Sembrar agua: reflexiones sobre el bombardeo de Israel en Rafah El poeta egipcio Ahmad Mohsen se pregunta ¿qué hacer ante el horror?
El poeta egipcio Ahmad Mohsen se pregunta ¿qué hacer ante el horror?
El poeta egipcio Ahmad Mohsen se pregunta ¿qué hacer ante el horror?
La noche del 26 de mayo las fuerzas del ejército israelí han lanzado, contra todas las decisiones y prohibiciones legales y humanas de millones de ciudadanos de todo el mundo, aprovechando el silencio cómplice y el respaldo de los Estados Unidos y los gobiernos de Francia, Reino Unido, Alemania y otros pocos, miles de toneladas de bombas sobre tiendas frágiles, de telas, de lata, de plástico en las que se refugiaban desplazados de todas partes de la franja de Gaza en el último punto de fuga en la franja destruida: la ciudad fronteriza de Rafah. Una ciudad que tiene dos mitades, una en lado de la franja de Gaza, y otra en el lado de la península de Sinaí, Rafah egipcia.
Hace unos días había desactivado mis redes sociales. Pensaba que nada más se podía decir. Que nada más se puede hacer. En febrero de este año, cuando tuve una sensación parecida de impotencia, que me llevó a la desesperación y al sinsentido de todo lo que está pasando, mi compañero de lucha por la vida, Edson Velandia, me dijo que esto es precisamente lo que las grandes fuerzas quieren que nosotros sintamos: hastío del diario camino hacia la paz, y pérdida de toda esperanza en cualquier trabajo o acto que favorezca la vida. Me dijo: “siempre nos hablan sobre la crisis de agua, sobre la escasez de agua, pero, ¿qué pasa cuando sembramos agua? ¿cuando le damos un vaso de agua a un herido sediento? ¿Cuando estamos con él y lo acompañamos? Porque esa compañía es importante. Porque ese herido es también el mundo”.
Ese día escribí este poema:
¿Qué hacer si la noche traga nuestras manos
en sus tinieblas?
¿Si el fuego devora los cerros?
¿Si la lluvia la pueden detener?
¿Si las armas que llevamos
tienen corazón?
¿Si el «ojo por ojo»
nos llevó a todos a la ceguera?
¿Qué hacer en el bosque
que quieren desierto?
¿En el desierto
cuando ahogan sus venas
para arrancarle la vida de raíz?
¿Qué hacemos?
Sembramos agua
Hace unos días, fui a escuchar a Adriana Lizcano y Edson Velandia en un concierto en la localidad de Puente Aranda, en el parque de Ciudad Montes. Al finalizar, los organizadores nos invitaron a un campamento que tiene la comunidad en el parque de Santa Matilde, bosque nativo de los copetones. Ahí vimos a decenas de personas de la comunidad quedándose en carpas que habían hecho, en la principal colgaba una bandera grande de Palestina, al lado de la bandera de Colombia. Luego reconocí a la persona que colgó la bandera, habíamos coincidido hace muchos meses en una velatón frente a la embajada de Palestina. Esa noche terminamos la velatón poniendo una canción de dabke, un género musical palestino, y bailamos, con una bandera de la minga indígena que llevaba este mismo compañero.
El domingo, estaba viendo este campamento de resistencia y lucha por la tierra –para que una empresa no le quitara el parque a la comunidad y construyera cemento–. Cuando los vecinos nos estaban mostrando la huerta con la que están intentando proteger el parque, Edson Velandia me dijo que a eso se refería cuando me hablaba de «sembrar agua». No solamente al hecho literal y directo de sembrar plantas que guarden al agua, sino a la metáfora de eso, al símbolo. Me decía Edson:
“Esto es sembrar agua: hacer, crear, proponer. Y aquí están proponiendo, ante la destrucción, el avasallamiento, ellos se toman el lugar y lo recrean. Pero también que hagan música, que estén aquí plantados, ocupando, todo esto es sembrar agua. Y esa agua es la poesía y esa agua es cantar”.
Hace una semana, mi pareja, durante un viaje por Japón, visitó un museo en la ciudad de Hiroshima. Me dijo que al salir del museo tuvo ganas de vomitar. No podía creer a la humanidad capaz de tanto mal, tanta atrocidad, tanto horror. Yo, al otro lado del mundo, aquí, en Colombia, estaba escribiendo un poemario en árabe sobre las masacres cometidas por las fuerzas militares del ejército egipcio contra manifestantes civiles en la plaza de Rabaa Al Adawya, el 14 de agosto de 2013, donde yo presencié la masacre de más de 800 personas, entre ellos amigos cercanos. En aquellos días vi cadáveres quemados. Vi a un padre buscando el cadáver de su hijo entre cadáveres desfigurados por el fuego.
