El luto de Juan Mauricio Soler

La historia de Mauricio Soler está escrita con victorias y golpes contra el asfalto. Hoy, quien parecía estar listo para ganar el Tour de Francia, trata de reponerse de un accidente que le costó la carrera y, por poco, la vida.

por

Juan Serrano


25.04.2014

Fotos: Juan Sebastián Serrano

En la plaza principal de Ramiriquí, Boyacá, se levanta una estatua de Juan Mauricio Soler. Es una estructura construida con piezas de chatarra forjada, en la cual sobre un plano inclinado se sostiene la representación de Soler parado sobre los pedales de una bicicleta. De cuando en cuando viajeros que cruzan por este pueblo se detienen en el parque a tomarle una foto. Juan Mauricio es -a sus 31 años- la vieja gloria más joven del ciclismo colombiano y el ramiriquense más destacado desde el expresidente José Ignacio de Márquez.

A una cuadra de la estatua, en una casa de tres niveles, vive Soler. En la primera planta de la construcción de ladrillo el suegro de Mauricio administra un taller de motos en cuyo aviso se ve la figura del exciclista. Todos los días, a eso de las ocho de mañana, Mauricio sale de su casa en compañía de Aquiles, un labrador negro, y camina hasta la finca que tiene a un kilómetro del pueblo por la vía a Miraflores. Allí tiene dispuesto un pequeño gimnasio. Sus días siguen siendo, después del accidente,  días de recuperación.

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Un inventario incompleto de las  caídas de Juan Mauricio Soler:

Aquel absurdo accidente en los primeros diez metros,  sin haber superado aún las vallas de salida de la primera etapa de la Vuelta Nacional del Futuro del 99. Quedaría segundo en la clasificación general, detrás de un corredor al cual le había sacado dieciséis minutos en las pruebas clasificatorias del departamento.

La vez que preparándose para la Vuelta al Porvenir de 2001, bajando el Alto de Canutos en la vía  Duitama-Soatá, se le cayó la rueda delantera al saltar un policía acostado. Se destrozó la cara, duró tres días inconsciente en el hospital. La cicatriz que se extiende unos dos centímetros desde la comisura izquierda de sus labios hacia arriba es la marca imborrable de aquel golpe. “Eso fue terrible”, recuerda Manuel Soler, su padre: “no se reconocía quién era”. “Este man se va a retirar”, pensó Serafín Bernal, su entrenador.  Al cabo de unas semanas se reintegró a los entrenamientos y fue campeón de la Vuelta que preparaba.

La caída en la última etapa de la Vuelta a la Juventud de 2003 con llegada en Yopal. Según su hermano Omar todo indica que un grupo de corredores de Antioquia, históricos rivales del ciclismo boyacense en las competencias nacionales, lo cerraron faltando medio circuito para la meta.

En la tercera etapa de la Vuelta a Colombia del 2005 coronó de primero el alto de La Línea, pero en el descenso tuvo tres caídas;  una de esas en el sector conocido como Lanzaperros donde los fuertes vientos le hicieron perder el control de su bicicleta. Fue el día en que murió en transmisión el narrador de ciclismo Alberto Martínez Práder, cuyas últimas palabras, antes del accidente del transmóvil —desde el que narraba la carrera—, fueron “Soler, Soler…”. Quedó sexto en la clasificación general, rey de los novatos  y ganador de la última etapa.

En la fracción del Clásico RCN del mismo año disputada entre Ibagué y Armenia un aficionado en Cajamarca se le atravesó al lote e hizo que cayera al asfalto. El plato de la bicicleta se le enterró en una pierna. Logró terminar la etapa pero al siguiente día no pudo ser parte de la largada.

El accidente en Bolivia en el 2005 en el cual se le atravesó un perro.  Según Pablo Arbeláez, redactor de ciclismo de El Colombiano, “la cara le quedó como un mapa”.

La caída en la Coppa Agostoni en 2007 lo llevó al quirófano para que le fuera realizada una reconstrucción de cartílago en la muñeca derecha.

La lesión de una de sus rodillas, que  alteró su calendario ciclístico,  por una caída en el Giro della Provinca di Reggio Calbabria en febrero de 2008.

La caída en la segunda etapa del Giro de Italia del mismo año que le ocasionó una fractura en la muñeca izquierda. Ese día llegó pedaleando hasta la línea de meta, lo cual, según su compañero de equipo Enrico Gasparotto, había sido una muestra de verdadero coraje.  Logró continuar en la ruta del dolor de aquel Giro por nueve etapas más, hasta el kilómetro 96 de la etapa 11. Abandonó cuando ya casi no podía sostener el manubrio de su bicicleta ni apretar las barras de frenos.

El Tour de Francia de 2008 que se desvanecía en el asfalto.  La caída en los kilómetros finales de la primera etapa le produjo una fractura de muñeca derecha y un hematoma en la cadera izquierda. “No puedo casi frenar ni ponerme de pie –dijo a los medios-. Pero los de mi pueblo somos echaos pa´lante”.  Vendado y maltrecho, logró echar para adelante por 423 kilómetros más en ese Tour hasta que el dolor le ganó el pulso y finalmente se bajó de la bicicleta sin terminar la quinta etapa de la carrera. El periodista J.G. Peña del diario ABC de Madrid escribió: “El ‘mal de manos’ es una enfermedad de deportes duros: la pelota, el boxeo. Y de Mauricio Soler. Caiga como caiga, el ciclista colombiano para el golpe con la mano”.

La caída en la segunda etapa del Giro de Italia de 2009 que lo llevó a abandonar por causa de una tendinitis en su rodilla derecha.

Durante un entrenamiento en enero de 2010 un carro lo atropelló a una cuadra de su casa. “Voy a parar por un par de días”, declaró a los medios.

El golpe en la rótula de la rodilla izquierda que sufrió en una caída en la primera etapa del Criteérium du Dauphiné de 2010.

