–Acá un tipo me persiguió una vez. Mi papá me dijo que variara mi ruta, yo hasta lo pensé. Pero me di cuenta de que para mí era peor la idea de tomar otra vía que enfrentarme nuevamente a la misma situación–, dijo Andrea Méndez*, sonriendo, antes de tomar la avenida NQS, en Bogotá, como hace todos los días.
–Debió ser terrible–, respondí mientras inhalaba el ligero olor de vainilla del carro. El perfume, de alguna forma, resultaba hogareño, familiar y tranquilizador. Andrea tarareaba la canción de ABBA de esa playlist que, en nuestros últimos dos trayectos, había colocado siempre en exactamente el mismo orden. Jugueteé con la sombrilla que poco antes había recogido del piso. Era el único objeto sin un lugar fijo en el carro; un tarro de crema con olor a mango en la puerta, una botella de desinfectante entre las dos, un neceser en la guantera y una muda de ropa y zapatos que guardaba porque, como buena Scout, quiere estar “siempre lista”.
Los viajes con ella, a pesar de la irreverencia de esa sombrilla roja –motivo siempre de disculpas de su dueña–, parecían un constante dejavù. Con un poco de atención, su ritual no pasaba inadvertido: realizaba el primer cambio de carril siempre frente a la estación de la calle 75, no antes ni después. Hacía el segundo adelanto siempre a la altura de Avenida Chile, no antes ni después. Y, finalmente, adelantaba por última vez siempre frente al Coliseo, no antes ni después.
Pero
ese día
no funcionó.
Al llegar al Coliseo, no había podido ejecutar la maniobra. Bajó el volumen, su respiración se aceleró, su cuerpo se tensionó y su rostro adoptó una expresión de miedo. Intentó adelantar, nuevamente, con timidez, pero el sonido de un pito fuerte y prolongado la hizo volver a su carril.
Estaba pálida.
Traté, fracasadamente, de bajar la ventana con la esperanza de poderla ayudar a respirar mejor.
–Si tienes calor, enciende el aire–, dijo seria. Poco después logró cambiar de carril y suspiró. En el primer semáforo en rojo, apoyó su rostro sobre el timón.
–Lo siento. Yo sé que no tiene sentido, pero hacer siempre todo igual me tranquiliza. Pensarás que estoy loca–, se disculpó mientras se pasaba la mano por el cabello.
Para Andrea, episodios como este, representaban una gran interrogante hasta que, hace casi un año y en la adultez, recibió un diagnóstico de Trastorno del Espectro Autista (TEA) tipo 1. De repente todo tuvo sentido: la especificidad de su ruta, su ropa organizada por colores, la selectividad alimenticia, su amor obsesivo hacia los gatos –producto de su interés restringido por estos animales–, el llanto descontrolado en momentos de ansiedad y su aversión a la textura de la lana.
El autismo, según Paola Suárez, neuropsicóloga de la Fundación Universitaria Konrad Lorenz, es un trastorno del neuro-desarrollo que se caracteriza principalmente por un déficit en la interacción social que obedece a la dificultad con habilidades socioemocionales. Contiene una variabilidad cognitiva muy amplia y “suele ser acompañado por comportamientos repetitivos, ritualistas y poco funcionales”. Los diagnósticos de autismo se hacen casi siempre durante la infancia. No resulta casual que, entonces, las estadísticas de autismo de organismos como la Organización Mundial de la Salud se centren en su incidencia en los niños.
Obtener un diagnóstico por autismo en Colombia, donde no hay cifras actualizadas sobre el número de personas con TEA, es un proceso complejo para los adultos que sospechan tener el trastorno. Si bien está contemplado en el Plan de Salud Nacional, las largas listas de espera, que no prevén la inmediata necesidad de terapia de los solicitantes, obligan a muchos a acceder al proceso por medio de instituciones privadas.
La situación se complica aún más en el caso de las mujeres, cuyos síntomas pasan desapercibidos con facilidad.
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–¿Me repites el motivo de la consulta, por fa?–.
–Vengo remitida por mi psicóloga para descartar autismo–, comentó Andrea a la neuropsicóloga que tendría que hacerle el proceso de diagnóstico en un centro privado cuyo nombre la fuente prefirió no revelar.
–No creo que seas autista, eres mujer y ya estás grandecita. Pero okay–, le respondió.
Andrea comenzó a sudar mientras, en su mente, repetía las palabras que había apenas escuchado. Ella no podía ser autista.
La situación que enfrentó Génesis Vásquez fue similar a la de Andrea.
“Me humillaron y me infantilizaron. Provoca dejarlo todo y nunca más volver. Creo que es muy triste el abandono que hay frente a las mujeres con neurodivergencia. Las mujeres autistas siempre estuvimos anuladas, nunca nos tuvieron realmente presentes”, afirma Génesis.
Desde temprana edad, Génesis mostró varios de los síntomas asociados al autismo. Tuvo un retraso significativo en el habla, se le dificultaba el contacto visual y manifestaba múltiples señales de hipersensibilidad. En un principio se consideró la posibilidad de que tuviera síndrome de Asperger, pero poco después se le diagnosticó con trastorno limítrofe de la personalidad.
