Si el Río suena, almas lleva

Tantas almas, película de Nicolás Rincón Guille, ahora en cines, enseña a un pescador en la búsqueda cenagosa de los cadáveres de sus hijos asesinados por paramilitares. En aguas asediadas, quiere darles santa sepultura y hacer que no queden en pena. Entrevista con su director.

por

Andrés Ernesto Jiménez Suárez

Graduado de la Escuela de Cine y de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, coordinador de distribución del sello [...]


28.09.2021

La palabra, en toda la obra del cineasta Nicolás Rincón Gille, constituye la esencia de una estructura simbólica para representar y enfrentar ante cámara la tragedia de la violencia, pero sobre todo aparece para las víctimas como una posibilidad de reconstruir su relato y dotar de un profundo sentido el mundo material que los rodea.

Tantas almas, ahora en cines, es su más reciente largometraje y el primero de ficción, que surge de un largo proceso documental contenido en su trilogía Campo hablado. Rincón Gille construye, a partir de en testimonios reales, una ficción sobre el paramilitarismo en Colombia. Esa ficción surge alrededor de la pérdida, el duelo y el lugar que se escapa del entendimiento del desgarro humano. Esta película sucede a principios del 2000 y muestra poética y descarnadamente la historia de José, un pescador, en la búsqueda cenagosa y ansiosa de los cuerpos de sus hijos. Quiere darles sepultura y hacer que sus almas no queden en pena.

¿Cómo fue el proceso de selección entre todos los testimonios obtenidos durante diez años de investigación para este proyecto? ¿Por qué esta historia y cómo fueron esas decisiones para la construcción del mismo guión y el poder de la palabra?

Desde la trilogía Campo hablado me ha interesado ver cómo la palabra se derrama sobre el paisaje y le otorga nuevos sentidos. Trabajar con la palabra en el cine me parece clave. La palabra, además, siempre puede convertirse en un recurso informativo o un artilugio para crear drama, pero me interesa cómo puede producir una nueva mirada sobre las cosas. Un paisaje puede ser expuesto y observado desde la perspectiva de un turista, pero cuando la palabra aparece, lo puede hacer ver de otra manera.

En Tantas almas, el rezo es fundamental: antes de emprender la búsqueda de sus hijos, José pronuncia palabras preciosas a modo de protección y creo que lo hice para que el espectador piense en su valor, aunque no conscientemente: «que me protejan del mal, que me protejan de las manos que me quieran hacer daño». Y aunque esto da fuerza, José vuelve a ser un personaje sin palabras hasta que la vuelve usar más adelante para mentir, para hacerse otro distinto y poder enfrentar a los que le quieren hacer daño.

Finalmente, está el estatuto de la palabra-amiga, representada en la red de mujeres que lo ayudan a conducir su camino. Y todo esto siempre ha sido clave para mí porque tenemos una cultura oral muy fuerte y, aunque no creo que nuestro cine deba estar desbordado de palabras, sí pienso que podemos usar este recurso con precisión, cada palabra puede ser importante y tener un valor en la construcción de las relaciones.

Críticos de cine como Pedro Adrián Zuluaga han señalado la insistencia de algunos realizadores colombianos en despojar a sus personajes de palabra cuando dirigen su mirada al campo: indígenas mudos, campesinos mudos, personas desplazadas que no hablan. En Tantas almas, por el contrario, la palabra e incluso la música son las piedras angulares de una estructura simbólica y un mundo interior. ¿Cómo es su relación con ese otro cine?

A pesar de tener muy buenas intenciones al querer denunciar algo o exponer el sufrimiento que produce el horror de ciertas situaciones, efectivamente ese puede ser un cine victimizante. El cine, al final, se hace para otras personas, para mostrar a otros lo que está sucediendo. Creo que se les despoja de la palabra para que esta pueda ser funcional. Y a mí lo que me fascina es lo fuerte que puede ser la palabra popular, reconstruye y da poder.

