Natalia Springer: la víctima más reciente de violencia de género en este país. ¿Sí? Al menos eso alegó ella en casi todos los medios en los que prestó entrevistas, entre ellos en la edición impresa del 20 de septiembre de El Espectador y W Radio. En estos dos casos repitió su discurso una y otra vez: yo, Natalia Springer, he sido víctima de la violencia de género y quieren exponer mi intimidad y yo, Natalia Springer, no voy a dejar que eso ocurra. O no debería. Porque yo, Natalia Springer, soy legítima; y mi trabajo vale la pena. Y es por eso mismo, por un chismerío de segunda y por envidia y por venganza, que los medios quieren quemarme como a una bruja.
La mujer es una mujer delicada.
No fue ella quien resaltó su nombre constantemente en su presencia en la prensa: fueron los entrevistadores. La llegada de la politóloga a las primeras planas tiene una razón central: su dudoso contrato multimillonario con la Fiscalía, contrato por el cual la empresa de Springer debe entregar un informe que analiza datos de secuestro y crimen internacional de grupos armados en Colombia. Por otro lado, la prensa ha sido cuidadosa en nombrarla constantemente: es que el nombre de Springer ha resonado precisamente por ser el único vértice de ataque del cual se desprenden el resto de las críticas a su nombre. Cuatro mil millones de pesos sacados de los bolsillos de los ciudadanos para pagarle a una persona que, hasta ahora, sólo pudo develar por qué suena tan “extranjero” su apellido.
Pero, además, resonó porque la incompatibilidad entre su labor de prensa y su contrato de la Fiscalía es, para los periodistas, un procedimiento ético inaceptable. Y si esa incompatibilidad existe en ella, entonces seguramente debe haber una incompatibilidad en su identidad.
La invasión en la vida privada de Springer, como ella misma lo llamó, sucede porque ni ella misma ha podido garantizar qué se puede afirmar sobre su vida pública: incapaz de develar el contenido y metodología exactos de su informe multimillonario (tras haber sido criticado su primer trabajo con la Fiscalía hecho en el 2013), los entrevistadores optaron por pescar otras dudas. Por ejemplo, por qué Natalia Springer no es Springer, sino Lizarazo García. Las complicadas explicaciones que ha dado Springer sobre su cambio de nombre y sobre la ejecución de sus informes sólo ponen más en duda su silencio respecto a su trabajo y a sí misma. Por esos argumentos rebuscados, que oscilan entre la ultra especialización de su empresa y las exigencias legales austriacas que la obligaron a cambiarse el nombre, la acusan de haberse disfrazado constantemente. Aún así, cuando no hace argumentos rebuscados, acusa de venganza, de matoneo y de clasismo a los ataques que ha habido en su contra. El muro de delicadeza, como podría llamarse a todas esos contraataques que hace la politóloga para crear una barrera contra las incontables preguntas, demuestra que para Springer ese disfraz es imposible de develar en el espacio público: aunque hubiera cambiado su nombre por razones de seguridad, como dijeron algunos entrevistadores, la falta de revelación es lo que los tiene intranquilos. Al no revelar, Springer debió ser disectada: desde sus títulos hasta su propio nombre. Y a esta disección ella lo llamó violencia de género.
Esta semana ocurrió una quema de brujas, como se ha venido llamando a otros casos sobre mujeres atacadas por su vida privada. Y sí, usar un término tan coyuntural como lo es “quema de brujas”* es una excelente manera de mantenerse en una posición delicada, de causar empatía. Con una excusa de género puede desviar la atención de aquello que bajo ningún concepto puede develar ni por ella ni por sus derechos: la privacidad; porque todo, incluso sus títulos profesionales, tienen que ver con la privacidad. Lo que ha puesto en juego la prensa para hacerla hablar es, precisamente, su identidad.
Natalia Springer. Tan ilegítima como suena, alguien cuyo nombre no puede ser explicado no debería quedarse con el dinero colombiano. Al ser atacada su identidad, Springer reaccionó con su propia voz, casi sin mencionar el contrato multimillonario a menos que se lo pidieran. Natalia Springer, cuya voz fue importantísima para dar cuenta de la veracidad de su discurso, de la descripción de su propia vida, de redimir su condición de ser el Otro. Natalia Springer, cuya extensa entrevista con La W tuvo varios desfases discursivos donde, efectivamente, reveló la razón por la cual se cambió el apellido. En realidad, entre La W y El Espectador confundió propósitos y confundió cosas que decir, como la cantidad exacta de “productos” por los cuales cobraría los cuatro mil millones de pesos cuando antes “no estaba autorizada a dar detalles al respecto” debido a la confidencialidad de su contrato con al Fiscalía. Natalia Springer, quien continúa el ciclo del muro de delicadeza en el que se ha inmerso y en el que es muy fácil refugiarse. Natalia, cuya identidad, aunque no sea el foco verdadero de las preocupaciones de la prensa y de los colombianos, es la única arma que le queda para silenciar lo que el contrato le exige que silencie. Lo que la ética Springer, probablemente, no la deja develar.
*(tal cual sucedió en el caso del aborto de Carolina Sabino recientemente)