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Tres bombardeos

Coronillo, Ye, A y Euclides sobrevivieron sus combates, a las ráfagas y a las bombas. Sobrevivieron a la guerra y, en medio del proceso de paz, recuerdan las historias que no quieren repetir.

por

Camilo Alzate

@camilagroso


11.07.2017

Fotografías: Víctor Galeano

La Esmeralda

A las dos de la mañana Euclides quedó ciego con el rayo potente que puso todo blanco alrededor. Luego le faltaría la respiración como si estuviera ahogado en lo hondo de un charco resplandeciente. Luego correría. Luego sabría que uno de los seis cadáveres era el de Jacobo Arango, comandante del frente quinto de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, su comandante. Luego pensaría que nunca iba a encontrar palabras para describir aquel brillo, aquel humo, el ardor que le incendiaba los pulmones con el aire cortado. Luego vería a sus compañeros escapando cada cual como mejor podía, entre esos que consiguió botarse con una guerrillera al río Esmeralda. El campamento se levantaba al borde de la corriente pues enero es época de sequía en el Nudo del Paramillo, una zona montañosa que divide los departamentos de Antioquia y Córdoba. Euclides echó por otra parte, A y la muchacha cruzaron nadando al lado contrario del río sin problemas, pero cuando alcanzaron la orilla él se dio cuenta que no podría caminar. Era la madrugada del 31 de enero de 2013.

­–Vámonos antes de que lleguen los soldados –le dijo ella.

–Siga usted sola, yo no soy capaz –respondió A y se recostó contra un árbol. No lograba mover el cuerpo, parecía inválido. Una esquirla de la bomba le había herido la cadera y ya no aguantaba el dolor. Otra esquirla le había traspasado por completo la palma de la mano izquierda: podía ver a través del agujero la luz de la luna, o incluso derramar agua que entraba por un lado y escurría por el otro. En la orilla opuesta las tropas ya habían descendido de los helicópteros, ahora peinaban cada palmo del terreno recogiendo cadáveres y armas. Encontraron seis fusiles, un rifle Barret de alta precisión y doce cambuches. A pensó que estaría perdido si los soldados llegasen a cruzar el río. Pero no cruzaron, sólo buscaban los equipos de intendencia y las computadoras.

Foto: Victor Galeano

Tres días con sus noches permaneció A inválido y paralizado entre la selva del Resguardo Kakaradó, sobre las estribaciones del Nudo del Paramillo. Al cuarto día la mano despedía una putrefacción de mortecina y estaba llena de gusanos. Arrastrándose fue como consiguió A volver a la orilla del río Esmeralda. Lo primero que vio fue a unos indígenas katíos que bajaban en panga, una lancha de la región. Los llamó. Dijeron que el comandante Manteco andaba aguas arriba con otro grupo.

–¿Lo llevamos?

–Bueno.

Allá sus compañeros lo estabilizaron y le limpiaron el agujero. A pudo volver a caminar normalmente y la herida fue cerrando poco a poco, pero dejándole la mano tiesa, con los dedos siempre rígidos y estirados como las garras de alguna lagartija, o como un chamizo seco y arrugado. Seis meses después, cuando pudo salir del monte a practicarse un tratamiento en Medellín, le dijeron que no había nada que intentar. Tantos años en la guerra y nunca, pero nunca, le había tocado nada así. Para venir a quedar jodido al final, piensa hoy, pues por esos días arrancaba el proceso de paz.

Foto: Victor Galeano
En menos de cinco minutos tenía cerca de cien hombres rodeándola por todos los flancos

La Armenia

Desde los trece años Ye andaba con las FARC. Ingresó a la guerrilla por Santa Lucía, una pequeña aldea encaramada a las montañas de Ituango, en Antioquia. Ye es rubia y es fuerte y es demasiado bella. Demasiado. Con diez años en el monte Ye era una guerrillera de sobrada experiencia. ¡Claro que sabía manipular bien un fusil! Cargaba remesa y marchaba como cualquier hombre, remolcaba insumos hasta el campamento, también manejaba los códigos del radioteléfono si era necesario establecer comunicación con otros frentes guerrilleros. Sin embargo, peleas fuertes, lo que se dice fuertes, Ye sólo había participado en tres, todas por los lados de Ituango y Peque. ¡Claro que se tiroteaban a cada rato con el ejército! Pero eso de ver morir compañeros, de correr y dejar todo botado, eso sólo le había tocado en tres oportunidades.