Que las madres de Soacha, después de lo que les ha sucedido, puedan usar sus tradiciones y la forma en que cuentan estas cosas para cambiar su realidad, me parece muy potente, y es al tiempo un reto para un cineasta. No se trata de ponerlos a hablar, se trata de saber qué se puede vincular o qué enriquece a la película de esos diálogos con ellos. Y tiene que ver con la forma en que cada cual decide filmar. Las películas que me gustan son películas de relación, no son películas de un autor o un genio que se encuentra a cierta distancia de lo que está filmando o tiene un estilo particular al filmar; en las películas que me gustan puedo ver al mismo tiempo a quien filma y a quienes están siendo filmados, es alguien que logra entrar, por eso digo que son películas de relación, y en eso la palabra es clave.

Si no existiera la palabra, es cierto, no habría forma de reconstruir todo lo que estamos viviendo y descubrir eso me da una especie de esperanza: a pesar de todo esto, la palabra nos permite encontrar otros sentidos, nos ofrece la posibilidad de dudar, nos acongoja, nos hace reír y nos hace llorar; le brinda otro estatuto a esa persona a la que cada vez estoy más en desacuerdo en llamar o reducir incluso a «víctima». ¿Cómo nos a ella a través de la palabra?

En un texto que escribió para El Espectador, usted mismo habla de la palabra masculina, de lo difícil que resulta que esta se exprese, y narra la anécdota de un hombre que al intentar contar su propia historia, se desmorona después de dos o tres frases. En su película me llama la atención que sea a través del rezo y la música que esta palabra logra encontrar cauce. ¿Cómo llegó a ese lugar?

Aunque en mis trabajos documentales casi todos los personajes son femeninos, en muchas ocasiones intenté acercarme a los hombres, pero o no querían o no podían. Por un lado, no podían hilvanar su relato porque había mucho dolor o se sentían incapaces de gestionarlo, y por el otro, no querían mostrarse frágiles. Y lo entiendo. En la guerra, mostrar fragilidad o dolor se ve como algo femenino y es convertirse en alguien susceptible de ser violentado, pero en realidad estos hombres están mintiendo.

Siempre me había interesado filmar esa palabra masculina y nunca lo había logrado en el documental. Debe haber muchas otras explicaciones, pero para mí es obvio que no muestran su dolor para evitar ser víctimas de otro.

En Tantas almas logré por primera vez acceder a esta figura femenina a través de un hombre, Arley, un pescador en la vida real que emana una fuerza espiritual y una masculinidad muy distintas. Figuras patriarcales silenciosas hay bastantes, pero también conozco muchos hombres que no son así -y espero ser uno de ellos-, pero no es fácil.

Trabajando con Arley, además, me di cuenta de que era un representante hermoso de otra posibilidad de ser hombre, pero también supe que acceder a su dolor iba a ser un reto.

Por ejemplo, cuando él está en momentos de dolor nunca suceden de frente, siempre suceden de lado y con una presencia significativa del sonido: los rezos y las canciones son elementos importantes de los que él se agarra para soportar el dolor, para poder hacer el duelo, cosas que ya están establecidas y que él está repitiendo, pero de las que necesita tomar cierta distancia.

¿Y alguna experiencia particular le hizo caer en cuenta de que precisamente a través de la música esa voz masculina encontraba un cauce?

Sí, en la Costa Atlántica, por ejemplo, la figura de Diomedes Díaz me horrorizaba justamente por eso, pero allí estuve con un pescador al que le conté la película y, aunque al principio yo quería usar más bien un alabao, a pesar de ser una tradición del Chocó, porque sabía que una canción sería más fuerte que cualquier otra cosa, este hombre empezó a cantar a capela «Mi muchacho», de Diomedes Díaz. Cuando la escuché así, pude superar mis prejuicios y entendí que era una gran canción que hablaba del tema de la película y era una forma distinta de observar esto, no tan religiosa, más cotidiana.

Algo que se revela en su película es que los hombres, que siempre han hecho parte de la guerra como soldados, también pueden interpretar el papel de Antígona. Estamos acostumbrados a que sean las mujeres quienes lideren movimientos, organizaciones y estas búsquedas para encontrar a los desaparecidos y enterrar estos cuerpos, ¿no?

