Sucedió en su semana 31 de embarazo. Hasta ese momento María Fernanda Cardona había recibido chequeos de control con el médico general asignado por la EPS y también con su ginecóloga particular. Su médico era un hombre mayor, de quizás 55 o 60 años. La cita no duró más de 20 minutos, como es usual en las entidades públicas. Al terminar se levantó, pausó en la puerta y le preguntó al doctor los pormenores para que su novio la acompañara. Él le dijo que ya no atendía partos, pero si quería un consejo sincero le recomendaba que no dejara entrar al papá. Los hombres no están hechos para eso, le dijo. “Después de ver eso, él ya no va a querer hacer el amor contigo”, agregó.
“El embarazo”, dijo Cardona al revivir la experiencia de su primer cita con el ginecoobstetra de su Entidad Prestadora de Salud (EPS), “no es solo mío”.
“Ya después hice todo el análisis de la situación. No seguí con obstetra de EPS”, cuenta María Fernanda, de 25 años, sobre su primer embarazo. Es periodista, estudiante y trabaja freelance. Detrás de sus gafas circulares se escapaban destellos de ansiedad. “Este es el caso de violencia obstétrica que yo siento que viví”, reflexiona.
Regaños, críticas, humillación, palabras de mal gusto. Decirle que deje de gritar. No decirle nada. Ignorarla. Inducir las contracciones por apuro o comodidad del médico. No dejarla caminar durante el trabajo de parto, amarrarla a la camilla. Rasurarla, hacer por rutina la episiotomía, un corte desde la vulva hacia el ano para agrandar el canal vaginal. Múltiples tactos por múltiples manos. Practicar cesárea cuando hay condiciones para parto natural. No ponerle el bebé en el pecho a la madre. No atenderla si no puede pagar. Prohibirle el acompañamiento de su pareja. No pedir su consentimiento para procedimientos. Todas estas acciones hablan de una misma cosa: falta de cuidado por la dignidad de la mujer durante el embarazo y parto.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) de Naciones Unidas da tres recomendaciones puntuales para una experiencia de parto positiva: una atención respetuosa, una comunicación efectiva y un acompañamiento durante el parto. Estas aplican para cualquier lugar del mundo, para cualquier persona que debe atender un nacimiento. La violencia obstétrica, también llamada VO, es la cara oculta de estas recomendaciones, una problemática relativamente invisible y para la que no hay estadísticas—la OMS indica que no hay fórmula aún para calificar estos tipos de maltrato.
Lo que sí hay son historias.
Lo que vivió María Fernanda durante su gestación la hizo tomar una decisión junto con su pareja: pagarle a una obstetra particular para que atendiera el nacimiento adentro de la institución de salud pública. Eso, ella admite, ayudó a garantizar que la atención fuera más personalizada. Igual hubo sobresaltos: su novio estuvo casi una noche entera en el hospital esperando escuchar noticia de ella y ella misma, luego de que la separaran de su bebé, no tuvo información de él. La doctora los ayudó en lo que pudo pero, aún así, el episodio acentuó su desconfianza en el sistema. Se dio cuenta que el acceso a una atención de calidad va de la mano con lo que se puede pagar, e incluso cuando se paga, no todo es perfecto.
En un momento el doctor se acercó a mí y me dijo: ‘Claro, pero ¿cuándo lo estaba haciendo sí no le dolió, verdad?’. Ahí se acabaron mis fuerzas.
El Grupo Médico por el Derecho a Decidir de Colombia define la VO como “la apropiación del cuerpo y procesos reproductivos de las mujeres por personal de salud, que se expresa en un trato deshumanizador, en un abuso de medicalización y patologización de los procesos naturales, trayendo consigo pérdida de autonomía y capacidad de decidir libremente sobre sus cuerpos y sexualidad, impactando negativamente en la calidad de vida de las mujeres”. Es decir, puede ser cualquier episodio de este tipo que ocurra durante el embarazo, el parto o el puerperio —el periodo de 40 días después del parto.