Con los años, ambas saltaron de un diagnóstico a otro. Depresión, ansiedad generalizada y ansiedad social fueron algunas de las respuestas que obtuvo Andrea. Al diagnóstico de Génesis, en cambio, le siguieron el de bipolaridad, ansiedad generalizada y esquizofrenia.
–No fue sino hasta hace cuatro años, con una depresión muy fuerte que tuve, que me dijeron “lo que pasa es que eres autista”–, comenta Génesis, que ahora tiene 29 años, –recibir otros diagnósticos fue horrible, tuve medicación psiquiátrica que me afectó de muchas formas–.
Los diagnósticos errados, según Paola Suárez, son un denominador común en las personas con TEA con diagnósticos tardíos. El problema radica principalmente en dos motivos. Por una parte, en el desconocimiento de profesionales de la salud. “No es sencillo identificar los signos de alarma si un profesional no ha conocido sujetos con autismo. Hay que verlos e interactuar con ellos para darse cuenta de cómo se manifiestan los síntomas. Si una persona no tiene ese entrenamiento exhaustivo, se puede confundir con múltiples trastornos y los límites pueden parecer difusos entre ellos. Es un vacío que debemos empezar a saldar”, admite Suárez.
Adicionalmente, el autismo ha sido un trastorno que, históricamente, ha sido catalogado como masculino. Estadísticamente, se calcula que por cada cuatro hombres autistas hay una mujer dentro del espectro. Sin embargo, los índices de diagnóstico en mujeres son alarmantes. Solamente el 8% de las mujeres obtiene el diagnóstico en la temprana infancia frente a un 25% de los hombres, y, en general, según la Organization for Autism Research, los procesos se dan en el marco de un agotamiento psicológico que provoca una crisis que, sin ayuda profesional, resulta difícil de estabilizar. “El caso de las mujeres es más complejo. Se camuflan con mucha facilidad. […] En cualquier caso es mejor que la persona tenga su diagnóstico. Se puede pensar: ¿para qué dar un diagnóstico tan tarde? Pero eso le permite a la persona entenderse a sí misma, es una herramienta de autoconocimiento”, comenta Suárez.
Los estereotipos juegan también un papel importante en la incapacidad de percibir los signos de autismo en mujeres. “Cuando nosotros como sociedad no tenemos claro lo que sí es y no es autismo, la detección de los criterios de sospecha va a ser errada e inadecuada”, dice Suárez. El rol que tienen los referentes populares, generalmente masculinos y caricaturizados, resulta vital en el marco de la identificación de las señales de alarma de mujeres en el ambiente doméstico. “A mí nunca se me pasó siquiera por la cabeza considerar la posibilidad. En mujeres de verdad es otro universo. Yo no me parezco ni un poquito a Sheldon Cooper”, dice Andrea entre risas.
Los procesos terapéuticos son fundamentales a la hora de garantizar el acopio social de las personas con autismo. El acceso a estos permite que, poco a poco, adquieran habilidades que les permitan tener un mayor índice de éxito estudiantil y laboral. Este no es un hecho menor si se tiene en cuenta que solo el 38% de las personas con TEA termina sus estudios de educación superior y que su exclusión en el mercado laboral ha hecho que, en Europa, entre un 76% y un 90% de las personas autistas sean desempleadas. En Colombia no hay cifras sobre el desempleo y deserción estudiantil de la comunidad autista, el país se encuentra atrasado en materia de inclusión laboral para las personas con discapacidad.
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El proceso de adquisición de habilidades socioemocionales es largo y requiere de apoyo profesional para las personas con TEA. “Las dificultades de interacción social que tiene la persona en la vida adulta, que no se han trabajado, igual están allí. Están limitando su funcionamiento”, comenta Suárez. La terapia busca promover el aprendizaje y la práctica de las competencias para lograr una adaptación social exitosa, al igual que brindar herramientas prácticas de interacción y de autoconocimiento.
A las seis de la tarde Andrea enciende su televisor y reproduce How I Met Your Mother, su serie favorita. Ha repetido todos los capítulos al menos tres veces en la vida. Esta vez la mira con un propósito distinto. Se sienta con una libreta y un esfero en la mano y observa con atención. Retrocede y adelanta cada capítulo, hace pausas largas y hace anotaciones.
–Mis principales retos son conmigo misma, aprender y mejorar habilidades que tengo, pero es muy difícil a veces. Hay muchas cosas que la gente da por sentado, interactuar, sentarte en una mesa y mirar a otro a los ojos, pero para una persona con autismo es un periodo de aprendizaje. Todo ha sido un proceso de pedagogía, he tenido que sentarme a estudiar las expresiones faciales, los sentimientos y cómo reconocerlos. El mundo no está hecho para personas neurodivergentes, así que lo que nos toca a nosotros es acoplarnos. Es buena excusa para repetir la serie, ¿no?–, dice antes de soltar una carcajada. –Algo que me preguntaba yo es: ¿cuántas personas no tendrán tampoco idea de que son autistas? Me pone triste pensar eso siempre porque yo, por primera vez, me siento parte de algo.
*El nombre de esta fuente fue modificado para proteger su identidad.
** Esta historia fue producida durante el curso Crónicas y Reportajes de la Opción en Periodismo del Centro de Estudios en Periodismo, Ceper, de la Universidad de los Andes.