La caída al realizar el descenso del Collado Bermejo, en los últimos cinco kilómetros de la segunda etapa de la Vuelta a Murcia de 2011. Tuvo que ser evacuado en ambulancia con varios cortes en su pierna izquierda.

Y aún faltaba el peor golpe.

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Un oyente de La W acaba de llamar a la línea abierta. Le reclama al periodista Julio Sánchez y a su equipo periodístico por no estar registrando la noticia de un ciclista colombiano, boyacense, de nombre Juan Mauricio Soler, quien a esta hora lidera en solitario el ascenso del Col del Galibier, el punto más alto del Tour de Francia. Es julio 17 de 2007. Soler es casi un desconocido dentro del pelotón ciclístico internacional.  Su equipo, el Barloworld, es una escuadra chica que ha llegado a la ronda francesa gracias a una invitación.

Soler no conoce el recorrido. Sin embargo, ha decidido atacar en las primeras rampas del ascenso más largo del día, a falta de 47 kilómetros para llegar a la meta en Briançon. Viniendo de atrás, el ciclista nacido en Ramiriquí sobrepasa al grupo de cinco que hasta ese momento lidera la etapa y sigue de largo. Dos corredores, Popovych y Astarloza, intentan por unos metros seguirle el paso, pero la aceleración con la que sube el colombiano finalmente los descuelga.

Mauricio sigue subiendo –inquebrantable– y corona la cima del Galibier. Comienza el descenso. En 37 kilómetros está la línea final. Yaroslav Popovych y Alberto Contador, compañeros en el equipo Discovery, han cruzado el puerto de montaña a dos minutos cinco segundos del líder. La ruta se inclina hacia abajo para ellos y salen en busca de Mauricio.

Los habitantes de Ramiriquí se agolpan a esta hora en las tiendas y cafeterías alrededor del parque principal para ver por televisión al coterráneo. Manuel Soler, papá de Juan Mauricio, escucha la etapa por radio desde su casa. Omar Soler hace lo mismo desde una bodega de Arturo Calle en Bogotá.  Él es ciclista aficionado y entiende que no será fácil para su hermano conseguir la victoria: la dupla persecutora viene muy fuerte. La producción de televisión concentra la imagen en estos últimos, como asumiendo que la neutralización de la fuga es inminente en el descenso.

Diez kilómetros para Briançon. La W, gracias al regaño del oyente, se ha enlazado con el relato de Rubén Darío Arcila en Colmundo. Andina Estéreo, 95.1 F.M en Ramiriquí, ha hecho lo propio. “Lo que hace el ciclismo nacional”, anota Rubencho’ Arcila en su voz grave y colorida: “es solamente ver a un pedalista colombiano en punta y se estremece nuevamente el país”. La diferencia se acorta: 58 segundos. A Contador y Popovych los han alcanzado seis corredores, incluido Rasmussen, el líder del Tour. Hacen los relevos, “la escalera como aves migratorias”.

Ahí lo tenemos en la pancarta de los cinco kilómetros finales, con el muñón de los Alpes al frente, Briançon lo espera”. Ya son catorce los ciclistas que se ciernen sobre Mauricio Soler. “Creo que estamos en las goteras de una etapa memorable, para recordar, para guardar en la página de oro del ciclismo”. El último kilómetro y medio es en ascenso y, contrario a toda lógica, como cuando Lucho Herrera dijo que ojalá el Alpe De Huez tuviera 25 kilómetros más, Soler —después de 158 kilómetros de recorrido— agradece ese repecho final.

«Todo un país con los pedalazos de este colombiano. Y es que la gente entiende de ciclismo: mira la lámina, la estampa del hombre y dice: “¡Este es un campeón!”, “¡Este sí tiene portento!”, “¡A este hombre le luce la máquina!”».  Último kilómetro, 50 segundos la diferencia. “Parece el conteo regresivo para el lanzamiento de una cápsula espacial”, dice ‘Rubencho’. Los sucesos deportivos en su narración se hacen pasar por verdaderas gestas épicas, como asuntos de la Historia seguidos minuto a minuto: Soler no descansa, no mira hacia atrás, el pedaleo sigue taladrando cada metro del pavimento, la recta al frente, son los últimos metros, es la etapa reina de los Alpes, otra miradita, hay que cuidar la alforja mi querido amigo, que desde atrás cualquiera puede arrebatar la gloria, la victoria,  entrando poco a poco en el umbral de la gloria el pedalista colombiano, el balanceo final, el manubrio bien sostenido por la parte alta, vuelve a abrirse, la bailarina, el dancé, y aquí viene Mauricio a repetir la hazaña”. Doscientos metros. Toma la última curva. Soler asoma la sonrisa. El dolor físico se funde con la gloria. El presidente Nicolas Sarkozy lo mira desde la escotilla del carro del director de carrera alzar los brazos hacia el cielo. “Se sube la cremallera, se sube el corazón, se sube Colombia, se trepa sobre la victoria. Soler es el ganador”.

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Mauricio Soler había ganado la etapa del mítico Galibier y a su llegada a Paris se coronó Rey de la Montaña del Tour de Francia de 2007. Serafín Bernal no se sorprendió. Él había sido su entrenador en el Club Deportivo Boyacá cuando Soler era apenas un corredor juvenil. Por sus manos han pasado en esa categoría, además de Juan Mauricio, los campeones de la Vuelta a Colombia Álvaro Sierra y Miguel Sanabria, y nuevas promesas como Robinson Chalapud y Darwin Atapuma. Serafín se jacta de su buen ojo ciclístico. Su astucia, que según él le viene directamente de la malicia indígena, lo lleva a saber desde muy temprano qué corredor colombiano brillará en Europa. Esta mañana soleada en el centro de Tunja me habla con insistencia de un joven llamado Rodrigo Contreras. “Acuérdese de ese nombre”, dice.

