RESEÑA | Estéreo Picnic día cuatro: un canto a la amistad
Luego de cuatro días de emociones intensas y mucho movimiento, hubo que pausar un poco para interiorizar lo que fue el final de este festival.
por
Juan Sebastián Barriga
26.03.2024
Foto: Bárbara Fonseca.
Un placer que nadie debería negarse en la vida es llorar en un concierto. Créame, hay pocas cosas tan honestas como conmoverse con la música en vivo. Pero estoy hablando de las lágrimas reales. No de las que son para las redes sociales. Me refiero a las que salen del alma, las que se producen cuando algo realmente nos toca por dentro. Esas lágrimas que caen despacio, como caricias. Que se derraman silenciosas entre el ruido y al final del rostro se cruzan con una sonrisa.
No sé si es por los años, pero últimamente han sido varios los conciertos en los que he dejado mis ojos llorosos. Y sabía que Blink 182 iba a provocar lágrimas, lo que me sorprendió fue que sucedió después de que echaran uno de sus chistes pendejos. Creo que fue antes de “Up All Night”, el chiste que decía que Papá Noel es un pervertido, la verdad no lo recuerdo bien.
Igual no importa.
El punto es que, a pesar de que esta canción nunca perteneció al repertorio que solía cantar en mi adolescencia; evocó los recuerdos de cuando me reunía con mis amigos a echar ese tipo de chistes pendejos, a reírnos de nuestra ingenuidad, a intentar entender esa confusión e incomodidad que fue crecer en las primeras décadas de este siglo.
Recordé esos días en que iba con mi cuerpo escuálido y lleno de acné; luciendo orgulloso mi bozo e intentando descifrar la vida.
En ese momento lloré porque les extrañé. Porque era raro estar ahí viendo la banda que armonizó tantas horas de PlayStation, verla sin quienes fueron mi primer refugio y sin quienes me refugian ahora. Recordé cuando a nadie más le gustaba ni Blink 182, ni The Offspring; cuando éramos raros, cuando ni nosotros mismo nos aguantábamos. Recordé esa persona que ya no soy, pero cuya esencia estuvo ahí; viendo a Blink a lo lejos, pensando en todos y todas ustedes.
Fue curioso estar entre lo corporativo y lo privado; rodeado de personas que hace veinte años nos hubieran mirado mal, incluso con asco; que buscan la mejor “selfie” mientras toca la banda; que miran el concierto a través de las pantallas de sus celulares como autómatas egoístas; que dicen cosas como: “cuando los ví en New York fue chévere, pero esto estuvo más hijueputa”. Y no es que eso esté mal; solo fue raro.
Solo fue que no pude evitar pensar cuánto les extraño y cuánto deseé tenerlos ahí a mi lado.
Por eso derramé mis lágrimas en esa plaza. Por su memoria, por buscar la forma de sentirles cerca a pesar de las distancias y los años. Por todas las horas de alegría; por los buenos ratos y las decepciones; por los errores y los perdones; por los brindis y los rescates; por la compañía y la lejanía; por las melodías y el silencio; por el amor y el aguante; por no dejarme caer nunca.
Pero afortunadamente no estaba solo, tuve a mi lado a mi parche festivalero: una amiga que me regaló el periodismo y la música y un amigo nuevo que me regaló este Estéreo Picnic.
Esa fue una constante durante los cuatros días, la fortuna de siempre encontrar un rostro amistoso entre el mar de cuerpos. Eso es lo bueno que trae la aglomeración: la oportunidad del reencuentro, de saludarse y darse un abrazo, de conocer a alguien nuevo, de tener un gesto de amabilidad desinteresada como compartir un sorbo de agua con un desconocido.
A la larga, un festival, no solo este festival, es un encuentro en la diferencia. Una oportunidad de romper prejuicios y aprender algo nuevo. Incluso soltar cosas y reflexionar sobre la existencia y lo que nos interpela. Bien dicen que en la diversidad está el gusto y aquí hubo un espacio (privatizado) para todo el mundo. Por eso les invito a considerar que más allá de la inclusión corporativa del capitalismo tardío, estos espacios no son posibles sin las personas que los llenan.
Sin quienes se aguantan cuatro días de desenfreno; sin quienes trabajan duro tras bambalinas para hacerlos posibles, no solo en la producción; también en los restaurantes, en los baños, en los bares y demás. Sin quienes cuidan a sus parches; sin quienes apoyan lo local; sin quienes reflexionan acerca de los lugares que habitan y su cuidado; sin quienes limpian el parque después de que nos vamos; y sí, tampoco sería posible sin quienes se toman la selfie y graban los conciertos con sus celulares. Porque a la larga están ejerciendo un derecho y estemos o no de acuerdo con este festival, es un espacio ganado.
En este Picnic cupo todo el mundo y es algo que no se puede quedar sólo en los confines de un evento multimillonario. Porque en ese encuentro diverso algo hay una fuerza muy poderosa que está bueno escuchar, más ahora que las banderas del odio se ondean con tanta impunidad en las calles.
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Este día solo pude disfrutar de cuatro bandas: The Offspring, cuyo show enloqueció a todo el mundo (incluyéndome), pero comparado con las otras dos veces que ví a este grupo californiano, le faltó velocidad. La voz de Dexter Holland estaba algo apagada, probablemente por el cansancio de la gira, los viajes y los cambios de temperatura. Pero la energía de toda la banda complementó ese pequeño detalle. Aunque sí pudieron hablar menos y tocar otro par de canciones. Sin embargo, fue muy grato corear estos clásicos junto a tanta gente y junto a un buen amigo que me encontré en el público.
Estéreo Picnic día tres: un festival a mordiscos
La tercera jornada presentó un amplio buffet de placeres no culposos.
Blink 182 fue todo lo que se esperaba. Más allá de los chistes escatológicos medio trasnochados que siempre han sido parte de su show, fue conmovedor ver a estos tres sobrevivientes: uno estuvo en un accidente aéreo, a otro le dio cáncer y lo superó y el otro lucha con problemas de salud mental y todo lo que esto implica. Y sí, esto fue producto de la nostalgia y de los afanes de la industria, pero también fue hermoso.
Arcade Fire, un grupo muy prolijo. No sabía que sus integrantes le tienen tanto cariño a Colombia y de esta presentación me quedo con una chica que llevaba un grueso abrigo verde oscuro amarrado a la cintura, una blusa blanca sin mangas y el pelo pintado de un tono cobrizo recogido con una cola de caballo. Ella estaba parada cerca de la estatua de Simón Bolívar; diagonal a la mirada del libertador, en el lugar más alejado del escenario, justo el último puesto en el que llegaba bien el sonido; pero a pesar de esa distancia; cantó, gritó y bailó todas las canciones como si estuviera en la primera fila.
De eso trata la vida.
Al final The Blaze fue el cierre perfecto. La verdad no tengo palabras porque todas quedaron en estos textos, pero este dúo francés conjugó todo lo que fueron estos días.
No hubo lágrimas pero sí los últimos pasos de baile.
Finalmente debo ofrecer una disculpa. No pude ver tantas bandas nacionales como suelo hacerlo en este tipo de eventos, pero sé que el talento sobra y una vez más se demostró la calidad de la música colombiana. Ojalá esto se vea retribuido en más apoyó para que todos los espacios sigan creciendo.
Por último: si llega a ver un cartel con estos nombres: Buha 2030, The Virginia Valley, Maca & Gero, Anamaría Oramas, Irepelusa, OKRAA, Verraco, Afro Legends, El Calvo, Penyair, Selene, Rutzo y Verito Asprilla, alégrese que es probable que descubra algo que le va a gustar.