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Tensiones en el Carnaval de Barranquilla: de racismo, reinas y apropiaciones

Más de un siglo después de que iniciara esta fiesta, patrimonio inmaterial de la humanidad, salen a relucir tensiones entre la tradición y la novedad. ¿Está cambiando la manera en que los barranquilleros entienden su Carnaval?

por

Andrea Jiménez Jiménez


09.02.2024

Todas las fotos por Charlie Cordero.

Por allá se ve venir, a lo lejos, una marejada roja. Seis danzantes en fondo, un infinito. Banderas que ondean, mujeres que levitan, hombres agitando sombreros a la brisa de febrero. Así se ve la cumbia cuando la baila La Gigantona, sobre el asfalto soporífero de la Vía 40, la avenida que acoge los desfiles más grandes del Carnaval de Barranquilla, la principal ciudad del Caribe colombiano, que duerme con el río Magdalena sobre el costado. 

Mientras los danzantes exponen su baile, su técnica –nada fácil– para mover sus caderas –ellas– y doblar las rodillas –ellos–, miles de celulares los graban desde los palcos, esas gradas dispuestas sobre cinco kilómetros de carretera para que el público pueda apreciar eso que hace del Carnaval la mayor de las manifestaciones del patrimonio cultural inmaterial de Colombia.  

Pero así no ha sido siempre. Y qué bien que no lo haya sido. 

Mientras que la coronación de Carlos III, monarca de Reino Unido, en pleno siglo XXI, sigue estando llena de detalles antiquísimos –la manta de armiño, la corona de San Eduardo– y de ceremonias inalteradas; el Carnaval de Barranquilla, también con siglos de tradición, es un ritual en movimiento, que se ha adaptado a las dinámicas y necesidades de cada generación, de cada tiempo: se mueve al ritmo que le toquen.

Sinuoso Carnaval

No hay registro exacto del primer Carnaval de Barranquilla, que se pierde en la historia hace más de un siglo, cuando la ciudad era entonces una pequeña población. En ese sitio de libres, al que no alcanzó el yugo español, que fue poblado y no fundado, se fue gestando un festejo hermanado con la tradición de Cartagena de Indias, que celebraba su fiesta de esclavos durante la Colonia, de acuerdo a la síntesis histórica que condensa en su web Carnaval de Barranquilla S.A.S., el principal operador de las carnestolendas que hoy conocemos. 

“Es casi imposible constatar el origen del carnaval. La dificultad de identificar su evolución reside en que este no recorrió diez mil años de historia en línea recta. Siempre sinuoso, se desvió de las tensiones, dialogó con la diferencia y sobrevivió al tiempo, regresando año tras año”. Este zigzag, que se explica en uno de los textos del Museo del Carnaval de Barranquilla, ha dotado a las fiestas del mundo de un espíritu vivo y cambiante. Ese espíritu se ha adaptado desde las Bacanales y Saturnales –rituales romanos en los que rendían cultos a sus dioses– hasta el carnaval precuaresmal que hoy conocemos, luego de que, en el año 604, el papa Gregorio I declarara un tiempo similar a los 40 días de ayuno que hizo Jesús en el desierto. 

Tal sacrificio debía, entonces, poder equiparar los días de moderación con su antípoda, el exceso: “Durante la Cuaresma debería reinar el control y la mesura, la castidad y la austeridad. Con el pasar del tiempo, la naturaleza humana concluyó que lo mejor sería perder el control lo máximo posible para poder, después, aguantar la privación. Aquellos días, en los que el mundo no parecía ser más el mismo, fueron conocidos como los días de adiós a la carne, en italiano carne vale”. Así recrea el texto del Museo del Carnaval de Barranquilla los inicios de las carnestolendas del planeta.

El de Barranquilla, cuyo primer registro data del siglo XIX, ha transitado caminos igual de ondulantes hasta desembocar en la marejada incontenible que disfrutan cada año casi tres millones de personas, entre propios y visitantes. “De una sociedad pequeña y provinciana, caracterizada por la proximidad de la vida de familia y de barrio, con un ritmo apacible, que permitía encuentros festivos informales y cara a cara, asistimos a una sociedad actual más compleja y urbanizada”, señala el Plan Especial de Salvaguarda –PES–, la hoja de ruta del Carnaval, cuya elaboración lideró la Secretaría de Cultura y Patrimonio de la Alcaldía de Barranquilla, y que apoyó el Ministerio de Cultura.