Serafín va a los pueblos de Boyacá en busca de nuevos talentos. Según él,  la disciplina de la vida en el campo contribuye a forjar el carácter de un ciclista: “En la ciudad la vida es fácil y el ciclismo es de sacrificio”, dice. “Los que sirven para este deporte son los campesinos porque ellos están acostumbrados a aguantar hambre, sol, agua. Cuando tienen una oportunidad en el ciclismo se enfocan en eso para salir adelante”.

En festivales de escuela de los pueblos, en las clásicas municipales en Boyacá, Serafín ponía su mirada en Soler. “Era un corredor excepcional –recuerda–. Yo veía la facilidad con la que andaba este muchacho, pero que no tenía cómo salir adelante”. Bernal habló con él y lo vinculó a la escuela con el patrocinio de Chocolate Sol. Soler tenía 17 años.  Bajo la dirección de Bernal,  fue Subcampeón de la Vuelta de la Juventud de Venezuela (2001), Campeón de la Vuelta del Porvenir (2001), Campeón Sub-23 de la Vuelta a Boyacá (2002), Subcampeón de la Vuelta de la Juventud de Colombia en 2002, Tercero en el 2003, y campeón de la misma en el año 2004. Esta última es considerada la competencia más importante de Colombia en la categoría Sub-23.

Mauricio Soler era un muchacho introvertido cuya faceta más intrépida la exhibía montado sobre una bicicleta. “Era muy combativo —recuerda Bernal—. No le comía a nadie. Que es fulano de tal, a él no le importaba. Y para arriba no le ganaban. Me acuerdo que en una Vuelta del Porvenir subiendo a Manizales se voló del grupo puntero un compañero de equipo de Soler. Él duró en fuga tantos kilómetros que le dije a Soler que no lo fuera a alcanzar, y tocó bravearlo para que lo dejara ganar, porque sino Soler iba, lo cogía y pasaba de largo. En el fondo Soler debió quedar rabón”.

Según Bernal, la ambición de Soler para llegar a ser buen corredor era tan grande que cuando el entrenamiento empezaba —a las ocho de la mañana en las gélidas calles de Tunja— él ya le llevaba a sus compañeros 25 kilómetros de ventaja. Había venido en bicicleta desde Ramiriquí, a donde regresaba por la tarde

“Yo soy muy exigente en esto», dice el entrenador. «Yo tengo que ver que de verdad están chorreando sangre porque hay unos corredores muy cobardes y esos no sirven. En cambio esos muchachos del campo desde las cuatro de la mañana están trabajando, llueve o truene, sacando las reses, sacando papa, maíz, y el desayuno es cualquier cosa, y trabajan hasta por la noche, entonces esa gente está acostumbrada al rigor de la vida”.

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La casa de Manuel Soler y María del Carmen Hernández está ubicada en la vereda El Común, a cinco kilómetros del casco urbano de Ramiriquí. Para llegar desde el pueblo hay que tomar la carretera hacia Miraflores. Los pobladores suelen llamarla genéricamente “la pavimentada”. Es un recorrido escarpado flanqueado a lado y lado por una inagotable sucesión de tonos verdes reverberados por el sol. Después de pasar una Virgen de carretera se debe avanzar unos 500 metros a la derecha por un camino destapado. Es una casa campesina de color salmón y una sola planta. Un muro de metro y medio de altura construido con bloques de ladrillo, interrumpido por una puerta enrejada negra, divide un antejardín de cemento con el exterior. Las colinas verdes que cercan el lugar están atravesadas por pinos, ocales, acacias y urapanes, y alrededor  las vacas y las gallinas y las cocheras de marranos. La quietud de la tarde sólo la suspende el ladrar de los perros y los ruidos caseros.

Un afiche enmarcado de Juan Mauricio Soler cuelga de la parte exterior de una de las paredes de los cuartos. Aparece él montado sobre una bicicleta, y metido en el famoso maillot de pepas del Tour de Francia que identifica al campeón de los premios de montaña. La foto tiene un título en letras rojas, un juego de palabras: “Cirque du Soler”.  Debajo del título hay una nota escrita a mano:

“Papá y Mamá Gracias por

habermen dado unas piernas

tan fuertes. Y doy gracias a Dios

por tener unos padres como

ustedes. Los AMO.

Su hijo Mauricio Soler H”

La tarde es de domingo. Omar Soler visita a sus padres. Mauricio podría aparecer por acá en cualquier momento.  “Hace días que no sube”, dice María del Carmen, en un tono de voz que no aspira a ser reclamo sino apenas declaración del hecho simple.

En la parte exterior del lugar, Omar hace un recuento del palmarés de su hermano. Manuel, a pocos metros, enfundado en una ruana, mira el campo en silencio. El padre de Mauricio ha tenido que guardar reposo desde hace un año cuando sufrió un accidente sacando un marrano de la cochera.

­­–De niños ustedes trabajaron el campo. – le digo a Omar.

–Claro–, dice.  Mauricio hasta los quince años 100% en el campo.

–¿Qué hacían?

–De todo. Ver las vacas, hierbar papa, maíz. Todas las labores. Hacer de comer a los obreros. Mauricio inclusive era el compañero de mi papá del campo.

Manuel Soler tenía unos cultivos a 4 kilómetros de la casa, cerca al páramo, y pasaba mucho tiempo allí. Una bicicleta cross era el medio de transporte de Mauricio entre la casa y los cultivos de su padre.

Si toda vida tiene un hecho fundacional que determina la vocación, el de Mauricio Soler transcurrió un día del año 98 en el que ganó una carrera de campesinos en Ramiriquí. Sería Omar quien iría a participar en la competencia, pero Mauricio, al ver que éste había salido para Bogotá a hacer unas vueltas, tomó la bicicleta de su hermano, bajó hasta el pueblo y compitió. Le sacó casi dos vueltas al segundo en el circuito tradicional de Ramiriquí. Hasta entonces Mauricio no tenía ninguna relación con el ciclismo más allá de lo que las labores del campo demandaban. Ese día pensó que podría dedicarse a la bicicleta.

