Romper todo: el papel de la acción directa en la protesta
En la pasada movilización del 8M, algunas manifestantes atacaron varios lugares del centro de Bogotá. Su gesto, en gran parte calificado de vandalismo, dice mucho más sobre las necesidades de la movilización ante un Estado que no entiende el papel de la protesta.
Eran las 6 de la tarde cuando la puerta de la iglesia ardió. Al frente, un grupo de mujeres, mujeres jóvenes, aplaudían la llama que tras un chorro de gasolina intentaba trepar las puertas de la Iglesia San Francisco, en la carrera séptima con Jiménez. Fue la culminación del éxtasis que se cocinó durante los minutos eternos en los que varias de ellas, todas con el rostro cubierto, atacaron a patadas esa misma puerta.
Era la tercera vez que se repetía la misma escena ese 8M: primero frente a la iglesia de Las Nieves y luego en el Pussycat, el cine porno de la calle 23 con carrera séptima. En los tres hubo patadas, fuego, rayones de aerosol.
Algunos lo llaman “vandalismo”, otros “acción directa”.
La imagen de la iglesia en llamas y de las mujeres que la celebraban se regó por redes sociales y pronto se volvió central en los medios y tweets que hablaban del 8M. Muchos lo tildaron de vandalismo, vergüenza. La alcaldesa Claudia López, por ejemplo, dijo que el hecho no era “ni protesta, ni reivindicación ni feminismo”, que no era parte del espíritu del 8M.
En la marcha se sintió distinto. Sin importar lo ajena o involucrada que se estuviera en la acción, si se aplaudía o se rechazaba, muchas vieron en el fuego un símbolo.
“No son gestos individuales o aislados. Aquellas que han hecho acción directa están motivadas por la digna rabia, no solo como móvil sino como exigencia de justicia. Es fácil creer que quemar y romper no causa nada, pero al día de hoy más mujeres han sentido que no están solas y definitivamente no lo están”, le dijo a Cerosetenta la Insurrección Feminista Radical, uno de los nombres bajo los que se han articulado y se nombran algunos sectores de la movilización feminista, que se reconocen como radicales.
Una acción contra la sordera
Una acción directa, explica Víctor Barrera, investigador del Cinep, puede ser muchas cosas, pero en este contexto tiene que ver con actos en ocasiones violentos, que a veces apuntan a causar daños sobre bienes o inmuebles, y que en esencia están planteando reclamos públicos.
“Lo más importante de este debate es reconocer que esos actos de violencia están manifestando un malestar y una reivindicación. No son actos de fuerza bruta. La conversación pública en Colombia no ha querido abordar el tema directamente ni considerar que hay grupos sociales, activistas y manifestantes que ven en la acción violenta un mecanismo válido para plantear reclamos. Deberíamos entender por qué esta es una táctica que se incorpora dentro del repertorio de la protesta, más que descalificarla, porque hace parte del horizonte de la acción colectiva”, dice Barrera.
Aunque el concepto a ratos parezca nuevo, o una forma distinta de nombrar lo que por mucho tiempo se calificó como simple “vandalismo”, las acciones directas son recursos que han sido usados desde hace tiempo en el país. Cada vía cerrada, cada bloqueo, cada paro camionero o campesino es un ejemplo de acción directa: actos en los que se reclama por fuera de los canales y conductos oficiales establecidos por la ley.
Proyectos como el de hacer un protestódromo muestran que no se entiende que la protesta es fundamental para la democracia participativa, en la que la gente intervenga y cuestione lo que no va bien a nivel institucional
A menudo es sólo gracias a esas acciones directas que algunos sectores han logrado que el Estado escuche y acceda a sentarse a discutir. “Si uno mira lo que ha sido la actitud histórica del Estado hay una ambigüedad estructural. El discurso estatal es que no va a responder a las vías de hecho, a los “vándalos”. Pero al mismo tiempo, la única forma en que el Estado se ha sentado a negociar es cuando los manifestantes tienen la capacidad de alterar masivamente el funcionamiento normal de la sociedad con acciones disruptivas, que no siempre son violentas, pero que muchas veces van acompañadas de actos de violencia”, asegura Barrera.
Las acciones directas, violentas o no, aparecen allí donde la democracia falla. Cuando lo imperante es la sordera estatal ante los reclamos o necesidades de la gente, es inevitable que aparezcan formas de protesta que retan directamente lo que el Estado dice que se puede o no se puede hacer en el territorio. Y entonces la gente grita, bloquea, rompe y quema en un intento, a veces colmado de frustración e ira, de ser escuchados por quienes ponen las reglas.
“Vivimos en estados corporativos, cada vez más privatizados y menos democráticos, en los que se reconoce poco la importancia de la protesta. Proyectos como el de hacer un protestódromo muestran que no se entiende que la protesta es fundamental para la democracia participativa, en la que la gente intervenga y cuestione lo que no va bien a nivel institucional”, dice Laura Quintana, profesora de filosofía de la Universidad de los Andes.
Para ella, la protesta es un espacio en el que la democracia se puede abrir a la reforma y transformación de sus instituciones. Pero cuando de un lado hay un Estado que se niega a escuchar, del otro crece la inevitabilidad de la acción directa, y en algunos casos, de la acción directa violenta.
“Hay una retroalimentación entre la falta de escucha a manifestaciones enardecidas y estos códigos consensualistas que deslegitiman y convierten las manifestaciones de indignación en puro vandalismo. Ahí hay un círculo vicioso que habría que romper porque entre más sordera, esas manifestaciones se pueden tornar mucho más airadas y destructivas”, asegura Quintana. “Hay conflictos que de pronto necesitan trastocar los canales establecidos, porque los canales establecidos están reproduciendo el daño”.