La violencia obstétrica no es un mal independiente. Le dan fuerza otras discriminaciones, de raza, etnia, género, edad, sexualidad o clase. Los imaginarios de la sociedad, la cultura y las percepciones de género tejen su parte en esta problemática de muchas aristas. A fin de cuentas, las agresiones no pueden ser pesadas como monedas.
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Las hijas de Sandra Bursztyn ya son madres. El testimonio que cuenta lo vivió hace casi 28 años. Su primer parto fue en Bogotá: hermoso, tranquilo y sin complicaciones. Fue su segundo parto, en San José de Costa Rica, el que la marcó.
El día de dar a luz se presentó a la clínica. La enfermera le hizo un par de tactos. Cuando llegó el médico le rompieron la fuente y le colocaron medicamento para estimular el parto. Ella había pagado para que un anestesiólogo estuviera presente.
“Durante mi trabajo de parto— que fue sumamente doloroso, imagino que por la inducción— pedí que me pusieran la anestesia. Tanto el doctor como el anestesiólogo estuvieron jugando un juego de ping pong conmigo, sin hacer nada. Yo estaba impotente en la camilla a punto de dar a luz. Mi marido no sabía qué hacer. En un momento el doctor se acercó a mí y me dijo: ‘Claro, pero ¿cuándo lo estaba haciendo sí no le dolió, verdad?’. Ahí se acabaron mis fuerzas. De todas maneras le exigí que me colocara la epidural. Al nacer mi hija, el médico dijo: ‘¡ay, otra niña!’ con un tono despectivo, casi como diciendo ‘¡qué pesar!’. Al terminar me quitaron a mi hija y se la llevaron toda la noche. A mí me dieron un calmante para que durmiera. A la semana siguiente fui al consultorio del doctor para que me diera de alta y le anuncié que no volvería a verlo”, cuenta Sandra por teléfono, quien todavía vive en Costa Rica y dirige su propia empresa. “Ese hombre arruinó lo que pudo haber sido uno de los días más lindos de mi vida. Nunca lo he olvidado”.
A Sandra sus amigas la criticaron, le dijeron que estaba siendo exagerada, pero para ella no hay duda de lo que experimentó. Es claro que estos episodios traumáticos se reviven en un instante, sin importar el paso de los años.
La VO contiene varios tipos de agresiones frecuentes: la violencia psico-social, comunicativa, física, simbólica e institucional. Estos conceptos fueron desarrollados en la tesis titulada “Me des-cuidaron el parto”: La violencia obstétrica y el cuidado recibido por el personal de la salud a mujeres durante su parto, realizada por los enfermeros Andrés Restrepo Sánchez, Daniela Rodríguez Martínez y Natalia Marcela Torres Castro de la Universidad Javeriana.
El comentario que el obstetra le hizo a Sandra, aquel de que “cuando lo estaba haciendo no le dolió”, es quizá una de las frases más comunes de la violencia psico-social, entendida como aquellos comentarios que se basan en perpetuar una vergüenza por el acto sexual que conlleva al embarazo. El segundo comentario del obstetra, esa condescendencia hacia el sexo de la bebé, es un ejemplo de violencia psico-social y comunicativa. La sutil diferencia es que la violencia psico-social alude a temas considerados vergonzosos o tabú en la sociedad, mientras que la comunicativa abarca el contenido y la forma en que se dan las conversaciones con los pacientes. La violencia psico-social reside en los imaginarios que representa y la comunicativa en cómo se expresan.
Sandra también vivió violencia física cuando le retrasaron la anestesia y al inicio de su parto, cuando fue inducido sin su consentimiento. En otros casos, la agresión física se ve en prácticas invasivas injustificadas como muchos tactos vaginales—más de un tacto por hora ya trae un riesgo de infección, además de que vulnera la intimidad de la paciente—, amarrar a la mujer a la camilla o rasurar sus genitales.
Y está la violencia institucional, aquella presente en las barreras que impiden o retardan el acceso a los servicios de salud y a una atención de calidad donde se trata a cada individuo con dignidad. En los casos de minorías se vuelve más evidente la falta de enfoque diferencial y de atención a los procesos psicológicos y emocionales de las personas.
