser perfectamente reemplazado por las canciones de Héctor Lavoe”.
¡Que viva la música!, su única novela, puede ser leída como una oda a las rumbas a las que se va con el oído, a las noches de amanecerse, a las enredaderas de night club; como un elogio a esas mujeres a las que se les forma rueda para verlas bailar; a ese rincón consagrado al disfrute de la salsa y su baile que la noche le ha arrebatado al tedio. A las rumbas con Richie namá.
De esta obra cautiva la musicalidad y simpleza de su prosa; sus constantes guiños al lenguaje urbano, callejero. El amor de Caicedo por la música está plasmado en esas páginas y se desciende a través de ellas como con mantequilla. Es una prosa enérgica, juvenil. Como lo anotaba su traductor al francés, Bernard Cohen, en ¡Que viva la música! uno no sabe hasta dónde va la prosa y en qué momento empieza la salsa.
A lo mejor yo no tenga el talento para explicar por qué Caicedo es un gran escritor y no un invento de Sandro Romero, su eterno seguidor. Tal vez la cuestión se reduce a creer o no. Pero vayan a la exposición: encontrarán al menos a un Caicedo inédito. Y vuelvan a las páginas de ¡Que viva la música! para que, como quería Caicedo, no les falte nunca música antes del desayuno.
Exposición: Andrés Caicedo: morir y dejar obra
Lugar: Biblioteca Luis Ángel Arango (Calle 11 # 4 – 14 I Teléfono: 3431224)
Fechas: La exposición estará abierta hasta el 30 de mayo
Información: www.banrepcultural.org
Nota del editor 13/04/12: una versión de esta nota fue republicada por la versión web del diario Publimetro con autorización de 070.
*Juan Sebastián Serrano es estudiante de Derecho e hizo la Opción en Periodismo en la Universidad de los Andes.