La inevitable transformación del Carnaval de Barranquilla pone de manifiesto una tensión (o varias): por un lado, la tendencia que camina con la globalización y las dinámicas de las nuevas generaciones, que desean verla proyectada al mundo como un evento de talla internacional y por el otro, una tendencia que prefiere al Carnaval como fiesta participativa, descentralizada y gratuita.

“Todo lo cultural cambia. No podemos pretender que algo se conserve tal cual en el tiempo, y el Carnaval en sí mismo ha sido una constante serie de cambios que han llevado a lo que hoy se ve, incluida la comercialización. Es inevitable”, dice Luis Fernando Arenas, arquitecto y magíster en Antropología, experto y docente de apropiación del patrimonio cultural.

No se equivoca. Sin las transformaciones propias de cada época, de cada generación, del crecimiento ineludible de la ciudad, hoy la Batalla de Flores, el principal desfile de la festividad, no contaría con carrozas gigantescas de ocho metros de altura, hechas a base de la técnica pastusa del Carnaval de Negros y Blancos, en uno de los intercambios más ricos que ha se han dado entre dos manifestaciones culturales tan arraigadas e identitarias. Sin estos vaivenes que escapan a lo estático, el de Barranquilla no sería el parteaguas en la historia de los patrimonios colombianos. “El distrito [de Barranquilla] incluyó en su Lista Representativa de Patrimonio Cultural el Carnaval Gay. Es la primera manifestación de diversidad sexual reconocida oficialmente por una institución del Estado, no hay otra en Colombia”, subraya Arenas. 

Y sin ese reconocimiento a la diversidad y la celebración del ser como epítome de libertad tampoco habrían podido nacer y mantenerse performances colectivos como La puntica no ma’ y Disfrázate como quieras, cuyos nombres revelan lo genuino de sus mandamientos: el goce de ser quien se sueña.

¿Danzas puras? ¿o una élite que se disfraza?

En el 2018 la entonces reina del Carnaval se vistió con el atuendo tradicional de la palenquera, con un disfraz llamado ‘Palenqueya’, que reinterpretaba el popular atuendo de las palenqueras, con vestido largo y palangana de dulces sobre la cabeza. Durante cuatro años Valeria Abuchaibe, soberana de la fiesta, siguió vistiéndose de palenquera y en 2023 compartió un post que decía: “por cuarto año consecutivo, nos veremos en la noche de Guacherna haciéndole un homenaje a la mujer palenquera, una mujer Caribe, líder y que lleva en alto la alegría que nos caracteriza”. 

La publicación de esta imagen en redes sociales dejó comentarios que decían: “La élite ‘disfrazándose’ de pueblo no es nada gracioso, se pueden visibilizar causas sin apropiarse de ellas”. O “Además de hacer blackface, ¿qué has hecho tú para rendir homenaje en realidad a la mujer palenquera? Absolutamente nada porque vives en tu burbuja de niña rica y privilegiada”. Lo que suscitó un debate sobre la pertinencia del disfraz y la apropiación cultural en el Carnaval de Barranquilla. Pero, ¿quién dijo que la apropiación cultural era necesariamente nociva en una fiesta como esta?

“La llamada apropiación cultural no puede considerarse como un hecho negativo. Nada de lo que viene de afuera es de Carnaval, sino que responde a otros espacios antropológicos. Solo se convierten en Carnaval cuando ellos entran en el espacio antropológico. Esto se conoce como subsumisión. ¿Qué quiere decir eso? Que el Carnaval, con su fuerza, los atrapa y los resignifica”, explica Harold Ballesteros, periodista, docente e investigador, y uno de los autores del dossier de la Unesco con el que la fiesta barranquillera alcanzó la declaratoria universal. 