Un caso representativo es el de un hombre trans que resultó embarazado tras una violación. “Fue bastante fuerte el trato que se le dio en términos de entender que era un hombre pero que estaba ‘equipado’ con un aparato reproductor femenino”, comenta Rosa Castillo, psicóloga y profesional del sistema de salud obligatorio en estratos bajos de Cali por más de 18 años. Él fue su paciente.
“El médico le llamaba por su nombre de mujer en la sala, le decía el nombre a todo pulmón. En una ocasión yo entré a su consultorio y le dije, ‘Te quiero pedir un favor muy especial, ¿qué posibilidad hay de que llames a esta persona por su nombre masculino?’ Y me dijo: ‘Yo no tengo nada que ver con eso. Yo aquí estoy para atender a la persona en su salud física y su cuerpo es femenino y punto’. La enfermera que lo atendía tampoco logró reconocer eso”, cuenta Rosa.
El episodio que vivió este hombre demuestra cómo varios tipos de violencia—en este caso psico-social, comunicativa e institucional—se pueden presentar en una misma instancia. A estas se le agrega la violencia simbólica, aquella que refleja el poder que ejerce un médico sobre el paciente. El sistema de salud hoy en día le atribuye a los especialistas “una soberanía especial por manejar el conocimiento ‘objetivo y exacto’ a nivel de la ciencia”, según la tesis de los enfermeros javerianos.
La jerarquía entre médico y paciente da lugar para que las acciones o comentarios violentos sean aceptados e incluso naturalizados. El hecho de que el médico “sabe más” implica que la paciente debe aceptar cualquier trato que le sea dado.
“Como médicos no queremos ejercerla. Es un efecto estructural dentro del sistema patriarcal de la medicina que nos enseñan, donde siempre hay una jerarquización”, explica Paola Mendez, médico familiar y partera de Cali dedicada a la humanización del parto.
Hasta cierto punto, los médicos trabajan con lo que tienen. Muchos centros de atención pública son espacios saturados, con personal y recursos escasos. Aunque se quiera brindar más alternativas para los nacimientos, no existe el espacio físico para acompañantes por ejemplo y mucho menos para que una mujer camine durante el trabajo de parto.
“Estos problemas se tratan con educación y sensibilización. En el caso del personal de salud hay que mejorar los estándares de atención en obstetricia, pero esos estándares implican tener infraestructura adecuada, tener equipos adecuados y tener personal capacitado y suficiente”, dice el médico Jimmy Castañeda, vocero de la Federación Colombiana de Obstetricia y Ginecología (FECOLSOG). “Esas decisiones de ‘no inversión’ porque la obstetricia no es productiva económicamente, hacen que el sistema y el personal de salud se expongan— y los pacientes también— a tener situaciones que se interpreten como de maltrato”.
En el imaginario donde la madre es fuerte, ‘parirás con dolor’ es la premisa que todo lo justifica, mientras lo romántico del amor maternal llega cuando ya el bebé dejó el hospital.
En Colombia el término ‘violencia obstétrica’ llegó a los tribunales y al debate público en el 2017, con la propuesta de Ley 147 impulsada por la senadora conservadora Nadia Blel Scaff que reconoce la VO como una “modalidad de violencia de género”. La penalización puede incluir la suspensión del ejercicio de medicina hasta por cinco años y multas a las instituciones de salud. El proyecto va para su segundo debate en el Congreso.
Si esto fuera puramente un problema estructural, quizás se podría solucionar con una ley. Venezuela fue el primer país en Latinoamérica en legislar y tipificar este tipo de violencia, en el 2007. A hoy, Panamá y cuatro estados de México tienen una ley similar a la venezolana. En Argentina, Brasil, Bolivia y El Salvador existen leyes que fomentan el parto humanizado o respetado. Pero en ningún caso hay estadísticas que ayuden a comprender si han servido estos intentos.