El 14 de junio de 2014, a las once de la mañana, Ye se plantó al pie del fogón porque cumplía turno de ranchera, es decir, de cocinera. El campamento se levantaba cerca a un paraje de la cordillera occidental conocido como La Armenia. Los muchachos cogieron camino rumbo a un caserío próximo, salían a ver el partido debut de la selección de fútbol en el mundial de Brasil. Grecia enfrentaba a Colombia y en pocos minutos el cuerpo completo de Teófilo Gutiérrez chocaría contra todas las costillas del defensa Konstantinos Manolas, en el centro de un estadio de Belo Horizonte que hervía de fanáticos.

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Ye encendió una radio para oír música y no escuchó los gritos de sus compañeros cuando la llamaban desde el camino. Querían avisarle que dos exploradoras, varios aviones Kfir y un enjambre de helicópteros sobrevolaban el campamento al instante de soltar las primeras bombas. Los muchachos se fugaron por una cañada y cuando Ye se dio cuenta de lo que sucedía, era porque había comenzado el desembarco de tropas desde los helicópteros. En menos de cinco minutos tenía cerca de cien hombres rodeándola por todos los flancos, mientras Pablo Armero le estaba metiendo el primer gol al arquero griego Orestis Karnezis.

Ye agarró lo que pudo antes de tirarse al único sitio donde había escapatoria: un potrero descubierto sin ningún árbol. Se lanzó a toda carrera mientras a sus espaldas sonaban las ráfagas de fusil y los gritos de los soldados:

–No corra, comevaca, entréguese. ¿No está cansada de comer vaca en el monte? Entréguese.

Puede ser que los soldados no le dispararan al cuerpo porque esperaban que se entregara, pero también puede ser que hayan tirado a matar y ninguno acertara, Ye nunca lo supo. Corrió diez minutos por el potrero hasta que alcanzó un bosque. Esos diez minutos le parecieron horas, sentía el cansancio de haber trotado un día entero. Con el enredo de los matorrales rasgó en hilachas el pantalón y David Ospina puñeteó fuera del arco un cañonazo que el griego Kone le había lanzado un segundo antes.

Foto: Victor Galeano

Ye caminó persiguiendo un filo de la montaña mientras Teófilo Gutiérrez marcaba el segundo gol, tras un cobro de tiro de esquina. Media hora más tarde, cuando Ye andaba lejos del campamento, James Rodríguez ajustaba de zurda la anotación que entregó la victoria tres por cero a la selección de Colombia. Esa noche en las principales ciudades del país hubo celebraciones que dejaron 3.000 riñas, 9 muertos y 15 heridos. Ye amaneció sola en un monte. Y así estuvo por tres días, hasta que encontró unos compañeros llorando, decían que en el bombardeo habían matado a los comandantes. Ella había conseguido establecer comunicación por radioteléfono con otros jefes del Bloque Noroccidental. Fue ella quien informó al resto de la guerrilla de la muerte de Román Ruíz, comandante del frente 18 de las FARC, por cuya cabeza el ejército ofrecía 1.250 millones de pesos. Esa información se publicó en los periódicos y noticieros del país luego que los militares interceptaran las comunicaciones de los insurgentes y difundieran la noticia en un boletín de prensa.

Pero Román no estaba muerto: había escapado del cerco en el mismo momento que los muchachos salían a ver el partido de futbol. Román anduvo todavía un año más por la montaña hasta que otra bomba de mil libras arrojada por la Fuerza Aérea lo mató de verdad sobre el cañón del Rio Sucio, al norte del Chocó, el 25 de mayo de 2015. La guerrilla consideró aquel ataque un acto traicionero, pues en el marco del proceso de paz el Presidente Juan Manuel Santos había dado la orden de suspender los bombardeos dos meses antes. Román fue el último comandante guerrillero caído antes que se pactara la tregua bilateral entre el gobierno colombiano y las FARC.

Foto: Victor Galeano

Coronillo

El muchacho no debía superar los 21 años y hacía rato cacharreaba con un teléfono móvil. El viejo, en cambio, pasó de largo por los 40 y estaba sirviendo tintos en la recepción del campamento, donde atendían a los periodistas. Yo los escuchaba sin mirarlos.

–Se acabó el desorden con los radios– dijo el muchacho.

–Se acabó– respondió el viejo.

