Para nadie es un misterio la inconformidad y el desdén de algunos cuando piensan en los conciertos de rock gratuitos que se realizan en la capital del país. Hay quienes critican la forma de actuar, ser y vestir de sus asistentes y se lanzan a juzgar sin saber qué hay detrás del ruido, las “crestas”, los pantalones entubados o las “mechas largas”. Sin embargo, una vez que se empieza una vida en donde el plan con amigos consiste en una noche de música y la oportunidad de conocer la cara rockera de Bogotá, la vida nunca vuelve a ser la misma.
Asistir a un concierto de rock en Bogotá es una experiencia tan completa para quien la vive que resulta supremamente difícil de olvidar, mucho más cuando se es joven y dentro de uno permanecen latentes las ganas y la curiosidad por experimentar nuevas cosas. En este tipo de escenarios convergen personas de todos los estratos socioeconómicos, así como sus formas de pensar, vivir y sentir la música. De esta manera, los conciertos de rock se enriquecen y dejan al descubierto su verdadera naturaleza, una muy diferente a la que concibe el grueso de la población y que va más allá de la mera acción de escuchar música y saltar durante un rato.
Sábado, 4:00 p.m.
Es día de concierto en el Parque Simón Bolívar de Bogotá, la entrada es libre y la música está a cargo de dos grandes del rock en Colombia: la banda paisa Tres de Corazón y la agrupación capitalina Doctor Krapula. El cielo está despejado, probablemente no lloverá así que junto con un grupo de amigos, todos con la ropa más sencilla y con apenas un celular y los documentos de identidad en nuestro poder, tomamos una buseta en la avenida 68 y nos dirigimos expectantes al parque. Al llegar, la primera impresión inevitablemente nos llena de inquietud. El lugar está lleno de punkeros y skinhead (grupos que en el imaginario popular tienen la fama de ser violentos y revoltosos), y verlos reunidos en un solo lugar es algo que no se ve todos los días. No obstante, armados de valor, hacemos la fila, pasamos por dos anillos de seguridad montados por la policía y finalmente ingresamos a la plaza de eventos del parque.
Normalmente, en conciertos de gran envergadura, como Rock Al Parque, la asistencia oscila entre ochenta y cien mil personas, pero en conciertos pequeños como el de ese día la asistencia puede variar entre los dos mil y diez mil jóvenes. Esto es un alivio para los que no soportan las montoneras de gente. Sin embargo, no es lo que nosotros vinimos a buscar. Estamos en el gallinero, como se conoce a las localidades distintas a VIP en los conciertos, por una razón clara: el pogo, un baile violento en donde la consigna es lanzar puños y patadas al aire sin importar el destino, pero sin la intención concreta de agredir a otro. Así pues, teniendo en cuenta que los casos de personas que han resultado seriamente lesionadas en un pogo son muy pocos y con sólo un incidente famoso en el país (el de Jeisson Gómez, un joven que quedó en estado de coma tras recibir un golpe en la cabeza durante el festival de Rock Al Parque en el año 2007), esperamos atentos el momento en el que se abra un círculo entre la multitud y en su interior empiece el fogueo de adrenalina que venimos a buscar.
Mientras el público espera a que las bandas salgan al ascenario, aparece una de las protagonistas de estos eventos: la droga. Donde se mire hay alguien consumiendo algún tipo de alucinógeno. El olor a marihuana a bazuco es innegable. Dentro del público no es extraño ver jíbaros vendiendo marihuana como dulces y cocaína como chicles.
Sábado, 7 p.m.
Los artistas salen a escena y la música empieza a sonar. Son ritmos rápidos y fuertes que empiezan a calentar el ambiente. De un momento a otro el tan esperado círculo se forma entre la multitud. Uno a uno, punkeros, skinheads, jóvenes grandes y pequeños, van ingresando al pogo mientras yo me decido a entrar. Cierro mis puños, alzo los brazos, agacho la cabeza y me meto sin vacilar. Allí permanezco lanzando golpes al aire y recibiendo una decena de puños en todo el cuerpo. Un “calvo”, más alto y fuerte que yo, cae al piso y sin pensarlo lo ayudo a levantarse. Me agradece y me agarra por atrás, como si me quisiera dar un abrazo, yo lo agarro por la espalda y juntos empezamos a lanzar puños como si fuéramos un solo individuo, pasados unos cuantos segundos la canción termina, y el pogo se detiene. Me reúno con el grupo y los dolores empiezan a aparecer de improviso en la espalda, las piernas, los brazos, la mandíbula y los labios. Algunos sangran, pero no importa, a nadie le importa, porque por encima de todo el pogo da la oportunidad a quien por voluntad propia ingresa a él, de descargar una cantidad asombrosa de energía y de adrenalina sin meterse en problemas con nadie.
Tener el chance de vivir la experiencia única de un concierto de rock gratuito, al mejor estilo de Bogotá, le permite a cualquier curioso conocer otra cara de su ciudad y de los jóvenes que en ella habitan, le permite aprender a golpear y a ser golpeado (por si algún día le toca, dirían algunos); en ellos se ve lo mejor y lo peor de la gente, se vive al máximo, se respeta la diferencia, se escucha música, se conoce la droga, se goza, se conoce al pueblo y se convive con todo tipo de personas y todo tipo de formas de vestir, de vivir y de pensar. He ahí la auténtica cara rockera de la ciudad de Bogotá.
*Esta nota se produjo en la clase Relatos de nación de la Opción en periodismo del CEPER.