Este artículo hace parte del Cuestionario Vorágine, donde le preguntamos a artistas y pensadores sobre el lugar que ha tenido la novela de José Eustasio Rivera en su obra y en su pensamiento. Para leer los otros cuestionarios, haga clic aquí.
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No es exagerado decir que la edición cosmográfica de “La vorágine” editada por Erna von de Walde y Margarita Serje, sirvió para re lanzar el interés por la novela a un año de que se cumpliera el centenario que ahora celebramos. El libro, publicado en Ediciones Uniandes, agarra como punto de partida la quinta edición de 1928, en la que Rivera famosamente agrega cuatro mapas a su texto (“Croquis de Colombia”, “Ruta de Arturo Cova y sus compañeros”, “Ruta de Barrera y los enganchados” y “Odisea de Dn [sic] Clemente Silva”). Es decir que le vuelve a dar una centralidad al territorio en el que transcurre la novela –centralidad que quizás se había diluido en pasadas ediciones–.
La edición también incluye un dossier “que tiene por finalidad, de un lado, mostrar visiones y concepciones dominantes en el siglo XIX de la región orinoco-amazónica (en textos de exploradores, misioneros, funcionarios, etc.) y, por otro lado, mostrar aspectos históricos y sociales en la investigación de antropólogos e historiadores”.
Von der Walde también fue curadora –junto a Ximena Gama– de la exposición “El árbol que devoró un mundo: los rumbos del caucho en ‘La vorágine’”, una exposición que recopila material sobre el árbol del caucho a principios del siglo XX y pone a dialogar la novela de Rivera con la idea de la explotación cauchera a nivel global.
Hablamos con ella sobre la novela de José Eustasio Rivera que cumple 100 años:
¿Cómo recuerdas tu experiencia de lectura de “La vorágine”?
A mí se me han olvidado muchas lecturas de la novela y obviamente la he leído muchas veces, más por oficio que por vicio. Pero creo que sí recuerdo una lectura por allá como en el 95 o 96 donde ya había venido trabajando más temas de la literatura colombiana, tratando de encontrar motivos y tratando de entender por dónde abordar ciertas dinámicas. Fue ahí que me leí “La vorágine” pensando mucho más en que esta es una obra en la que me gustaría trabajar.
¿Qué es lo que más te gusta?
Lo que más me gusta de la novela es que Rivera brinda una imagen paralela que es la de la vorágine, nos habla de un remolino que se traga todo a su alrededor. Y entonces uno puede irse por ahí. Ver uno cuál es el ojo de ese huracán. Cómo ese huracán va tragándose todo. Cuál es la verdadera vorágine que lo devora todo. No necesariamente la selva en la explotación cauchera, que es el sistema de deuda y todo ese tipo de cosas. Entonces esa es una de las cosas que tiene “La vorágine”, esa que explica una serie de elementos que exige desdoblarse en otra cantidad de figuras, de la cantidad de capas que tiene. Pasa a ser como una especie de hojaldre que uno trata de sacar una sola capa y salen otras. Se vuelve como una cuestión infinita en donde uno siempre está volviendo de un punto a otro. Hay algo inagotable y clásico en el sentido de que nunca se agota. Cada vez que uno encuentra una forma de agarrarla siente que se le escapan mil cosas. Es una novela que se desborda.
¿Qué escena recuerdas con intensidad?
A mí Clarita me encanta. Porque pienso que mucho de lo que pasa en el hato del viejo Zubieta es casi necesario desde el punto de vista de la trama y de todo lo que va a pasar. Se podría contar todo el episodio del ganado, incluso de manera un poquito más sucinta si uno quiere. Pero es la gran oportunidad para desarrollar el personaje de Clarita.
¿Por qué te gusta tanto ese personaje?