Foto: Victor Galeano

El muchacho contaba que en su escuadra hubo uno apodado Coronillo. Odiaba ese sobrenombre, lo odiaba tanto que nadie podía mentarlo en su presencia o se formaba una pelea. Pero cuando empezaba el combate sus compañeros armaban el desorden por los radioteléfonos: “¡Coronillo! ¡Meta el culo! ¿O es que tiene miedo?”. El otro rabiaba, replicaba cualquier grosería y continuaba disparando. “Coronillo, suba mijo, suba y apóyenos. ¿Tiene miedo? ¡Meta el culo, Coronillo!”. Mucho desorden de las unidades, mucha recocha por el radioteléfono.

Una vez, recordaba el muchacho, entre Chocó y Urabá les metieron al Batallón Nutibara en una operación de cerco por la zona donde ellos se movían. Esos sí eran tipos bravos, cuando llegaban era porque tocaba pelear, nada de repliegues ni de tiritos de lejos. Tocaba darse candela con ellos. Eran implacables y ninguno quemaba balas por quemar, cuando los Nutibara disparaban lo hacían sobre blancos precisos.

Estuvieron varios días hostigándose y persiguiéndose en la selva hasta que detectaron una unidad de los Nutibara con pocos efectivos que acampaba cerca, entonces les montaron emboscada: el señuelo eran una pareja de milicianos que comenzaron a hacerles tiros por la tarde. Los hombres del Nutibara vieron que sólo dos los atacaban y salieron detrás a cazarlos. Los milicianos tiroteaban un rato, se internaban un poquito más en el monte y esperaban que los soldados fueran a copar sus posiciones, tiroteaban dos o tres veces más, se replegaban y así iban introduciendo la unidad completa del Batallón Nutibara a la encerrona. Cuando llegaron al punto ciego los soldados comprendieron que los disparos ya no venían de adelante sino que había guerrilleros bloqueando la retirada con ametralladoras. Ahí comenzó el fuego de verdad, porque con ellos tocaba darse duro, no es que fueran a salir corriendo. Y alguien dijo por el radio: “Coronillo, apóyenos hijueputa, meta el culo…”.

Foto: Victor Galeano

Los soldados quedaron acorralados. La última opción que tenían era entrar a un caserío y entraron. “Vamos a sacarlos”, dijeron los muchachos. El plomo astillaba la madera de las paredes. Los guerrilleros penetraron hasta las primeras casas, sin embargo, un francotirador les impedía salvar un flanco. El finado Trujillito intentó ir por él pero apenas se asomó un tiro le hirió el pecho. No obstante, Trujillito no murió ahí. “Está bien ubicado” pensaron los guerrilleros. Después se metió otro que recibió un balazo en la pierna y comenzó a devolverse. Después otro más, luego otro y otro. El francotirador neutralizó a cada uno con un solo tiro.

–¿Y todos los cinco finados ya? –Preguntó el viejo.

–Todos. Es que estaba bien posicionado el hijueputa, de frente a nosotros.

Trujillito, herido como había quedado, se quitó la gorra y la engarzó a una rama dejándola ver encima. Una bala rompió la gorra justo por la mitad. Ahí fue cuando comprendieron que sólo podrían sacar al francotirador con bombas. Lanzaron cinco granadas de mortero que le explotaron encima reventando terrones y tablas, mientras las ametralladoras cubrían el ingreso de los demás.

–La guerra no es buena pa’ nadie –dijo el muchacho.

El otro había terminado de servir los tintos para unos periodistas de la Revista Semana que estaban por ahí. Yo hacía como que andaba pendiente de cualquier otra cosa.

–Ese desorden con los radios ya no lo volvemos a ver –continuó–. O quién sabe.

–Quién sabe –respondió el viejo.

Foto: Victor Galeano

 

* Camilo Alzate, 1987. Nacido en Pereira, una ciudad donde las únicas letras valiosas son las letras de cambio. Caminante. Ha publicado crónicas y artículos en Fronterad, Universo Centro, Altair Magazine, Literariedad y otros medios.

Victor Galeano, 1988, es fotógrafo freelance nacido en Antioquía y radicado en Pereira. Su trabajo ha sido reconocido en premios como Fotofrance 2009, Fotourbe documental 2011,  XI Festival internacional de Cine de los Pueblos Indígenas y el Premio Gabriel García Márquez de Periodismo 2016, al que estuvo nominado.

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Camilo Alzate

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