Al poco tiempo Mauricio y Omar fueron a Tunja y hablaron con Lino Casas, quien en ese entonces dirigía la Escuela Santiago de Tunja, y se vincularon a ésta. “Yo les decía que no hicieran eso porque lo uno no tenía con qué ayudarles”, dice Manuel Soler. Su voz campesina es un murmullo quedo. “Y lo otro no me gustaba porque era tal vez muy riesgoso”.

–Pero después cuando Mauricio comienza a ganar…

–Pues cuando ellos ya se definieron a eso pues ellos verán, ya dejarlos. Dios los ayude a lo que ellos quieran hacer porque qué más. No se podía hacer más.

–Supongo que se alegraba…

–Pues claro… si uno les oye unas tristezas porque eso no más se volvía mierda por allá en los porrazos.

Hay una breve risa triste, de resignación.

***

Lindon Borda es padrino de matrimonio de Mauricio Soler. La conversación tiene lugar en la sala de la casa de una de sus hermanas, contiguo al hotel de su familia en Ramiriquí. Soler ha accedido a entrevistarse conmigo en este lugar y debe llegar dentro de un rato.

–Perdón un momentico que tengo que llamar a ese man que se le vence la declaración de renta – dice.

–¿A Mauricio?

–Sí.

Le pregunto cómo nace la relación entre él y Soler.

Me explica primero que él ha sido un aficionado al ciclismo desde joven: «desde los tiempos de Patrocinio Jiménez, otro paisano». Completados sus estudios en Sogamoso, Lindon volvió a Ramiriquí. Para entonces Soler había quedado segundo en la Vuelta Nacional del Futuro (en 1999) y ya se perfilaba en el pueblo como una promesa del ciclismo. Borda junto con un grupo de amigos comenzaron a apoyarlo. Entre todos reunían para la gasolina y alguno prestaba el carro para llevar a Mauricio a las competencias de los pueblos.

Cuando Soler se alistaba para correr la Vuelta al Porvenir del 2001 en el pueblo le organizaron un bazar para recoger dinero y comprarle una bicicleta Trek. “La que en su momento utilizó Lance Armstrong”, dice Borda. Fue un fin de semana en el que en el parque principal de Ramiriquí hubo carne, chicha, rifas, sopa de cuchuco de trigo con espinazo, música y cerveza. La bicicleta valía unos diez millones de pesos. “El último día –recuerda Lindon- se hizo una campaña para que dieran dinero en efectivo, y mucha gente daba 20 mil, 50 mil”.  Zoilo Pulido, por ejemplo, dueño de un almacén de víveres situado en la calle peatonal de Ramiriquí, regaló dos millones trescientos mil pesos. Reunieron unos ocho en total, lo cual sumado a unos ahorros que Soler tenía de las competencias que ganaba en los pueblos, alcanzó para pagarla.

Le duró muy poco. Fue hasta Tunja, regresó, volvió a subir y de vuelta en el Alto de Soracá un carro lo atropelló y acabó con la bicicleta. Mauricio por suerte no sufrió mayor daño. “Me acuerdo ese día”, dice Omar Soler. “Llegó acá desmotivado. Que él no montaba más, que dejaba esa mierda. Yo le dije: ‘No huevón, si usted nació pa’ algo, si tiene un futuro en la vida es eso, ser ciclista, es lo que le rinde, qué más se pone a hacer’. Me bajé de mi bicicleta y le dije: ‘Vaya a que le monten otro repuesto y va con esta a la Vuelta al Porvenir’”.

Con la bicicleta de su hermano, Mauricio quedó campeón de la competencia.

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Dice el periodista Matt Rendell en el libro Reyes de las Montañas que los ciclistas colombianos han hecho del subdesarrollo una virtud. No hace tanto ninguna de las carreteras que conectan a Ramiriquí estaban pavimentadas. Para coronar el Alto de Soracá rumbo a Tunja o el Alto de Bijagual en la vía a Miraflores, había que abrirse paso por caminos destapados. El asfalto era algodón. “Mauricio me decía eso”, recuerda Lindon Borda: “que la ventaja que él tenía era que en el destapado se esforzaba bastante por subir y cuando estaba sobre pavimentada se sentía sobradísimo”. Algo similar opina su hermano Omar: “haber aprendido a montar en destapado es otra fortaleza de los ciclistas de la región. Le toca a uno mínimo en el día hacer 20 o 30 kilómetros destapados, y eso le va ayudando para fortalecer músculos”. Cuando Juan Mauricio Soler se alistaba para correr el Tour de Francia de 2008 le dijo al periodista Lisandro Rengifo que una de las ventajas que él tenía frente a sus rivales del pelotón internacional era ser boyacense.

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Mauricio irrumpe en la sala y la entrevista con Lindon se detiene. “Hola padrino”, le dice. Su paso es lento y precavido.  Trae puesta una gorra, sudadera Adidas gris con rojo y tenis negros de la misma marca. Camina hacia mí y entregándome su mano grande dice: “Ahora sí lo saludo bien”. Hacía unas dos horas, Martha, la administradora del hotel, nos había presentado escuetamente cuando él de regreso de su finca se había detenido aquí para recoger sin éxito su declaración de renta. Sin cruzar el umbral de la edificación acordamos la hora y el lugar para la entrevista. A los pocos segundos lo vi tomar su bicicleta y descender con cautela, parado sobre los pedales, una calle sin pavimento camino hacia su casa. Era la hora de almuerzo. “No sabía que Mauricio ya estaba montando bicicleta”, me dijo Martha un tanto sorprendida. Sin embargo, no era un hecho nuevo.  La revista Mundo Ciclístico lo había registrado hace unos meses bajo el título “Exclusivo: ¡¡Mauricio Soler vuelve a la bicicleta!! Grandes progresos en su proceso de recuperación”. Una foto mostraba a Soler rodando sobre una bicicleta tipo cross por el camino que conecta su casa de campo y escoltado por Aquiles. La nota recogía la siguiente declaración de Mauricio: “Al tomar la bicicleta nuevamente me he sentido tan feliz como el día en que tomé el avión en España para regresar a Colombia. Volver a montarme en una de mis bicicletas era algo tan deseado como ver a mi hijo de nuevo después del accidente. No sé si esto me sirva como rehabilitación pero lo único que sí sé es que ahora me siento anímicamente mejor que nunca”.

