Soldados y turistas: los PingPong shows de Bangkok
Hay un show que no muchos reconocen haber visitado pero que mueve miles de dólares en Tailandia. Hay un show en el que se estallan bombas, se destapan botellas y se lanzan dardos. Hay un show en el que las protagonistas son las vaginas.
Marchaba un tanto desgonzada al ritmo de la música electrónica local que más parecía el timbre de un celular viejo. Lo único que cubría su cuerpo era un sostén y unos calzones de encaje negros. Sus ojos, fijos en un lugar indeterminado detrás de la audiencia, se sumían en un rostro inexpresivo. Sin dejar de mirar al vacío detuvo su baile cansino, se bajó los calzones y, tras liberar la pierna izquierda, los subió hasta el muslo derecho donde los fijó con un nudo rápido. Ligeramente acuclillada y con las piernas abiertas, se llevó la mano al sexo y comenzó a jalar algo que salía de él. Sacó más de medio metro de un hilo en el que había ensartada una fila de hojas grises, cada una de unos tres centímetros de largo. Lo exhibió con el brazo extendido como un pescador su trofeo. Ante la confusión, o el escepticismo de los espectadores, cogió una página vieja de revista y la hizo flecos con el filo de una de las hojas.
REST & RECREATION
La escena de las cuchillas es uno de los actos de un show que, como muchas de las cosas que hay en el sudeste asiático, viene de la guerra. Para ser preciso, viene de las vacaciones de los soldados que prestaban servicio militar obligatorio en la guerra de Vietnam. Cinco días al año era todo el descanso al que tenían derecho: cinco días fuera de las selvas endemoniadas, 120 horas sin un rifle en la mano, cuatro noches de música de bar en lugar del bramido de helicópteros y proyectiles. Entre los destinos posibles, nueve ciudades en diferentes lugares del pacífico sur, estaba Bangkok. Un pacto firmado con Estados Unidos en 1967 había establecido la capital tailandesa como uno de los destinos de descanso y recreación para los soldados (Rest & Recreation). Joel Lee Russel, veterano de la guerra de Vietnam, explica que los precios bajos de Tailandia y la disponibilidad de damas de compañía para cada soldado convirtieron a Bangkok en el destino preferido entre los militares solteros.
Aproximadamente 700 mil llegaron a la ciudad entre 1962 y 1976. El dinero que dejaron en los bares, restaurantes y burdeles excedió el 40% de los ingresos del país en exportaciones de aquellos años. Esa afluencia de soldados hambrientos de mujeres y vida nocturna causó un boom turístico. Todo un paraíso de antros, luces de neón, cocteles y sexo se creó en torno a las legiones de hombres arrojados a la guerra y sacados de las barracas para el descanso y el placer. La ardiente escena nocturna, bajo la fría lógica de la oferta y la demanda, requirió de poblaciones crecientes de prostitutas. Los nuevos ejércitos de trabajadoras sexuales se cultivaron entre las campesinas empobrecidas del norte del país; las ganancias de la prostitución superaban ampliamente las del trabajo agrícola. El aumento de mujeres que trabajaban en bares y burdeles se vio acompañado por una transformación de los servicios mismos. Aparte de los más tradicionales como los masajes y las damas de compañía, muchos de los establecimientos comenzaron a ofrecer diferentes tipos de shows sexuales.
EL SHOW DEL PINPÓN
El Ping pong show es una presencia ineludible para el viajero que pasa por Bangkok.
Algunos turistas rechazan de tajo la posibilidad de ver uno mientras que otros lo consideran parte esencial del viaje. Todos oirán las tres palabras del título una y otra vez. Algunos conocidos mencionarán el espectáculo al enterarse del viaje, descripciones del mismo se encontrarán en blogs y decenas de tailandeses pronunciarán las tres palabras por la calles de Bangkok con la naturalidad del mesero que anuncia el menú ejecutivo de cualquier restaurante de Bogotá. El tailandés que busca clientes para el show, como el mesero, tiene un menú pero el suyo, en lugar de platos, lista los actos del espectáculo. Ítems como “Pussy Ping Pong” y “Pussy Open Bottle” encabezan una lista que no se entiende del todo hasta que se ve la función.
En las noches, Khaosan Road es el cauce de cientos de turistas que recorren sin prisa los escasos e infinitos 400 metros de la calle. El viajero puede encontrar todo lo necesario bajo el ramaje de avisos luminosos que cubre el paseo peatonal: hostales, salas de tatuaje, salas de masaje, salas en los cafés, cafés internet, puestos de artesanías fabriles, puestos callejeros de kebab, phad thai y pancakes de banano, casas de cambio, bares, discotecas y un etcétera inagotable. Es entre las luces y las músicas de esta calle que los vendedores de shows pescan a los curiosos con su pregón: “Ping pong, bum bum, girls”, gritan una y otra vez mientras le extienden su menú a los caminantes. El vendedor que nos detuvo a mis amigos y a mí estaba parado cerca a uno de los extremos de la calle. Nos mostró su menú y ofreció llevarnos al famosísimo show. Tras regatear un par de minutos y acordar un precio de 150 baht (11 mil pesos) por el trayecto hasta el antro, el hombre nos condujo a un callejón paralelo donde tenía parqueado su tuk-tuk, uno de esos triciclos muy costosos para los locales y muy utilizados por los turistas a pesar de que el techo no deja ver nada de la ciudad durante el recorrido. Diez minutos más tarde, tras culebrear por el tráfico y cruzar varios semáforos en rojo en una carrera vertiginosa, entró a otro callejón y se detuvo ante un edifico, posiblemente el único de la cuadra que no tenía avisos luminosos en la fachada. “Ping pong show”, dijo sonriente y nos condujo a través de la puerta.