Por eso, este fuego de anoche, al sur de Rafah, aunque no lo vi en fotos ni en videos, lo siento en mi corazón. Me aprieta el pecho. Me quita las ganas de vivir. Me pregunto, ¿qué más podemos hacer? Lloro. Lloro de horror, de rechazo, de impotencia, de repudio. Tiemblo. Pienso en todos los actos que hemos venido haciendo, millones de personas, en todo el mundo. Miles y miles de marchas. Millones de gritos. Sanciones. Decisiones. Rupturas de relaciones diplomáticas. Renuncias de miles de personas de sus cargos. Miles de estudiantes acampando en sus ciudades. Recuerdo a Aaron Bushnell, el soldado estadounidense de 24 años que se quemó vivo frente a la embajada de Israel en Washinton porque no quería seguir siendo parte, ni testigo, de este holocausto que nos someten a ver, sin poder hacer nada. Imagino a padres y madres viendo arder a sus niños que tantas noches dormían muertos de hambre y miedo. Niños viendo a una carpa en llamas, donde sus padres, hermanos, y todo lo que les quedaba en la vida, se volvía fuego.
¿Qué se quema allí? ¿Palestinos inocentes? ¿Seres humanos como nosotros? No. Allí están quemándonos a todos. Desfigurando a toda la humanidad. Siempre recuerdo estos versos de El Corán que resaltan el valor de la vida humana y muestran lo grave que es vulnerar una sola vida.
Por esta razón, decretamos para los hijos de Israel que quien matara a un ser humano –no siendo [como castigo] por asesinato o por sembrar la corrupción en la tierra– sería como si hubiera matado a toda la humanidad; y, quien salvara una vida, sería como si hubiera salvado las vidas de toda la humanidad
Un solo niño quemado en vida es digno de que se revuelque la tierra y se sacuda para que esto nunca más se repita. Pero henos aquí, 8 meses después, presenciando cada día un crimen de lesa humanidad, un crimen contra el valor de la vida humana, un crimen que vulnera a todo aquel que tenga un corazón que late.
Veo los testimonios de testigos directos:
«Los ataques aéreos quemaron todo, las tiendas de campaña se están derritiendo y los cuerpos de la gente también se están derritiendo. Vimos cuerpos carbonizados y miembros desmembrados». Recuerdo un poema que escribí el 14 de octubre del año pasado, solo una semana después del inicio de este genocidio que hasta ahora ha acabado con la vida de ¿20 mil?, ¿30 mil?, ¿40 mil? palestinos. Anoche los más de 8 mil misiles quemaron a más de 50 vidas de niños, mujeres, ancianos, y hombres –esta moneda devaluada en el mercado de las víctimas–.
El 14 de octubre decía:
Vine a ofrecer mi corazón
Y ¿qué haría el corazón
al niño degollado
al lado de su peluche
manchado de sangre?
Vine al agua que limpia
y vi la sangre derramada
Vi lo grifos desiertos
y la sed de las criaturas
que no alcanzaron a ver la luz
del mundo,
(el mundo que les niega
a las criaturas su luz)
Vi mis palabras hundirse
en un volcán de rabia
Vi mi cuerpo desmembrado
Confundí mis brazos con otros brazos
y mi lengua con otras lenguas
salidas de sus bocas
buscando una gota de lluvia
Me miré a los ojos
y vi en mi cara
el horror del mundo,
el horror al mundo.
Quise matar en mí
al asesino,
al genocida,
al verdugo.
Vine a cantar la herida
Y la sangre oxida
mi voz.
[…]
Busco mis palabras moribundas,
las reúno en el cuarto cerrado
de la casa en llamas.
Si la mano que tiembla de terror
no escucha la última bomba
que le dispara el tiro de gracia,
entonces
que se quemen mis palabras
que ardan con los cuerpos ardidos
que caigan
ceniza entre la ceniza
polvo en el polvo
nada en la nada.
Muchos sentimos que lo hemos hecho todo, sin embargo, no hemos hecho nada. Este crimen de anoche nos quema el corazón vivo. Sentimos el carbón en este miembro que late contra nuestra voluntad. Muchos ya no tenemos nada que decir, ya todas las palabras y todos los actos se están derritiendo por el fuego de aquellos asesinos carentes de toda humanidad.
“Yo no alcanzo a imaginarme la magnitud de esto” me decía Velandia . “Lo único que a mí me motiva es irme a La Bellecera todos los días (una biblioteca comunitaria en Piedecuesta) y trabajar ahí. Y oponer la creación a la destrucción y no dejarse avasallar. Tenemos que trabajar por eso. Hay que seguir escribiendo, creando y bailando. Porque lo que buscan estos entes del dolor y el mal es que nos hundamos en la tristeza. Y cuando celebramos y bailamos, somos victoriosos”.
¿Qué hacer?
Si nos fuera posible a todos los que nos duele y nos arde este fuego impedir con nuestra propia carne y nuestro pellejo este genocidio, iríamos a pie a hacerlo. Estamos amarrados. Solo nos queda gritar, con el mismo fuego que usan para matar, con la misma fuerza que tienen para el mal, que PARE EL GENOCIDIO. Y aunque muriéramos mañana, que muramos haciendo lo que podamos, aunque sea, rechazarlo con el corazón ardido.
Nunca me he olvidado de un dicho del profeta sobre el apocalípsis. Y nada se parece más al apocalípsis que estos días de horror. Él dijo: “si se acabara el mundo, y en ese momento alguno de ustedes tiene una mata en la mano, y pudiera terminar de sembrar antes de levantarse, que la siembre”. Y es lo que hacemos, terminar de sembrar estas semillas de agua que tenemos en las manos, aunque nuestros ojos estén viendo tanto horror y tanta impotencia.