En Colombia la propuesta para legislar sobre el tema ha causado controversia. La Federación Colombiana de Obstetricia y Ginecología proclamó en el 2017 que la ley “va a terminar afectando de manera casi exclusiva al médico, por ser el eslabón más visible y socialmente responsable, en esta larga cadena de factores”.
“El título de la ley, ‘violencia obstétrica’, se presta para pensar que en nuestro medio las mujeres embarazadas son objeto de prácticas violentas por parte de los médicos y, por lo tanto, deben estar amparadas por las autoridades competentes. Su malinterpretación en nada favorecerá la relación de confianza mutua que debe existir entre el médico y su paciente”, escribió Fernando Sánchez, ginecoobstetra y líder de investigación en la especialidad, en una columna en el periódico El Tiempo llamada ‘Una ley innecesaria’.
Algo similar siente el médico Luis Carlos Franco, obstetra particular y docente de la Universidad de los Andes, cuando dice que el término y el proyecto de ley proponen la “criminalización del acto médico de alguien que dedica su vida al bienestar de la mujer y los bebés”. Juan Carlos Vargas, asesor científico de Profamilia, considera que llamarla violencia obstétrica “culpabiliza a los obstetras”.
Sin embargo, el tema y el término tiene defensores. “Como gremio tenemos resistencia porque nunca quisiéramos ser violentos y maltratar a la mujer. No es nuestra intención. Lo que define la violencia es cómo se sintió la mujer, no la intención de quien la trató”, indica Lina Gil, obstetra y defensora de los derechos reproductivos y sexuales. “Este no es un tema caprichoso. En vez de resistirlo, debemos hacer una reflexión interna bastante importante al respecto. Hay médicos que dicen que es por la infraestructura, pero no veo por qué la infraestructura te hace menos amable”.
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Martha Liliana Cortés es abogada y administradora de edificios. Tuvo a su primer hija en enero del 2012. Tenía 28 años y estaba casada, pero no estaba en sus planes tener un bebé. Ahora, entre sus dos niñas y el trabajo tiene poco tiempo.
Hace siete años, en su semana 39 de embarazo, se presentó a un chequeo en la institución que su EPS le había asignado. Llego sin dolor pero con la tensión alta, por lo que le dijeron que iba a tener una cesárea y había que inducirle el parto para evitar una preeclampsia. “Lo primero que me hizo sentirme vulnerable, maltratada, es que no me dejaron despedirme de mi esposo”, cuenta Martha mientras espera en los juzgados de Bogotá para hacer unas diligencias.
Ella explica que en el cuarto de chequeo la desnudaron y le quitaron todas sus cosas, que caminó desnuda y sin ayuda por un pasillo hasta llegar a una sala donde había otras 18 mujeres. Recuerda que las camillas estaban tan cerca que el doctor no podía pasar entre ellas. Se subió a una sin ayuda, le dieron un medicamento y preguntó qué era pero dice que no le respondieron. Pasó toda la noche en esa sala.
A las 6 a.m. del día siguiente le dijeron que debía romper fuente. Un médico le hizo un tacto vaginal brusco y, al quejarse ella de dolor, dice que la regañó. Pasaron luego otros ocho o nueve estudiantes de medicina a hacerle un tacto cada uno. A los 15 minutos llegó una enfermera y le rompió la fuente, las contracciones se volvieron muy dolorosas y así estuvo hasta las 3 p.m. Nadie le dio nada para el dolor y recuerda que las otras mujeres también gritaban.
Cuando estaba lista para ingresar al quirófano, se encendió una alerta de código rojo en el hospital y todo el personal de salud se fue. Martha dice que el cuarto quedó solo. Ella, a pesar de que iba a cesárea, sintió la sensación de pujar y cuando regresaron las enfermeras, su bebé ya estaba en el canal de parto. Faltaban un par de pujadas más pero en la transición al quirófano, quizás por miedo, piensa Martha, no pudo hacerlo más. La niña no salía y le dijeron que se podía ahogar. La doctora insertó sus dos manos y sacó al bebé.