Si uno dice que esta es la historia de un padre que emprende esta búsqueda por amor a sus hijos, a la mayoría seguramente le sonará muy cursi y que es imposible expresar ese tipo de sentimientos. Cuanto más avanzo en estos trabajos, me doy cuenta de que el asunto central en todo este conflicto radica en una masculinidad que se instaló aquí hace cinco siglos: el colono que quiere arrasar con la montaña e instalarse con su familia en medio del territorio de los indígenas, una energía muy devastadora y combativa. Por eso me parece que necesitamos este tipo de figuras y estos cambios en la figura del padre. Y este interés viene de lo que ya habíamos mencionado antes, de que en las madres de Soacha no había un padre y, sin embargo, había muchos padres que participaban de estos esfuerzos.

Esta es una historia que me contaron en el Magdalena Medio, que cuando la escuché lo vi como una puerta que se abre, como si por fin encontrara una figura masculina en la que podía ver todas estas cosas. Y es un héroe, pero no es un superhéroe; es un ser muy frágil que se va a enfrentar al dolor y me parece necesario plantearse esto y revertir un poco la figura patriarcal. Obviamente, en la película no hay madre, porque no podía haberla; seguramente, si la hubiera habido, José hubiera hecho otra cosa.

"Trabajando con Arley, además, me di cuenta de que era un representante hermoso de otra posibilidad de ser hombre, pero también supe que acceder a su dolor iba a ser un reto". 

Se basa en una historia real, ¿por qué se decide por la ficción y no hacer un documental alrededor de ese personaje?

Me interesaba decir qué pasa en el centro mismo de la violencia. El documental siempre lo haces “después de”. Entonces, quise imaginar que estábamos en medio del conflicto, que lo que está arriesgando José es su vida y mucho más, imaginar qué podría hacer, cuáles son sus posibilidades como ser humano. También me interesaba que la ficción puede apelar mucho más fácil a los sentimientos del espectador que el documental.

Muchas veces construir momentos emotivos en el documental no es fácil y tampoco te sientes bien haciéndolo, porque si el personaje se encontrara en un real situación de duelo, surge un cuestionamiento en mí como director. Yo hice un cortometraje con las madres de Soacha, Besos fríos (2016), en el que estuve confrontado al duelo de las madres y me di cuenta de que el documental estaba llegando a límites que comenzaban a ser reprochables si los transgredía. El espacio del duelo es un espacio familiar, te preguntas hasta dónde vas tú con tu cámara, por qué quieres ir a hacerlo.

A partir de esa experiencia como documentalista, ¿qué estructuras o metodologías propias de la ficción tradicional le incomodaron en el proceso de realización y se rehusó a adoptar?

Mis documentales los hemos hecho con otra persona, éramos dos en el set y ya. Naturalmente, en esta ocasión íbamos a rodar de noche en el río y se necesitaba un equipo más grande y era necesario contar con un equipo profesional. El servicio de casting era una figura que me molestaba: gente a la que debía decirle que yo quería a alguien bajito, alto o gordo, eso no quiere decir nada, son como caricaturas. Eso fue algo que no

implementamos. Una vez que identificamos la zona, hicimos un trabajo de investigación, fuimos a ver todo tipo de personas e hicimos entrevistas de vida, y nosotros mismos elegimos a las personas e iniciamos un trabajo de actores, pero a través de un acercamiento que no era funcional, como pedirle a alguien que representara algo que no fuera. Esto me hizo replantear algunos roles y reescribir el guión de acuerdo con las personas que íbamos conociendo, sus diálogos o su forma de ser, por ejemplo.

Con respecto a la búsqueda de locaciones, tampoco quería que alguien más buscara los lugares por nosotros, yo quería estar muy presente en esos procesos. Hubo tres personas en todo el trabajo de campo, mucho más desde la antropología que de la realización, lo que hizo de estas etapas algo distinto.

Para el rodaje sabía que iba a contar con tiempos muy precisos y decidimos trabajar con los actores en situaciones reales para nutrir el guión. Al principio, nunca se los dí, pero sí les daba a entender las secuencias, al final entendí que sí era necesario explicarles lo que quería que sucediera, ellos me hacían preguntas y hablábamos y construimos en conjunto. El proceso de reescritura fue constante.