Lindon pregunta por su estado de salud. “Con constancia he ido mejorando poco a poco”, responde Soler,  y agrega que diariamente debe por lo menos caminar: “tengo que mover la sangre”.  Por suerte es algo que le gusta, pero confiesa que hay días en que debe “sacar ganas de donde no las hay” para recorrer el camino hasta su finca y hacer las rutinas de ejercicios.

Según dice, los 18 meses en los que había algún progreso en su recuperación ya han pasado. Y aunque las secuelas persisten, su evolución ha sido notable. Cuando Patricia, su esposa, le preguntó a los médicos si Soler volvería alguna vez a caminar, le contestaron que eso sólo lo sabía Dios, y que si lo hacía, sería después del noveno mes. “Al cuarto mes –recuerda- ya estaba dando mis primeros pasos en la piscina.

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 El Tour de Francia de 2007 no había llegado a París cuando Antoine Vayer, ex director deportivo del equipo Festina, en un artículo publicado en el diario ‘Libération’ y en entrevista concedida a la emisora La W planteó sus dudas sobre el desempeño del ciclista colombiano. “Soler hace parte de un grupo de corredores que hacen cosas que en mi opinión son imposibles de lograr sin la ayuda del dopaje”, le dijo a la cadena radial. “Hoy en día en un premio de montaña Soler le sacaría a Lucho Herrera o a Parra cinco minutos (…) Tendría que ser extraterrestre para hacer lo que está haciendo (…) Quisiera conocerlo y que me explicara cómo entrena para poder subir como sube porque de mi experiencia como entrenador creo que es físicamente imposible, no es de humanos subir de esa forma”.

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Mauricio Soler tomó la bicicleta esta mañana para llegar hasta su finca. No por virtud sino porque el dolor en unos de sus tobillos hizo imposible que lo hiciera a pie. “En la bici me cuesta muchísimo”, reconoce. Sube despacio,  pero el pulso se  dispara mientras pedalea por las lomas que rodean su finca. Después de cierta velocidad, superado el umbral de zona aeróbica, la presión intracraneal de Mauricio se altera y le produce fuertes dolores de cabeza. Con 31 años de edad volver al ciclismo de competencia está completamente descartado para él después de su accidente en Suiza: demasiado esfuerzo en la bicicleta lo llevarían a una presión mortal en su cráneo.

–Voy a intentar hacer lo máximo de mis posibilidades. Es que no tengo ni cabeza para nada. Intentaré hacerlo… responder las preguntas.

La voz de Soler es frágil y delicada, como gobernada por gráciles cuerdas a punto de resquebrajarse. Su agrietado rostro sufre una parálisis en el lado izquierdo debido a la lesión del nervio facial en el accidente en Suiza. Su fama de  taciturno se afianza en esos intervalos que suceden cada tanto en los que en silencio su mirada gacha, enlutada,  se queda suspendida en algún rincón de la sala. Pareciera ausentarse un breve instante de la realidad, para luego volver quién sabe de dónde.

Le digo a Mauricio que quiero hablar sobre su vida en general.

–Sí señor. Pues lo poco que me acuerdo porque hay muchas cosas que se me han olvidado.

El encuentro tiene lugar en época de la Vuelta a España 2013, en el marco de una temporada excepcional para el ciclismo colombiano en Europa: Rigoberto Urán y Nairo Quintana habían logrado el subcampeonato del Giro de Italia y el Tour de Francia respectivamente. Por estos días, Soler sigue las etapas por televisión de la ronda ibérica. “Me hubiese gustado correr una Vuelta a España y poderla disputar. No tuve ese privilegio”.

-¿Le da nostalgia ver ciclismo?

-No, nostalgia no —dice, marcando con su voz algo parecido a un énfasis—. Afortunadamente mientras pude lo practiqué y lo hice de la mejor forma. Lo que pienso que me costaría sería ir a un Tour, a una carrera personalmente, verles allí y no estar corriendo. No quiero vivir esa experiencia.

A continuación Soler hace un recuento de su historial deportivo: su andar por categorías juveniles en Colombia, la llegada a Europa, y especialmente aquel año 2007 que representó el pico más alto en su carrera. “Lo más grande que hice como deportista fue en ese año”, dice. “Ganador de la etapa reina del Tour de Francia, la montaña del Tour, y campeón de la Vuelta a Burgos”. A raíz de esos triunfos fue escogido como Deportista del Año por el diario El Espectador.

Cuando Juan Mauricio desembarcó en Europa, su principal anhelo era correr un Tour de Francia. «Es con lo que los ciclistas jóvenes sueñan», dice. Un buen inicio de temporada de su equipo en el 2007 les mereció una wild card para ser de la partida en la competencia ciclística por etapas más importante del mundo. “Inicialmente yo iba a aprender porque el de la responsabilidad era Félix Cárdenas. Lógico que uno tiene muchas aspiraciones pero sabía que iba a tener que trabajar. Intentaría hacer algo si me daban la oportunidad”.