Ballesteros asegura que si este disfraz aparece “para reconocer la importancia de la mujer palenquera en el espacio cotidiano de Barranquilla y del Caribe colombiano, entonces ahí yo no estaría para nada en contra de eso. Están cogiendo el toro por donde no deben cogerlo porque justamente desconocen el problema antropológico”. Un desenfoque que, como sostiene Arenas, se debe a estos tiempos de hipercorrección. 

El Plan Especial de Salvaguarda lo expone de esta forma: “Las danzas del Carnaval de Barranquilla no pueden catalogarse como puras, ya que ninguna de ellas se corresponde con el ritual mágico-religioso propio de las danzas típicas de las culturas indígenas o africanas”. Son una evocación. En un Carnaval que ha bebido de las faenas de caza y oficios que nacieron en la ribera del río Magdalena, de la resistencia negra durante la Colonia y del legado español, aseverar que algo es apropiación cultural en el sentido del robo o el usufructo resulta rebuscado, por no hablar de desconocimiento de lo propio. 

Quizás los comentarios al vestuario de la reina critican más bien un supuesto clasismo. Pero sería erróneo verlo de esa manera. Porque ¿acaso no caben todos en un Carnaval? 

El mismo origen de los carnavales –ese origen sinuoso que se remonta a la antigua Roma cerca del año 497 d.C.– puede ofrecernos una respuesta. “Las Saturnales fueron las primeras festividades de la historia en las que hubo inversión de papeles: los señores nobles y los esclavos intercambiaban roles, los hombres se vestían de mujeres y las mujeres de hombres, los pobres de ricos y viceversa. Se elegía a un supuesto rey y sus órdenes arbitrarias les recordaban a los ciudadanos los peligros del caos social”, dice la reseña histórica en las paredes del Museo del Carnaval. Y en la actualidad, esta situación no dista mucho, no solo por el rey (reina) que ordena, manda y dispone, sino por esa inversión de roles que levanta ampolla en algunos, pero que es válida y necesaria.

Al final, la sociedad es la que decide cómo se incorporan esas nuevas prácticas, esos nuevos gestos. “Si esta reina logra ser aceptada, habrá otros personajes u otras reinas que van a incorporar la práctica y se va a volver algo común y corriente en el Carnaval dentro de 20 años. O puede que la crítica social sea tan fuerte que puede que a ella simplemente le toque quedarse de manos cruzadas y no fue más”, dice Arenas. Y puede que tenga razón: por primera vez, desde 2018, Valeria Abuchaibe no desfiló en la Guacherna, el gran desfile nocturno de la fiesta barranquillera, con su ‘Palenqueya’.

De racismos, reinas y razones

Pero las críticas no han llegado únicamente a exreinas y a la élite, sino a manifestaciones populares, como el ‘son de negro’, unas de las trece danzas patrimoniales por las que el Carnaval de Barranquilla obtuvo el reconocimiento de la Unesco. Se trata de una danza propia de la zona del Canal del Dique, en la que los hombres, ataviados con bermudas y sombreros para cubrirse del sol, como cualquier campesino que trabaja a las orillas del río, se pintan la cara y el cuerpo de negro, la boca rojísima, y repitan morisquetas una y otra vez, para emular las burlas a los españoles que los esclavizaron. 

Otro de los comentarios que rondó en redes sociales el año pasado, con más de 10 mil visualizaciones, decía: “Y cuando hacen blackface con la danza del son de negro”. La crítica hablaba de una caricaturización de las personas negras, pero ¿existía tal caricaturización? “Hay aspectos que vulneran identidades, vulneran formas de ser, pero habría que preguntarse si realmente el Carnaval está haciendo eso. ¿Pintarse la cara de negro está haciendo una alegoría no debida de la población afro, que fue discriminada y esclavizada? Pero, ¡ojo! porque el Carnaval es precisamente una burla y lo que hace es subvertir el orden de todo”, subraya Arenas. El son de negro es una danza que, lejos de representar el racismo, surgió como resistencia. 

¿Qué se le está olvidando al público carnavalero? ¿Qué se le pasa por alto? 