No son actos de seducción y sensualidad lo que presenciamos los turistas sino escenas de perversión que, aunque parecen ser curiosidades de la exótica cultura tailandesa, nacieron específicamente para entretener a los soldados y turistas occidentales
En una antesala pequeña e intensamente iluminada un tailandés salió de detrás de la barra, se nos acercó y nos pidió 350 bahts por persona (25 mil pesos, poco más de lo que cuesta entrar a una discoteca en algunas zonas de Bogotá). Vacilamos unos segundos en medio de una gavilla de hombres que hablaban thai. No había un sólo occidental en la sala ni rastro de una palabra en inglés. Nos mirábamos entre los tres en busca de una expresión de aprobación o rechazo en nuestras caras. Mientras tanto, el portero pedía con el dinero con insistencia. A punta de señas le pedimos que nos dejara asomar. No sé si esperábamos encontrar la confirmación de un público enloquecido o la amenaza de un cuarto oscuro. Lo que vimos fueron los rasgos de todo burdel: luces de neón, un bar, mesas y una tarima con tubos cromados. Pagamos la entrada, esta vez sin regatear, y nos dirigimos a la tarima que estaba rodeada de asientos a modo de ring de boxeo.
Adentro, el encuentro con los turistas, el aire acondicionado y las tenues luces azules disiparon la aprensión que me había producido la escena de la taquilla. El show ya había comenzado y, como para darnos gusto, nos recibió con el acto que lo titula. Una mujer estaba parada en un extremo de la tarima y en el opuesto, a unos dos metros, había un vaso de vidrio. Con las rodillas ligeramente flexionadas y la pelvis proyectada hacia adelante, introdujo un pinpón en su vagina y con una contracción de la misma lo expulsó. La bola anaranjada rebotó en la mitad de la tarima y luego junto al vaso. Repitió la operación tres veces y, aunque no logró meter el pinón al vaso, la distancia y precisión del lanzamiento le merecieron el aplauso del público. Terminó con una reverencia y se bajó para dar paso a la siguiente mujer quien, de acuerdo al protocolo de higiene y seguridad, preparó el escenario limpiándolo con un trapo raído que parecía haber pasado por las tarimas de los prostíbulos de todo el sudeste asiático. Bailó unos segundos y, al igual que su antecesora, se amarró los calzones en el muslo izquierdo. Una de sus compañeras le pasó una Coca-Cola. La mujer, de rodillas frente a la audiencia del flanco izquierdo de la tarima, metió el cuello de vidrio a su sexo y con un giro seco de la muñeca destapó la botella cuyo contenido agitado roció al público. Las risas se confundieron con los gritos de horror y los brincos de quienes estaban en primera fila.
En adelante todo fue una sucesión de actos que involucraban la vagina de las trabajadoras de diversas maneras. No había entre ellos más preámbulo que el trapo y los segundos de baile. Los pinpones eran apenas una fracción del repertorio y el nombre “ping pong show” un eufemismo cómplice, un título para sugerir un evento divertido e inocente. De las vaginas de esas mujeres, a quienes les calculo unos 40 años, salieron metros de cintas de colores; aire que apagaba las velas de una torta; pinceles que escribían “Welcome to Bangkok” guiados por el movimiento de una pelvis indistinta; decenas de pinpones ensartados en una cuerda; una cerbatana que disparaba dardos contra unas bombas de cumpleaños y los brillos grises de las cuchillas de afeitar. El único hombre que pasó por la tarima penetró a una de las mujeres sin desmontarla entre una y otra posición en una especie de acto de gimnasia sexual.
En una obra de teatro el público calla y observa. En un ping pong show, pensé antes de verlo, el público es tan importante como el espectáculo mismo. Creí que encontraría turistas de mi edad riendo y gritando, el tipo de gente que esperaría encontrarse uno en una despedida de solteros gringa. Lo que encontré, imagino, se acercaba más al público que iba a ver el show de rarezas en el que Frederick Treves se encontró al Hombre Elefante. Mis amigos, salvo un par de madrazos de exclamación, no pronunciaron palabra. Las pocas risas que salieron de nuestras bocas se quedaron atrás en el primer acto. A mi izquierda había una rubia de unos 25 años que no hacía ningún esfuerzo por esconder su turbación; sus párpados replegados hacían juego con la mano con la que se cubría la boca. Al frente y a la derecha había varios grupos de turistas de diferentes edades que observaban desconcertados el show. Gritaban a carcajadas cuando les salpicaba Coca-Cola o se acercaba una de las mujeres a pedirles que metieran un billete por donde acababa de salir volando un ping pong.