El 13 de julio de 2007, con el Tour ya en ruta, apareció publicada en El Tiempo una nota escrita por Mauricio Soler: “Este es mi primer Tour de Francia; ahora sí que lo creo. Y es que poco a poco voy comprobando todas esas cosas maravillosas de las que muchos amigos y compañeros ciclistas me hablaban de esta carrera”. Eran los ojos vírgenes del campesino boyacense deslumbrado al ver todo el despliegue mediático que suscitaba el Tour y de cómo la organización de carrera cuidaba hasta el más mínimo detalle. “La verdad es que nunca, ni siquiera pagando, había sido sometido a unos chequeos tan completos como los que me hicieron la semana pasada”. Soler anunciaba que estaba en buenas condiciones. “Vamos a ver qué pasa en los próximos días”.

A los dos días el mismo diario publicó una nueva nota escrita por Soler.  Arrancaba con la siguiente frase: “Espero que por un momento ustedes, compatriotas aficionados al ciclismo, hayan podido disfrutar de mi actuación de ayer en el Tour de Francia”. Soler había llegado cuarto el día anterior en la séptima etapa del Tour y la primera de alta montaña. Estaba maltrecho: “Me había salido una llaga horrible porque las zapatillas eran nuevas y no habían cogido la horma del pie”. Sin embargo, pese a las molestias, Soler se sobrepuso al dolor y atacó en los kilómetros finales del día. Y lo hizo, cuenta, debido a un error de comunicación: “Iniciando el último puerto me dice el director: ‘Mauricio, un sprint’. Yo pensé que había que atacar, hacer un sprint, pero resulta que los geles que llevábamos para la alimentación se llamaban sprint. Entonces lo que me indicaba era que me bebiera un gel para tener energía para el final de la etapa.”.

La jornada de descanso, un día antes de la etapa del Col del Galibier, Soler casi no podía caminar. El dolor producido por las ampollas en su pie derecho lo mantuvieron postrado en el hotel todo el día. El director del Barloworld mandó a traer desde Italia las viejas zapatillas de Mauricio para que corriera con ellas al día siguiente.

Desafortunadamente de recuerdos tengo muy pocos”, asegura, “pero sí me acuerdo de algo… allí yo he atacado en el penúltimo puerto, no estoy seguro si era el Telegraphe. Delante de mí iba una fuga, de cuatro o cinco corredores,  no me acuerdo exactamente.  He coronado el Telegraphe, he descendido hasta el pueblo, después que he pasado por el pueblo recuerdo que… o no recuerdo, lo he visto en algún lado que los he alcanzado allí y he intentado irme solo. He pasado por un lado y me han cogido la rueda uno o dos corredores.  Al final, un poco más adelante, se han quedado porque el paso era bueno, el ascenso era rápido. Recuerdo que tenía muchísima visibilidad porque veía, no sé, cinco kilómetros por donde iba a hacer la carrera. Veía a la gente que estaba al lado y lado de la carretera. Entonces tuve fuerzas para pasar primero el Galibier, luego hacer el descenso y me ha alcanzado la fuerza para ganar la etapa… Me acuerdo que entrando a la ciudad después del descenso había muchas rotondas como es típico en Francia y prácticamente yo las saltaba intentando recortar un poco de distancia. El final era un kilómetro y algo más en ascenso, y subiendo me defendía más o menos. No recuerdo lo que pensaba pero sabía que estaba por ganar la etapa de un Tour de Francia y que debía darlo todo, que debía morir sobre la bici”.

Darlo todo.

Morir sobre la bici.

***

En el verano de 2011 Juan Mauricio Soler buscaba ganar una etapa después de cuatro años. Una afición que aún no olvida las hazañas de los escarabajos colombianos en Europa celebró el ímpetu con el que Soler domó la cuesta arriba. Después de la sobresaliente temporada del 2007, su registro ciclístico posterior se pareció mucho a una promesa incumplida. Una larga espiral de caídas lo obligaron a abandonar o impidieron que fuera de la largada en todas las grandes rondas de su calendario.

Aquel junio de 2011 Soler estaba ilusionado. Encararía los nueve días de la Vuelta a Suiza para llegar con kilómetros en sus piernas al Tour de Francia. Las empinadas faldas de los Alpes se ajustaban a sus capacidades. El 12 de junio de 2011 Soler se reencontró con la victoria. Lo hizo en la segunda etapa de la Vuelta a Suiza, en el alto de Crans-Montana. Con el grupo partido después de 148 kilómetros de recorrido, Soler pegó dos zarpazos a falta de mil metros y los ciclistas Damiano Cunego y Frank Schleck, no lograron seguirle la rueda. Soler alzó los brazos hacia el cielo por un breve instante y le dedicó la victoria a Xavier Tondo, su amigo y compañero del equipo Movistar quien en mayo pasado había perdido la vida en un absurdo accidente con la puerta del garaje de su casa. Eusebio Unzué, su director de equipo, declaró: Por fin ha atacado con cabeza, calculando, sin ansiedad. Por su parte, el cronista de ciclismo Carlos Arribas, tituló su artículo en El País Soler recupera la autoestima en Suiza’, y dijo: “ha recuperado la sonrisa. También la autoestima, desaparecida estos cuatro años en que su elevada figura triste, solitaria, silenciosa, no era sino el síntoma de la escasa consideración social que despertaba en el pelotón”.

–¿Qué significó para usted esa victoria en Crans Montana?

–Era demostrarme a mí mismo que todo el trabajo que había hecho durante el tiempo de estar corriendo en Europa estaba dando frutos. Tenía pensado que con el estado de forma que tenía y como me sentía, posiblemente estaría disputando el Tour de Francia. No se pudo, pero bueno, lo más importante es que sigo aquí.

***

–¿La reconoce? – le pregunta el neurólogo Manuel Murié Fernández.

–Sí, es Patricia, mi esposa – dice.

Mauricio Soler acaba de abrir los ojos después de 24 días de coma inducido. Está esquelético y entubado en una cama de la Clínica Universidad de Navarra. El ciclista del equipo Movistar no tiene idea dónde está ni la gravedad de lo que le ha ocurrido: piensa que lo que ve puede ser una clínica en Bogotá y que en cuestión de semanas será posible estar de vuelta sobre los pedales.