Clarita es como otra parte de esas historias cuando se habla de las mujeres en “La vorágine”. La historia de Clarita se cuenta apenas a brochazos muy grandes. Es venida de Venezuela, no sabemos cómo llegó, pero posiblemente medio enganchada con alguna de las ilusiones de ir a buscar fortuna o de que podría conseguir más trabajo. O quizás venía acompañando a una pareja que la abandonó. No sabemos, pero está ahí, amarrada al viejo Zubieta porque le tiene prometido que le dará el pasaje para regresar a Venezuela. Entonces ahí, en esos brochazos gordísimos, tenemos a esa mujer que claramente maneja la relación con todos los hombres que rodean a Zubieta, ella es la que sabe quién es quién; tiene un control de la situación, que no tiene claramente nadie más, porque todos los demás se emborrachan, la única que no se emborracha es Clarita. Se compadece un poco de Cova, pero también lo mira con recelo. Por Clarita nos enteramos de una cantidad de cosas, de cómo funciona el hato. Ella es un vehículo, un receptor. Me parece una construcción magnífica. Es casi una pena que desaparezca tan pronto. Uno quisiera volverse a encontrar a Clarita. Ella es magnífica.
¿Y cuál es el pasaje, la oración, el diálogo que más te gusta? En términos más narrativos…
Hay una frase de “La vorágine” en la que yo insisto, que además me parece que se le ha prestado muy poca atención crítica, que es en la que dice: “es el hombre civilizado, el paladín de la destrucción”.
Lo dice Cova.
Lo dice Cova y en un contexto muy específico. Cova está haciendo una reflexión de ¿cómo se produce esta fiebre del caucho? Y cómo esa fiebre del caucho está destruyendo la selva y al mismo tiempo se vuelven este lugar de tentaciones y hace una especie de epopeya del aventurero que se adentra en el mundo de las caucherías. Es un pasaje complejísimo de solo dos párrafos en donde de un lado lamenta toda la destrucción. Identifica cómo es todo este proceso de modernidad, de modernización, de civilización, que en ese entonces es el que está destruyendo ese mundo. Y al mismo tiempo, un poco como Marx con el burgués, no puede evitar una cierta admiración por esos hombres que deciden abandonarlo todo para ir a buscar fortuna en la selva.
¿Cómo influyó esta obra en tu trabajo creativo y editorial?
Hay un artículo muy bueno de un historiador y antropólogo venezolano, Fernando Coronil, en donde él analiza el contrapunteo del tabaco y el azúcar de Fernando Ortiz, y Coronil señala una cosa que me pareció fascinante y es que los países que surgen de dominaciones coloniales escriben su historia, pero además crean sus productos culturales alrededor de sus mercancías de exportación. Entonces me puse a pensar y caí en cuenta de una cosa: que la telenovela colombiana tenía azúcar, café, la mala hierba. Pero ¿cómo funciona esto en la novela? Era un poco obvio que iba a entrar a ver la novela del caucho “La vorágine”, la novela del banano en “Cien años de soledad”, en Tomás Carrasquilla el oro, en “La virgen de los sicarios” la cocaína y las violencias generadas por la cocaína. Y ahí empecé a pensar en “La vorágine” en esos términos. Y lo que ha ido pasando con el tiempo es que me doy cuenta que la que ancla la idea es “La vorágine”. Las otras obviamente giran alrededor de esas mercancías. Pero no lo anclan a la idea tan bien como lo hace “La vorágine”.
¿Cómo es eso?
El proceso de producción de mercancías y todas sus enormes reverberaciones. Y que ninguna de alguna manera es tan explícita. En que tanto la economía como el proceso mismo de creación de un artefacto cultural como la novela, se anclan no sólo simbólicamente y físicamente en lo mismo, sino que Cova mismo escribe la novela en un cuaderno de contabilidad, que es donde se anotan las deudas. El cuaderno de contabilidad resulta ser el soporte que llaman hoy en día, es el soporte físico material tanto del sistema que esclaviza, como del esfuerzo que hace Cova por emancipar. Entonces lo que yo pongo en en en la introducción es que él hace un proceso de contra fetichización, mostrando las historias. El mundo social que crea la extracción de la mercancía. Y convierte el libro de cuentas, en el libro de cuentos.
Juan Cárdenas dice que la lectura que hemos tenido de esa novela en el país ha sido muy precaria y resaltaba justo el texto crítico de Sylvia Molloy como una de las mejores lecturas que ha habido en la novela. ¿Cómo ves tú la recepción crítica que ha tenido esa novela?