A su hija se la llevaron a revisión y no pudo verla. A ella la pasaron a cirugía. Se levantó cuatro horas más tarde con una reconstrucción total de vagina y cuello uterino. “Volviste a quedar como virgen”, cuenta Martha que le dijo de un médico después de su operación. Luego se enteró de que había tenido un desgarro y prolapso en el cuello uterino y 17 rasgaduras vaginales. En la sala de cuidado vio a lo lejos la incubadora de su bebé, que reconoció por la ropa. Pidió verla y le dijeron que no. Pasó dos días en el hospital y seis meses en recuperación.
A pesar de ser abogada, Martha nunca denunció. No tenía conocimiento sobre la VO y pensaba que lo que había vivido era algo normal. Para su segundo parto, su esposo pagó un ginecoobstetra particular. Estuvo acompañada por su marido en una sala individual y al final, consintió a la bebé en su pecho.
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La palabra obstetricia etimológicamente significa “ponerse al frente”. En el pasado las mujeres parían solas o con ayuda de parteras. Fue hasta el siglo XVI que se creó el primer edicto que regulaba los nacimientos en Francia. Antes, dar a luz era considerado parte del “misterio femenino”.
Dos siglos después en Europa, la obstetricia ya era controlada por el Estado. Cuenta la leyenda que fue en la corte del rey Luis XIV de Francia donde se popularizó la posición horizontal para dar a luz, porque así él podía observar cómodamente el nacimiento de sus hijos.
La institucionalización de los nacimientos tiene sus beneficios: principalmente la reducción drástica de la mortalidad materna e infantil. Solo entre 1990 y 2015, la mortalidad materna mundial se redujo en alrededor del 44%, según la OMS. A pesar de estos avances innegables, también se ha dado lo que algunos médicos denominan como la patologización del parto—o sea, que se atiende un proceso natural como el nacimiento como si fuera una enfermedad.
Parte de esto inicia en la educación del profesional de salud. “Las academias debemos hacer énfasis en que el embarazo, parto y puerperio son procesos fisiológicos, no son enfermedades. Es un proceso fisiológico que puede terminar en complicaciones en proporciones bajas pero graves y que pueden conducir a la muerte”, dice el médico Ariel Iván Ruiz, especialista en ginecología y obstetricia y profesor e investigador de la Universidad Nacional de Colombia. “Se debe enseñar a los estudiantes que la atención del parto debe ser basada en la mejor evidencia disponible”, añade Ruiz, explicando que desde FECOLSOG y la academia se ha trabajado el tema del parto humanizado desde hace 15 años. Aun así, reconoce que de la escuela a la práctica hay un vacío que no se ha llenado.
Andrés Daryanani, estudiante de medicina en la Universidad de Los Andes que recién cursó el módulo de ginecología, dice que experimentó un gran contraste entre su tiempo en el Instituto Materno Infantil (público) y la Fundación Santa Fe (privada). En el Materno Infantil vio a un especialista subirle la oxitocina a cinco mujeres en trabajo de parto para acelerar el proceso y dejar el piso libre para el próximo turno. En la Santa Fé dice haber visto “como deben ser las cosas”: cuartos individuales, cada mujer a su propio tiempo y acompañadas.
Julieta Rozo Castaño, también estudiante de medicina en los Andes, cuenta que una de las primeras cosas que notó fue que “todo en ginecología y obstetricia está enfocado en disminuir un riesgo”, en actuar desde el miedo y no desde el “amor por un proceso que va mucho más allá de ese instante.” Particularmente a Julieta, que le interesa la obstetricia, muchos médicos le dijeron ‘Esto no es para las mujeres’ o ‘Si haces esto vas a tener que dejar muchos sueños de lado’. Se referían a que ella misma sea madre algún día.
Para algunos, la VO es el reflejo de un modelo social. “Las acciones del equipo de salud no son neutras, reproducen imaginarios del patriarcado”, indica Elsa Mariño Samper, enfermera y directora de la maestría en salud sexual y reproductiva de la Universidad del Bosque. En su visión, los hospitales y médicos no operan en aislamiento de las normas culturales y sociales. Los profesionales de salud, como individuos—explica Mariño—han interiorizado ciertos imaginarios de la mujer y la maternidad que determinan cómo entienden estas situaciones particulares. Lo mismo aplica para las pacientes.