Pareciera que hay que recordar, una y otra vez, el sentido más profundo y universal de su máxima fiesta, como vuelve a anunciar el texto introductorio del museo que se dedica a mostrarlo: “El carnaval es descontrol y resistencia. Es la base lúdica de la sátira social. Es el rechazo a los tabúes, el desafío a lo prohibido, la posibilidad de liberación de los deseos. (…) Nuestra válvula de descompresión, un verdadero pilar para la supervivencia de la vida en sociedad. El momento en que podemos sacar nuestro disfraz y darle vida a todos aquellos que habitan en nosotros”.

Del Carnaval podrían decirse muchas otras cosas, por ejemplo: que su figura central y monárquica, la reina, debería repensarse. Porque el discurso central de la fiesta recae sobre una joven que, cada año, demuestra sus dotes de baile y vestuarios sensacionales, pero que termina absorbiendo un protagonismo que tendría que distribuirse por igual en los hacedores de la fiesta. Ballesteros, crítico de esta figura, señala que “en los últimos tiempos las reinas se han querido convertir en el centro del Carnaval, y entonces a la gente le han vendido eso de que es la que mejor baila, la que mejor canta, etcétera. Pero sucede que el Carnaval no es eso. El Carnaval no son las reinas. La reina es simplemente una figura decorativa”. 

Arenas suscribe esta idea e invita a pensar –porque sigue haciendo falta hacerlo– en la magnitud de todo lo que rodea a este personaje. “El Carnaval ciertamente no es solo la reina; es un complejo sociocultural mucho más grande, el complejo antropológico del Carnaval de Barranquilla”.

La reina, tan querida por muchos, tan aclamada y esperada, no tendría que desaparecer, porque indiscutiblemente su presencia amplía el espectro local de la fiesta para darle paso a eventos de talla internacional como la lectura del Bando, o su coronación, en la que también brillan grupos folclóricos que la acompañan. Sería complejo siquiera intentarlo en una ciudad donde esta figura está tan intrínsecamente relacionada con el poder local –“y el patrimonio también es político”, recuerda Arenas–. Pero valdría la pena repensar el discurso que la rodea y usarlo a favor de manifestaciones que, como el son de negro, terminan siendo tergiversadas por las nuevas generaciones, sobre todo. Es decir, repensar la preponderancia de la figura de la reina. 

El Museo del Carnaval puede ser un buen lugar para hacerlo. En este momento, dos de sus tres pisos exhiben objetos de las reinas: una sala permanente, con sus vestidos de coronación, y una sala de exhibiciones temporales, con las coronas. “Ahí estamos ante lo que Pierre Bourdieu llamaría distinción: cómo precisamente una clase social se entroniza, pero además se valida ella misma a través de esos elementos”, dice Arenas. Si este énfasis que tiene hoy la figura de la reina se pusiera también en otros aspectos de la fiesta –el espíritu de los grupos folclóricos, por ejemplo– el Carnaval se vería enriquecido en su sentido patrimonial. Recordemos que la UNESCO reconoció trece danzas únicas que hacen parte de la festividad, ¿por qué no darle la misma relevancia a estas expresiones culturales como se hace con la figura de la reina?

Encontrar el equilibrio entre la comercialización y la tradición es de por sí una tarea casi inabarcable. Luis Fernando Arenas recuerda que “el patrimonio está asociado con cualquier forma de transacción económica, bien sea por turismo, por la comercialización misma”. Esa invitación también incluye el pensar mejor la fiesta, el hacer las preguntas pertinentes.

En el Carnaval no hay nada escrito, de la misma forma en que carecemos de registros exactos para marcar su génesis. No hay fórmulas establecidas, y seguramente por eso no se desgasta. Lejos de los rituales monárquicos, eclesiásticos, ortodoxos, que deslucen anacrónicos en tiempos de Inteligencia Artificial y algoritmos de TikTok, el Carnaval es una fiesta viva, cambiante, orgánica, candente. Aquí todo es de todos: del cachaco que intenta brincar como marimonda, del pobre disfrazado de rey, y de la reina que se cuelga de un árbol ataviada como un mico. Cada quien toma lo que quiere –lo que puede– y lo reinterpreta a su antojo. Lo hace suyo y lo demuestra, y eso, lejos de ser un delito, es la materialización más clara de la fiesta. Ser un carnavalero con todas sus letras. 

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