Sí que ha sido desafortunada. Max Grillo, que era muy amigo de Rivera, decía que no ha habido en esta ciudad de letrados una sola palabra digna de “La vorágine”. Las recepciones críticas siempre son algo que dicen mucho más sobre nuestros juicios y prejuicios literarios que sobre la obra que se está criticando. El texto siempre es un pretexto. En donde finalmente terminan expresándose una serie de nociones de lo que debería ser la literatura o lo que esperamos de ella. Entonces, “La vorágine” produjo una reacción de lo que hoy llamaríamos una disonancia cognitiva ¿Cómo puede ser una obra de arte algo que presenta tales horrores? Eso no existe. La idea de que uno presenta en forma novelesca como obra de arte, una cosa tan horripilante como las atrocidades de las caucherías en el Putumayo, en el Río Negro. No había formas de leer eso. Y bueno, convengamos en que Rivera contribuye su grano de arena en esto, porque pone muchas cosas que son denuncia, pero pone un personaje narrador que no es confiable, entonces no sabemos si creerle o no creerle. Él pone las fotos, quita las fotos, pone un glosario. Está todo el tiempo moviéndose entre la verdad y la verosimilitud. Más que entre ficción y realidad, es entre lo que sería veraz y comprobable que dice que tiene documentos que lo demuestran y el hacerlo verosímil. Que es propio del aparato de ficción. Pero entonces esa verosimilitud hace una apuesta peligrosa en que tal vez no se le crea o si se le cree, se cree que es solo cuestión de ficción, que es algo que lamentamos mucho, ya que la gente decía “ah no, cosas de la vorágine”.
La novela se ha leído como una inmersión en el corazón del capital, en la máquina de producción de la mercancía, de la industria cauchera. Como una mercancía que además es clave para el mundo industrial. Para las llantas de los carros en Berlín o en Londres. Y de hecho, a medida que los personajes se adentran en el Casanare y luego en la selva, parece que están entrando en un mundo más cosmopolita. Se negocian libras esterlinas, en dólares. Hay gente que proviene de Europa, de Perú, del Caribe, hablan otros idiomas.
Entonces, la pregunta es si ¿crees que la revitalización de la novela, más allá de que se cumplan 100 años, tiene que ver con que estamos metidos en una época de neo extractivismo? Es decir, el hecho de que llevemos en esta época neoliberal desde los últimos 30 o 40 años, donde lo que prima para los países del sur global es la exportación de materias primas…
Sin duda. Es decir, algo que le ha dado una nueva vida a “La vorágine” es justamente que estamos en un proceso de acumulación y explotación. Que obviamente no es el mismo al de inicios del siglo XX.
¿Qué diferencias hay?
Operan con lógicas distintas. Miremos por ejemplo la lógica del caucho. La explotación depende muchísimo de los sistemas que ya se han creado en las localidades. Es decir, se asientan sobre sistemas que de alguna manera los ha creado la extracción de la quina, o de la extracción del mismo caucho en Brasil. Los han creado otros procesos de extracción anteriores sobre los cuales se asientan y obviamente los transforman y se agudizan muchísimo los horrores y las atrocidades. Y se da por la importancia que tiene la materia prima en el comercio internacional. Si esa materia prima no fuera importante, nos libramos de eso, nos hubiéramos salvado.
Así como leemos “La vorágine” en clave extractivista, hay que leer “Cien años de soledad” en clave desarrollista
Eso tiene que ver mucho con la forma como se ha creado la expansión imperial, la forma como se han instalado en los distintos territorios en África y en Asia. Claro, el papel que va a jugar el Amazonas es levemente distinto porque no es un territorio que posea ninguno de los grandes imperios, pero es lo que se llama en la historiografía inglesa el imperio informal, en donde no hay posesión territorial, pero clarísimamente los imperios inciden en todo.