No esperamos a que el show se acabara para irnos porque no se iba a acabar. Al acto final le siguió inmediatamente el primero; la mujer se volvió a montar a la tarima y trató de meter el ping pong en el vaso. Contrario a lo que pensábamos, no habíamos corrido con suerte al entrar justo en el primer acto. Simplemente habíamos llegado en un punto cualquiera de un show que se repite incesantemente hasta el amanecer como un loop. Mientras la mujer volvía a arrojar el ping pong al vaso, nos pusimos de pie, apuramos la cerveza que nos habían dado con la entrada y salimos a buscar un tuk-tuk para volver a la zona de nuestro hotel. Ya habíamos tachado en nuestras listas el requisito turístico de la prostitución tailandesa.
Panorámica de Khaosan Road en Bangkok. Foto de McKay Savage @ WikiCommons
LA POSGUERRA
Khaosan Road y el ping pong show son escenarios de posguerra. No me refiero a edificios en ruina y niños famélicos. Me refiero a una posguerra mucho más sutil, una posguerra agazapada tras las luces, los bares, los puestos de comida callejera y las puertas de los prostíbulos. Todos los turistas que pasamos por Bangkok somos herederos inmediatos de los militares norteamericanos que luchaban en Vietnam y vacacionaban en el paraíso vecino. En 1975, tras un informe del Banco Mundial sobre la necesidad del gobierno tailandés de apalancar su estrategia de importaciones en el turismo, este último implementó el Plan Nacional de Desarrollo Turístico. Los asientos de los bares y burdeles aún seguían calientes tras la retirada de los militares cuando pasaron a ser ocupados por los turistas.
El Secretario de Defensa de los Estados Unidos al momento del establecimiento del tratado de Rest & Recreation y el presidente del Banco Mundial al momento de la implementación del Plan Nacional de Desarrollo Turístico son la misma persona: Robert Mcnamara. Así que la idea de que la prostitución actual sea el resultado indeseado e imprevisto de los incentivos al turismo es, en el mejor de los casos, inadmisible. Por lo contrario ha sido el gancho que ha atraído a millones de turistas a las costas tailandesas. Según cálculos de la Organización Mundial del Trabajo, la prostitución representa entre el 2 y el 14% de las economías de los países del sudeste asiático. Si algo ilustran las estadísticas de la prostitución en Tailandia es el desconocimiento de las dimensiones de la misma. Dos estudios alrededor del año 2000 arrojaron cifras de la cantidad de mujeres prostituidas en el país. Mientras uno, de la Universidad de Mahidol en Bangkok, fijó el número en 200 mil, el otro, del Centro para la Protección del Derecho de la Infancia, concluyó que eran dos millones de mujeres las que trabajaban como prostitutas. En lo que ambos estudios concuerdan es en fijar entre 35 y 40 el porcentaje de estas trabajadoras sexuales que son menores de edad.
Las cifras de los Ping pong shows, una de las atracciones sexuales más célebres, son escasas y su historia, desconocida. Una de las pocas luces sobre el asunto es una serie de reportajes de Deena Guzder, periodista neoyorquina que investigó estos espectáculos para el Pulitzer Center on Crisis Reporting. Entre las mujeres que entrevistó no sólo encontró casos de enfermedades y lesiones serias ocasionadas en los shows. Escribió también sobre actos que hacen que los que describo parezcan una versión para menores de edad. En algunos shows las mujeres introducen en sus cuerpos peces, tortugas, anguilas y aves. Estos espectáculos, dice, carecen de todo erotismo y son, en cambio, expresiones de lo que la autora feminista Catharine McKinnon llama pornografía de la tortura. No son actos de seducción y sensualidad lo que presenciamos los turistas sino escenas de perversión que, aunque parecen ser curiosidades de la exótica cultura tailandesa, nacieron específicamente para entretener a los soldados y turistas occidentales.
¿Y las mujeres que pasaron por la tarima mientras yo, al margen, observaba? Probablemente provenían de las zonas rurales del norte o de Cambodia, Laos y Myanmar, los vecinos más pobres de la región del Mekong. Algunas llegaron por iniciativa propia, otras atrapadas en la red de tráfico humano que cada año mueve entre 200,000 y 400,000 personas por el sur de Asia. Unas y otras trabajan por menos de 200 dólares mensuales y la gran mayoría usa la totalidad de su dinero para tratar de pagar las deudas que han adquirido con los administradores del bar a razón del cuarto y la comida que estos proveen. Todas están presas en un sistema de deudas esclavista, en una ciudad desconocida y bajo el mando de proxenetas abusivos. Deben trabajar al rededor de 70 horas semanales, sus cuerpos hechos una curiosidad y su sexualidad un cúmulo de actos impactantes para la diversión de los turistas. Y mientras nuestro viaje sigue, termina y nos devuelve a nuestras ciudades, allá en Bangkok el loop del Ping pong show se reproduce una y otra vez en busca del amanecer.