Como profesor «les rogaba que no hiciesen nada: que no se distrajeran, no consumieran nada, ni siquiera conversación, que tampoco trabajaran, en resumen, que no hicieran nada, nada de nada.»
De 1969 a 1995, si se exceptúan dos años pasados en un
centro de alumnos muy selectos, la mayoría de mis alumnos fueron pues, como lo
fui yo mismo, niños y adolescentes con dificultades escolares más o menos grandes.
Los más afectados presentaban poco más o menos los mismos síntomas que yo a su
edad: pérdida de confianza en uno mismo, renuncia a cualquier esfuerzo,
incapacidad para la concentración, dispersión, mitomanía, constitución de
bandas, alcohol a veces, drogas también, supuestamente blandas, pero aun así
algunas mañanas tenían la mirada más bien líquida…
Eran mis alumnos. (Este posesivo no indica propiedad alguna,
designa un intervalo de tiempo, nuestros años de enseñanza en los que nuestra
responsabilidad de profesor se encuentra por completo comprometida con esos
alumnos.) Parte de mi oficio consistía en convencer a mis alumnos más
abandonados por ellos mismos de que la cortesía predispone a la reflexión más
que una buena bofetada, de que la vida en comunidad compromete, de que el día y
la hora de entrega de un ejercicio no son negociables, de que unos deberes
hechos de cualquier modo deben repetirse para el día siguiente, de que esto, de
que aquello, pero de que nunca, jamás de los jamases, ni mis colegas ni yo les
dejaríamos en la cuneta. Para que tuvieran una posibilidad de lograrlo, era
preciso enseñarles de nuevo la propia noción del esfuerzo, devolverles por
consiguiente el gusto por la soledad y el silencio y sobre todo, el dominio del
tiempo, del aburrimiento, pues. A veces les aconsejaba ejercicios de
aburrimiento, sí, para instalarles en la perseverancia. Les rogaba que no
hiciesen nada: que no se distrajeran, no consumieran nada, ni siquiera
conversación, que tampoco trabajaran, en resumen, que no hicieran nada, nada de
nada.
—Ejercicio de aburrimiento, esta tarde, veinte minutos sin
hacer nada antes de ponerse a trabajar. —¿Ni siquiera escuchar música?
—¡De ningún modo!
—¿Veinte minutos?
—Veinte minutos. Con el reloj en la mano. De las cinco y
veinte a las cinco cuarenta. Cada uno se va directamente a casa, no le dirige
la palabra a nadie, no se detiene en ningún café, ignora la existencia de los jíbaros,
no conoce compañero, entra en su habitación, se sienta en su cama, no abre la billetera,
no se pone los audífonos, aparta los ojos de la consola de videjuegos y espera
veinte minutos, mirando al vacío.
—¿Para qué?
—Por pura curiosidad. Concéntrense en los minutos que pasan,
no pierda ni uno y me lo cuentan mañana. —¿Cómo podrá comprobar usted que lo
hemos hecho? —No podré.
—¿Y después de los veinte minutos?
—Cada uno se lanza a hacer los deberes como un hambriento.