Ese sería el modelo extractivista de hace 100 años, de comienzos del siglo XX…
Sí. Por ponerlo de manera más cruda, hoy en día no se necesita la lucha cuerpo a cuerpo para matar a la población, ni se necesitan esos cuerpos para explotar. Mucho del trabajo se hace en muchos sentidos sobre la base de tecnología. Tanto para el exterminio como para la extracción. Puede que no en la selva amazónica necesariamente, pero sí en el Congo. Esa es una cosa brutal. El Congo parece que no se liberará nunca de ese sino absolutamente siniestro del extractivismo. Con la extracción del coltán, del litio, del petróleo, del oro, del cobre. Es que los pobres, que son más de malas que nosotros, tienen más recursos naturales.
Un caso bien interesante es el de los de los bonos de carbono, porque los bonos de carbono parecen ser algo que no quitan nada y a cambio dan. Pero no queda muy claro que eso sea así. Empieza a ser otra de esas figuras en donde uno se da cuenta que tanto el Amazonas como los pueblos indígenas son fichas en un juego en donde los habitantes de la región no conocen las reglas del juego y muchas veces ni siquiera los países de la región conocen las reglas del juego. Y no saben muy bien cómo se están formando los instrumentos financieros, cuáles son las consecuencias de esos instrumentos financieros. Entonces vemos los niveles de abstracción de un instrumento financiero. Son como fantasmagorías que van ocupando el territorio, que van metiéndose en nuestros miedos y ni siquiera sabemos dónde están. Yo no digo que “bendito sea que en la época de las caucherías uno veía al cauchero”, pero sí de alguna manera, cuando uno ve las historias de las rebeliones indígenas que como se levantaron contra los caucheros, cómo buscaron liberarse, de alguna manera tenían una cara visible, un cuerpo a cuerpo.
Hoy no tenemos ni idea. Entonces esto se mete en los miedos, las ansiedades, en la sensación de un vacío impresionante y en la sensación de que no sabemos hasta dónde somos sujetos de un laboratorio siniestro, sobre el cual se hacen experimentos perversos cuyos resultados ni conocemos. Ni que lo motiva, ni quién está detrás. Para mí la diferencia es que no tenemos ni idea.
Para seguir con eso, tú has hablado del contra fetichismo, y cómo la novela cumple esa función.
Claro, para mí “La vorágine” es una novela de terror. El terror de las caucherías, también de los miedos que tienen los colonos a la selva. Una cosa que está, por ejemplo, en la leyenda de la indiecita Mapiripana es uno de los episodios más misteriosos de la novela, pero que recoge muy bien en una codificación que pareciera de los indígenas, aunque en realidad es una historia de colonos, de los miedos que le tienen a la selva. Que es fascinante. Pero si uno se va, por ejemplo, al diablo de las provincias de Juan Cárdenas, es una novela de lo siniestro.
Yo pienso que habitamos unos espacios terriblemente siniestros. Que vienen dados, en parte por esta manera invisible de actuar de la economía financiera. No solo vemos sus efectos como si fueran demoníacos. Es como los fantasmas, uno no ve al fantasma, pero ve que aparecen las manchas en la pared, ve que se caen cosas.
El sistema financiero tiene esta cualidad fantasmagórica que nos mete miedo todo el tiempo y cuyos efectos vemos en que tenemos que pagar unas deudas que no tenemos ni idea cómo contrajimos. El sistema que describe “La vorágine” también se basa en la deuda, pero creo que lo que me parece a mí más angustiante del mundo financiero es cómo ha hecho cada vez más abstracta la relación. Y entre más abstracta, más angustiante se vuelve.
¿Y entonces hay una lectura de “La vorágine” revitalizada por esa lectura del extractivismo?
Lo más interesante que nos produce “La vorágine” es ver ese recorrido de una novela que en su momento produce mucha incomodidad, mucho desasosiego por todo lo que está diciendo respecto a un lugar del país que prefieren no saber que eso que está contando existe. Pero eso no le sucede a todos sus lectores. Y va a ser una novela que se va a sentir que es como un gran momento de la literatura latinoamericana. Y después, con ‘el boom’…‘el boom’ es un producto comercial. Hay grandísima literatura latinoamericana mucho antes de que se creara esta categoría, que es del marketing. Los booms y los cracks son de la economía, no de la literatura.