El 16 de junio de 2011 Mauricio Soler corría la sexta etapa del Tour de Suiza. En la jornada anterior había perdido la camiseta del líder con el ciclista italiano Damiano Cunego. Pero esa tarde, en la escalada final de Triesenberg/Malbun, Soler esperaba recuperarla. Ese era el objetivo del día. Acababa de salir de una rotonda, rodando a unos 72 kilómetros por hora cuando su tubular delantero chocó contra un bache en el asfalto. Soler perdió el control, salió por encima de su bicicleta y, como en una estampida seca, se detuvo finalmente al estrellar su cabeza contra el poste de una cerca de un jardín infantil. El corredor Baden Cooke quien venía detrás de Soler describió el accidente en su cuenta de Twitter como “realmente repugnante”. “No tuvo ni tiempo de frenar”, agregó. Soler fue llevado en helicóptero hasta el Hospital Sant Gallen. El médico del equipo Movistar, Alfredo Zuñiga, se comunicó con Patricia en Colombia y le dijo: “Lo siento mucho, señora, pero Mauricio está muy mal, prácticamente muerto. Sólo un milagro lo puede salvar”.

Soler había sufrido un trauma craneoencefálico severo, laceración del riñón izquierdo  y una docena de fracturas: en la base izquierda del cráneo, de ocho costillas, de clavícula y escápula, del cuello del pie izquierdo y del malar y temporal del pómulo izquierdo. En la escala de Glasgow –que mide el nivel de conciencia de víctimas de traumatismos cranoencefálicos– Soler estuvo en el más bajo de todos: grado tres.  Las primeras 72 horas eran cruciales, y el riesgo de muerte cerebral era latente. Patricia voló desde Colombia con dos mudas de ropa y bajo la idea triste de repatriar el cadáver de su esposo.

Pero la evolución de Soler fue favorable. A las tres semanas los médicos suizos autorizaron su traslado en helicóptero a la Clínica Universidad de Navarra con la cual el equipo Movistar tenía un convenio. Allí se despertó.

Luego vendrían meses largos de terapia y recuperación en Pamplona, y posteriormente en Bogotá, con Patricia siempre a su lado, día y noche. Las metas de Soler con el accidente habían cambiado. Ahora eran más simples, más mundanas,  más sensoriales e infantiles: lograr sentarse por sí mismo, mejorar el equilibrio, intentar dar sus primeros pasos.

***

“Yo no conozco un corredor que se hubiera caído tanto como ese”, dice Serafín Bernal, donde ese quiere decir Soler. “Cada cinco competencias se pegaba un porrazo el hijuemadre. Como técnico uno ya estaba listo para ver a qué horas se iba al suelo. La piel que tiene no fue con la que nació: está raspado por todo lado”. Si la caída no era grave, una fractura por ejemplo, Soler seguía en la ruta “así le escurriera la sangre”.  Bernal le lavaba la herida con jabón Rey y agua y de vuelta a los pedales, a recortar diferencia. “Era muy berraco el chino. La gran mayoría empiezan a desmayarse, que los suban al carro, que yo no monto más, que me duele todo. Este no”. Con otro corredor con un prontuario de caídas similar, tal vez Bernal habría desistido. Pero Serafín, el cazatalentos, el mecenas, no dudaba de la capacidad natural de Soler para el ciclismo. Y por eso luchaba.

Mauricio Ardila es ciclista profesional. Fue compañero de piso de  Soler en Pamplona (España). “Caídas teníamos todos –dice-. Tuvo la mala suerte de tener esa última que le costó su carrera en el mejor momento. Él tuvo épocas de muchas caídas. No podría explicarlo”.

Bernal tampoco tenía una explicación. Había golpes sin sentido. Alguna vez  llegó a pensar que detrás de todos esos tropiezos y accidentes había un maleficio. Amigos y allegados lo convencieron de que Soler era víctima de un embrujo. Juan Mauricio debía tener 19 ó 20 años cuando Serafín lo llevó hasta el municipio de Motavita, en donde prestaba en ese entonces sus oficios parroquiales el padre Álvaro de Jesús Puerta quien era y sigue siendo conocido en Boyacá como un sacerdote capaz de hacer milagros. El padre habló con Juan Mauricio y ofreció una misa de sanación en su nombre. Serafín y Soler regresaron a los entrenamientos y las competencias. Pero nada cambió. “No era eso”, dice Bernal.

Luis Fernando Saldarriaga es director del equipo 4-72 y uno de los técnicos de ciclismo más respetados en Colombia. “Hablar de estos temas me parece fastidioso –comenta-. Ya sabemos lo que le pasó y perdimos un gran ciclista para Colombia”. Forzado a lanzar alguna hipótesis dirá que a Mauricio Soler le pudo haber faltado fundamentación técnica. “La agilidad mental para sortear obstáculos se adquiere en las escuelas de ciclismo –explica-. Las diferentes técnicas del viraje, el uso de los frenos, las velocidades en las cuales un corredor puede frenar y no frenar, las diferencias entre frenado largo y corto, la posición sobre la bicicleta, la parada de pedales”.

Lisandro Rengifo, periodista de ciclismo de El Tiempo, sostiene sin titubeos que a Soler le faltó escuela ciclística: “Yo no creo en la mala suerte. Yo creo en la buena preparación y en la mala preparación. Mauricio Soler no hizo pista, simplemente se dedicó a la ruta”. Según explica, mediante las rutinas en velódromo el ciclista adquiere cierta destreza para manejar los descensos, la habilidad de esquivar momentos delicados, meterse en un embalaje y aprender a manejar la tensión que se vive dentro de un lote de corredores. Opinión similar tiene el periodista antioqueño Pablo Arbeláez, quien conoce a Soler  desde su andar por las competencias juveniles del país: “Mauricio era un corredor silvestre, de un sentido muy natural, salido de la tierra, fuerte, de muy buen paso, que al fin y al cabo venía de una escuela que no tenía mucha fundamentación”.