La violencia obstétrica es, para Mariño, la reproducción de esos ideales machistas en un contexto médico y de especial vulnerabilidad para la mujer. Ciertos imaginarios, si no son cuestionados y ‘desprogramados’, se reproducen. Los ideales de lo que debe ser una mujer como madre —que son eso justamente: ideales y no realidades— trascienden el conocimiento médico o la objetividad y se vuelven dañinos.
“Esto es algo que a uno le da mucho miedo contar”, dice Alejandra Delgado. Ella es madre de una niña sana, a quien tuvo hace más de año y miedo. Durante su embarazo tuvo una condición llamada restricción del crecimiento uterino, que ocurre cuando el bebé no crece de acuerdo al tamaño normal indicado.
Alrededor de su semana 20 fue a urgencias porque estaba teniendo contracciones prematuras. Al llegar el momento del tacto, la atendió una residente de obstetricia. Con sus manos adentro de ella le dijo: “eres una mujer extremadamente estrecha”. Su expresión, su voz y tonalidad demostraban asco, o al menos así lo percibió Alejandra.
Su bebé nació a término y sana pero Alejandra nunca olvidó ese comentario. “Esto siempre será un tabú. El trato que nos dan a las mujeres embarazadas en obstetricia es algo que uno no habla”.
No se habla quizás porque se ha naturalizado, porque en un sistema de salud en el que el 30% los usuarios tienen una percepción negativa del mismo (según el Informe Nacional de Calidad en Salud del 2015 del Ministerio de Salud), se puede considerar normal que reine la eficacia sobre la comodidad de la mujer en un parto. Nombrar esta violencia es el primer paso de reconocerla, de indagar en todo aquello que se ha vuelto común, explica Elvia Vargas Trujillo, investigadora del Centro de Familia y Sexualidad de la Universidad de los Andes.
En el imaginario donde la madre es fuerte, ‘parirás con dolor’ es la premisa que todo lo justifica, mientras lo romántico del amor maternal llega cuando ya el bebé dejó el hospital. Esto ha contribuido a que la violencia obstétrica sea invisible.
El médico Jimmy Castañeda, vocero del gremio de obstetras, explica de que a pesar que existe el problema de falta de espacio y presupuesto hay acciones que el profesional de salud puede tomar para prevenir el maltrato. “Comienza con una claridad en cuanto a los derechos del paciente, en cuanto a la necesidad de que se le informe y no se tomen decisiones sin tenerla en cuenta, que la paciente sea co-partícipe del proceso, que ella pueda decidir y que se respeten sus decisiones, obviamente dentro de un marco razonable y basado en conceptos científicos”, dice.
Desde hace más de 15 años la OMS comparte sus recomendaciones para un trato positivo en la gestación y el nacimiento. Gracias a estos y al trabajo de muchos especialistas se han logrado avances en el trato del embarazo en Colombia. Esto lo demuestran las propuestas de parto humanizado vigentes alrededor del país.
Ahora, los expertos tienen perspectivas variadas sobre cómo solucionar la problemática del maltrato durante el parto o el embarazo. Hay tres cosas en las que están de acuerdo: primero, brindar educación que sensibilice y actualice al personal de salud; segundo, que la paciente conozca sus derechos y, tercero, que la mujer sea el centro de su embarazo y parto.
Alejandra se llevó consigo un comentario que le dejó un trauma emocional. María Fernanda la desconfianza en su sistema de salud. Martha las cicatrices en su cuerpo. Y Sandra, un manto oscuro sobre un día que pudo haber sido feliz.
Estas situaciones, que recuerdan como una sombra, tienen nombre: se les llama violencia obstétrica.
*** [N. de la E.: Esta nota se produjo en la clase Reportajes de la Maestría en Periodismo de la Universidad de los Andes]