Siempre pensé que si algún día hacía un plano que correspondiera exactamente con lo que había escrito, algo estaría mal. No quise hacer planos de Arley caminando de derecha a izquierda y ya. Quería estar seguro de que en cada plano siempre hubiera algo en juego. Y eso me ayudaba a sentir que, aunque no estuviéramos haciendo documental, sí estábamos registrando trazos de experiencia real, lo cual espero que haga que la película sea una experiencia inmersiva.

Al escucharlo describir ese proceso, es inevitable remitirse a los procesos de Víctor Gaviria o Franco Lolli. Siendo usted un realizador que vive fuera del país, ¿siente empatía con estos u otros cineastas colombianxs?

En los documentales uno ve a alguien y casi que no puede explicar por qué quiere filmar con esa persona y no con otra, pero después filmando entiende que sí era la indicada. Me parece fundamental guardar esa primera mirada, esa confianza en que si yo sentía algo por Arley, en este caso, eso garantizaría que la película podía ser fuerte. No me interesaba trabajar con él para que representara otra cosa, sino porque algo en él me atraía y era importante para mí conservar ese primer impulso documental, sin pensar desde el principio en la película. Sin embargo, al ser mi primera ficción, me preguntaba cómo iba a lograr veracidad. Y sí, al menos Gaviria es clave en ese sentido.

Víctor Gaviria es un hombre muy generoso y en YouTube encuentras muchas conferencias al respecto de los actores naturales. Haciendo esta película me acordaba mucho de la primera vez que vi Rodrigo D. No Futuro, cuando tenía 14 años. Recuerdo que esperaba ver otra película porque en esa época se esperaba de Rodrigo que fuera un sicario; me sorprendió mucho ver que era un chico que tocaba música y que esa historia sucedía en Medellín, muy cerca de mí. Esa veracidad siempre me ha parecido clave y es algo que viene de otros cineastas antes que él, pero me hizo entender que un director no debe ser un tirano que impone su visión sobre las personas que encuentra, sino alguien que establece relaciones y a través de esas relaciones es que trabajas para conseguir algo. Yo pienso que este trabajo se hace entre dos y no es mi visión. Por eso me aleja un poco de las escuelas que, por ejemplo, piensan que hay que causar dolor en el actor para ver dolor en la pantalla.

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Creo más en el trabajo conjunto, jamás querré experimentar cosas con el actor para ver cómo reacciona, sino que se trata de un juego del que ellos y yo estamos al tanto, es algo acordado.

A diferencia de otras películas colombianas que abordan el conflicto armado, su película no es neutral, no teme nombrar a los grupos que siembran el horror en Simití, las AUC.

Esto que mencionas es algo que sí le reprocharía a algunas películas, incluso a unas mucho más que a otras. No es posible trabajar sobre el conflicto y pretender que se trata de actores armados venidos de Marte. Entre cada actor, el ELN o las FARC, por ejemplo, o entre las AUC de Bolívar o las AUC del sur del país, hay diferencias, imponen dinámicas claramente distintas. Los paramilitares funcionan a través del horror. No nombrarlos y al mismo tiempo hacer una película sobre el dolor de las víctimas me parece completamente irresponsable, sobre todo cuando trabajas con la población local.

Hay algo que me parece fatal en Monos (Alejandro Landes, 2019) y es que ese grupo sea un ente abstracto denominado «La Organización» y que claramente haga referencia a las FARC. Es una película que carece completamente de un trabajo de campo.

Y no digo que sea esencial nombrarlos tanto por los paramilitares, aunque sí hace parte de nuestro trabajo, pero tampoco es una película sobre ellos, sino porque su forma de actuar afecta de manera particular a esa población y las posibilidades que tienen los habitantes de reconstruirse. Para mí, sí es necesario nombrarlo y el cine de ficción no puede seguir más por esos terrenos de lo ambiguo. Monos debió haber sido una película de ciencia ficción y en ese caso podría verla sin ningún problema, pero cuando usas situaciones particulares aparecen claramente unos límites. Como director, si no sabes qué estás filmando y cómo opera, terminas escribiendo cualquier cosa y cuando la gente que vivió eso lo vea va a oponerse.

También el acto de nombrar hace parte del trabajo de desideologizar este conflicto: si usted habla de los paramilitares, usted está con la guerrilla; o si usted habla de la guerrilla, entonces usted está del lado de los paramilitares. Hoy en día es realmente complejo, todos los actores armados terminan afectando a la población civil. Sin mencionar explícitamente el final, ¿cómo eligió terminar la película de esa manera?