“Yo lo llevé al velódromo y nunca le gustó”, dice Bernal en su defensa cuando,  intentando buscar responsables del infortunio, los reproches se han dirigido hacia él.  “Después que Soler salió del Club Deportivo Boyacá tuvo técnicos muy buenos. Si hubiera sido mala formación, allá se hubiera recuperado”. Pero Juan Mauricio siguió con su rutina de caídas aquí y allá, razón por la cual Serafín no carga culpas al respecto. “Yo pienso que es algo físico de él –concluye-. Había unos médicos que decían que Soler tenía los reflejos atrasados, que cuando iba a maniobrar estaba ya en el piso”.

En el 2011, en su equipo Movistar pensaron que esa podía ser la explicación a tantos porrazos. Según cuenta el periodista Carlos Arribas de El País de España, los médicos del equipo le practicaron a Soler exámenes de reflejos, reacción muscular y visión periférica. No era eso.

Una vez le preguntaron a Soler en una entrevista que por qué se caía tanto. “En realidad no han sido muchas –replicó-. Lo que sucede es que siempre me he golpeado muy fuerte y eso hace que las caídas trasciendan”. Hoy tiene una explicación más decantada. “Hizo falta un poco más de escuela –reconoce-. Como era medio bueno se han dedicado a que tenía que ganar carreras y he dejado de aprender cosas”.

–¿Le faltó fundamentación para maniobrar situaciones peligrosas y realizar los descensos?

–Creo que en todo. También para saber andar dentro un grupo de hartos corredores. Haberlo hecho más tranquilamente para no descubrirlo ya corriendo.

***

Soler despojado de su bicicleta luce torpe y errante. El ciclismo era para él la vida misma, y entonces, forzado a bajarse de su sillín, a renunciar para siempre al baño de aire en su cara cuando se rueda sobre una bicicleta a unos cincuenta kilómetros por hora, pareciera como si de él quedara tan solo una parte, un porcentaje, encargado de sobrellevar el luto por lo perdido. Soler es hoy lo que queda de un hombre al que le han extirpado su mayor talento y su más sólido anhelo. Un superhéroe que a los 28 años perdió sus poderes.

En la memoria de los ramiriquenses están los días de gloria de aquel muchacho campesino. Muchos recuerdan –por ejemplo- aquella noche en la que Soler, a bordo de un camión de bomberos y en medio de la algarabía de una extendida caravana, realizó el recorrido triunfal desde el caserío de Tierranegra hasta el pueblo.

El brío de sus piernas ya no logra desatar la alegría de la región. Soler no es más aquel corredor capaz de convertir cada puerto de montaña en una apoteosis del dolor. Y ya no siendo aquel, es la persona que esta tarde baja con precaución, cogido del pasamanos, las escaleras de un café ubicado en un segundo piso en el parque principal de Ramiriquí. “Parezco una niña consentida -le dijo hace unos meses al programa Crónicas RCN-. Debo tener cuidado con todos los movimientos que hago”. Soler frente a la fuerza unánime e irrevocable del nunca más.

Saben los que saben que Soler estaba para algo grande. Que hablar sobre él, de su extraordinaria capacidad para el ciclismo, conduce irremediablemente a lanzar conjeturas sobre lo que pudo haber sido si el infortunio no hubiera embestido con tanta furia esa tarde en Suiza. “Habría podido ganarse el Tour de Francia”, dice Serafín Bernal. “Rey de la montaña de un Tour de Francia, un Giro de Italia o una Vuelta a España muchas veces”, pronosticaba Luis Fernando Saldarriaga. “Es el mejor escalador del mundo, cuando está en buenas condiciones», dijo en su momento Eusebio Unzué, quien fuera director de equipo de Soler y bajo cuya tutela estuvo también el cinco veces ganador del Tour de Francia,  Miguel Induraín.

“Poco lo hablamos –me dijo Omar Soler-,  pero le debe dar muy duro saber que en este momento él podría estar haciendo cosas similares o mejores que Nairo. Por mi paisano, que es una persona también del campo, humilde, que se merece todo, una alegría inmensa. Pero a la vez, internamente, un dolor fuerte de pensar que con la edad de Mauricio, con las condiciones que tenía, debería estar en su mejor momento, y no poderlo ver allá, y verlo donde está, le duele a uno mucho en el alma”.

“Pero esas ya son cosas del destino”, interrumpió en ese instante su padre con ese susurro campesino que es su voz.  “No era pa’ más. Hasta ahí era. Darle gracias a Dios que nos lo dejó otros días. Era hasta ahí”.

Cae la tarde en Ramiriquí.  Soler se despide y lo veo entrar a su casa, dispuesto a volcarse sobre los placeres familiares: sus suegros, su perro, su hijo, su esposa. “Esa mujer vale más que mil Toures de Francia”, dice Pablo Arbeláez cuando le pregunto sobre la importancia de Patricia Flórez en la vida de Mauricio. Mañana Soler se despertará temprano, levantará a su hijo, emprenderá el camino hasta su finca, hará los ejercicios de rehabilitación, regará su jardín, echará un vistazo a sus dos terneros, volverá a casa, dedicará su tarde al rol de esposo y padre. Continuará recogiendo los jirones de su efímera gloria.

Ya nada queda del sueño de ganar una gran vuelta.  Hoy lo que más añora es poder ver crecer   a su hijo. “La vida me ha cambiado y uno tiene es que mirar hacia adelante”, dice. Aunque ese hombre no haya sido siempre ese hombre, Soler no se doblega. El ciclismo le inoculó un carácter.

*Juan Sebastián Serrano es estudiante de Derecho e hizo la Opción en Periodismo en la Universidad de los Andes.

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