Se crea además un corte temporal específico en donde, por ejemplo, un autor como Juan Rulfo, que produce todo antes de los años 60 –una novela bastante corta y un libro de cuentos bastante corto– resulta que él no entra ahí. Pero no entra tampoco Elena Garro, pero no entra tampoco Rosario Castellanos. No entra una cantidad de autores latinoamericanos, que son leídos en América Latina, pero que no se consideran tan traducibles. Y yo creo que no se consideran tan traducibles porque ellos no están mostrando una fase de la historia de la que sí se están ocupando los que se llaman ‘el boom’, que es la de ir y revisar ciertos momentos de las historias nacionales, como aquello de lo que estamos saliendo, y que estamos superando. Porque una visión de la revolución como la de Rulfo es demasiado apocalíptica. Las visiones históricas sobre el Perú como las de Arguedas, son demasiado apocalípticas. Rivera, demasiado apocalíptico… Entonces, lo que hace ‘el boom’ es rechazarlas. García Márquez habla de “La vorágine” como “esa cosa que llaman la vorágine” en una entrevista que le hacen en 1966 o 67, poco antes de que salga “Cien años de soledad”.
Claro…
Carlos Fuentes interpreta a la novela latinoamericana anterior a ellos –los del ‘boom’, el club más selecto de señores del mundo– [risas] y Fuentes dice: a la novela latinoamericana la devoró la pampa, la devoró el llano, la devoró el salitre, la devoró la selva.
Y claramente el modelo de sustitución de exportaciones, como decimos nosotras en la introducción a la edición cosmográfica, estaba pensado casi que en ese mismo orden de ideas, había que salir de la selva, del llano, de la pampa, etcétera. Industrializar, poblar las ciudades y entonces se crea un modelo de desarrollo, el modelo desarrollista… Yo digo que hay que leer “Cien años de soledad” en la clave desarrollista. Así como leemos “La vorágine” en clave extractivista. Las fantasías políticas en “Cien años” son fantasías alimentadas por el desarrollismo en los años 60.
Cuando vuelve el proceso extractivo como la base de nuestras economías y ya no la sustitución de importaciones y la idea de que nos industrializamos, sino que nos dicen “bueno, niñitos, los del tercer mundo, ya les dimos una oportunidad y ustedes demostraron que no eran competitivos, que sus productos no son lo que nosotros queremos, que eso que producen es una porquería, entonces volvamos a poner el mundo en orden, mis amores, nosotros producimos, ustedes extraen”. Y a medida que nos vamos adentrando en ese proceso extractivo, una obra como “La vorágine” cobra una fuerza, una vigencia que parecía que había perdido.
Cuando Rivera publicó la primera edición, la publicó con tres famosas fotografías, que luego fueron suprimidas. Y está todo ese gesto de la tensión entre verdad y verosimilitud. Él sale en una de las fotos en la que el pie de foto dice que es Arturo Cova. Quiero preguntarte ¿cómo ves ese gesto a la luz de hoy y qué piensas de las fotos?
Yo siempre he sostenido que uno debería tener las dos cosas. De alguna manera, las fotos de la primera y los mapas de la quinta, que el único que lo hace es Hernán Lozano. Nosotras no lo hicimos por razones de mantener una cierta claridad: o la una o la otra. Pero Hernán Lozano sí lo hace en una edición que tristemente se publicó solo en una versión digital muy difícil de obtener. Creo que las fotografías son importantes para Rivera, porque cuando se publican es mucho más clara la intención de la denuncia.
Es posible que a medida que corrige las siguientes ediciones él vaya sintiendo que las fotos le resta a la novela, más que le suma. Esa una posibilidad. La otra es que sencillamente le hayan dicho que no hay plata para volverlas a imprimir. Es que todos sabemos que lo que sale publicado tiene tanto que ver con el presupuesto y tan poquito con las intenciones de los que escriben. Y que desconocer la cuestión presupuestal es una ingenuidad enorme.
¿Por qué en la edición cosmográfica se refieren a esa región como la región orinoco-amazónica?
Parecen como dos cuencas separadas, pero están conectadas por el canal de Casiquiare. Y ahí sí que históricamente han estado conectadas. Desde la antigüedad, no era que hubiera unos pueblos indígenas del Orinoco y otros del Amazonas. Esas son regiones que han estado interconectadas.