Después de trabajar con las madres de Soacha, en Barrancabermeja y muchas otras víctimas, he visto mujeres que han estado buscando por quince o veinte años a sus hijos. Veía en sus caras y en sus gestos que parecieran atrapadas en un círculo. Por más que supieran que a sus hijos les pasó algo, sus cuerpos no están ahí para enterrarlos y por eso no pueden reconstruirse. No sé de dónde sacan diariamente la energía necesaria, porque el horror paramilitar precisamente se trata de insertarlas en ese círculo infinito en el que no podrán cerrar su duelo. Es infernal.

Observar eso me parecía terrible y me provocaba muchas preguntas. ¿Cómo podemos, como sociedad, tramitar ese dolor? Yo no soy religioso, pero sí creo que esas almas están entre nosotros. Como sociedad no hemos hecho el duelo; creemos que hacerlo corresponde solamente a los familiares cercanos cuando en realidad están en todas partes.

Hace apenas dos semanas encontraron otro cementerio y eso nos hace preguntar, aunque no queramos verlo, quiénes son, quiénes eran, de dónde venían, por qué hicieron esto, qué hacemos con todas esas personas, que son seres queridos para familias enteras. Entonces, el final fue una decisión que tomé por responsabilidad ética de encontrar algo que tuviera la fuerza suficiente para que no terminara en ese momento, sino que permaneciera en la cabeza del espectador y despertara preguntas.

La película ha tenido una exitosa ruta de festivales pero que no cumple con las expectativas habituales de muchos realizadores. En lugar de festivales como Cannes, Toronto o San Sebastián, Tantas almas ha sido seleccionada en Busán, Marruecos, Roma y Rotterdam. ¿Cuál es su opinión con respecto a la relación entre los directores latinoamericanos y esos escenarios europeos?

Tener una película en Cannes claramente contribuye a una mejor exposición. Los grandes festivales que la gente conoce ayudan a conseguir una buena promoción, pero no son espacios muy abiertos ni fáciles.

Busán, que fue el lugar donde tuvimos el estreno mundial, nos escribió una carta hermosa diciendo por qué les gustaba la película y yo entendí que debíamos ir ahí, alguien que quiera así la película la va a cuidar y efectivamente fue increíble mostrarla por primera vez frente a un público coreano. Allá hay mucha cinefilia y la recepción fue genial porque la gente se enganchó con la película sin entender Colombia, entonces me decían que entendían lo que hacía José porque allí tuvieron un drama similar y lo conectaban con cosas que habían sucedido en Corea, pero se sentían proyectados en un pescador colombiano y eso fue realmente inesperado.

Creo que se trata de romper fronteras y esa experiencia confirmó la universalidad de esta historia. Allí, Jessica Kiang escribió una crítica hermosa para Variety en la que relacionaba la historia con algunos elementos míticos, que ayudó a abrir la película. Luego la película se presentó en Roma, Nantes y finalmente llegó a Marruecos, donde se cristalizó la película: por decisión unánime fue premiada por un jurado en el que estaban Tilda Swinton, que había venido a rodar a Colombia con Apichatpong Weerasethakul, y Kleber Mendonça Filho. Fue algo que yo no esperaba.

Todo esto da confianza. Los caminos de las películas son frágiles, no sabes cuántos espectadores vas a conseguir, pero si tienes algo que cuenta con fuerza naturalmente se abrirá camino y esta película lo ha hecho. No ha sido el camino más esperado ni el más clásico, no tiene el sello de Cannes, Venecia o Locarno, pero cada vez que ha sido seleccionada en un festival, hemos tenido la fortuna de que los directores de esos eventos escriban cosas muy bonitas sobre la película y se han escrito críticas muy interesantes. Cada película tiene destinos diferentes. Mi primer documental hizo un camino que el segundo no hizo y el tercero hizo otro completamente distinto.

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Andrés Ernesto Jiménez Suárez

Graduado de la Escuela de Cine y de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, coordinador de distribución del sello Interior XIII.


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Graduado de la Escuela de Cine y de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, coordinador de distribución del sello Interior XIII.


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