Una acción que rompe y divide
Las violencias que han sufrido y siguen sufriendo las mujeres en el país son una muestra de cómo los canales establecidos por el Estado no han reparado ni evitado daños. Por el contrario, para muchas mujeres víctimas acceder a la justicia significa someterse a un proceso de revictimización en el que cada paso vuelve a hundir el dedo en la llaga. Eso lo tiene claro la Insurrección Feminista Radical y lo ubican dentro de los motivos de las acciones directas del 8M.
“Mientras habitemos en un mundo en constante guerra con nosotras, la respuesta no podrá estar dentro de las reglas establecidas. Se ha intentado y las ganancias han sido menores, ¿no han leído a Audre Lorde? Nos ‘sorprende’ la sorpresa ante estas formas de protesta, en especial en lugares o instituciones que esconden violaciones, feminicidios y abusos sexuales. Las mujeres hemos sido observadoras durante mucho tiempo, ahora queremos tomar nuestro lugar como hacedoras del mundo”, dijeron a Cerosetenta.
Pero no por eso —por alimentarse de una rabia digna, como ellas la llaman, o por estar sustentada sobre violencias que reconocemos cada vez más— las acciones directas que tuvieron lugar en el 8M estuvieron libres de críticas incluso dentro del mismo movimiento feminista. Al día siguiente de la movilización, hubo intervenciones en redes sociales y conversaciones entre manifestantes sobre si las acciones directas habían sido apropiadas, organizadas o si en últimas, incautamente le habían hecho el juego al discurso dominante del vandalismo, opacando todo lo otro que pasó en la movilización.
Laura Quintana asegura que ese es el riesgo que corren las acciones directas: que oficialmente se lean como actos vandálicos sin sentido y que, entonces, se deslegitimen sus reclamos. Y esa lectura, ya conocida y esperable, hace que dentro de las articulaciones de organizaciones o luchas sociales las acciones directas se juzguen en ocasiones como contraproducentes.
Tenemos esta idea muy homogénea de la protesta y de quienes participan en ella, pero este es un tema que se discute constantemente, que rompe y divide
Víctor Barrera también reconoce lo polémico que resultan las acciones violentas al interior de la movilización y explica que “estas decisiones de si se recurre a tácticas violentas consumen una buena parte de las deliberaciones de las organizaciones sociales. Tenemos esta idea muy homogénea de la protesta y de quienes participan en ella, pero este es un tema que se discute constantemente, que rompe y divide”.
Barrera va incluso más lejos y explica que la efectividad de las acciones directas y de la protesta se puede leer en tres niveles:
Uno instrumental, en el que salir a la calle implica tener un reclamo que, de ser exitosa la protesta, se soluciona.
Uno expresivo que lo que busca es llamar la atención de otros que puedan ser potenciales aliados de la causa.
Y uno afectivo, que en la protesta busca generar y fortalecer el vínculo con otros pares que están participando.
“Desde esa perspectiva, desde el puro sentido común, la violencia es un mal negocio. Desde una lógica instrumental, la violencia “justifica” una represión de las fuerzas del Estado que ahogan tu reclamo y que hace que no sea tenido en cuenta. Desde una perspectiva expresiva, puede que no consigas aliados porque puede que la mayoría de personas no vayan a estar de acuerdo con tácticas violentas. Y desde una lógica más afectiva, es un tema que al interior de las organizaciones también fractura”, asegura Barrera.
Una acción reactiva
Aunque Barrera y Quintana reconocen el lugar sensible y polémico que ocupa la acción violenta en las manifestaciones, los dos creen que emitir un juicio sobre si está bien o mal no es pertinente, y evade la conversación necesaria de lo que la acción está diciendo y que necesita ser escuchado. Muchas veces, el mandato de que la protesta debe ser pacífica descalifica de entrada la acción violenta y exime a gobernantes, manifestantes y civiles de la responsabilidad de contemplarla y discutirla.
Quintana, por ejemplo, asegura que “hay que distinguir entre la manifestación legítima de rabia, que tiene que ver con injusticias que quieren ser visibilizadas y reparadas, de un discurso veladamente pacifista que quiere defender lo que llamo un consensualismo estético y afectivo, que supone que protestar solo puede darse de ciertas maneras, muy reguladas y controladas”, dice Quintana.
Y es precisamente en la desobediencia de ese mandato pacífico de la protesta que la Insurrección Feminista Radical enraiza una parte de su activismo y de su apuesta política: “Las mujeres tenemos rabia. Nos tuvieron calladas mucho tiempo, ¿ahora quieren que les pidamos permiso y marchemos por el andén? ¿Quieren que hagamos un desfile, un baile, un concierto? ¿Que hagamos de la marcha una fiesta, como el pride? La lucha por los derechos de las mujeres nunca va a ser una celebración, será una insurrección. Como lo ha sido desde hace ciento tres años”.
La apuesta por las acciones directas en la marcha del 8M tiene que ver con la rabia acumulada de una historia de violencias y abusos sobre los cuerpos de las mujeres. Los abusos, las violencias persisten impunes y entonces la ira crece y en el espacio público a veces se torna destructiva.
Eso es evidente cuando se miran los símbolos sobre los que se dirigió la violencia: la iglesia católica, una institución que por siglos persiguió y quemó mujeres, y la industria pornografica que la Insurreccion Feminista Radical describe como una industria que “explota y se lucra de la sexualidad y de los cuerpos de las mujeres, aprovechándose de la vulnerabilidad que vivimos al estar inmersas en un sistema económico, social y político que ve nuestros cuerpos como una mercancía que puede ser monetizable, apropiada y vendida”.
No es una violencia irracional, es un acto reactivo a otra violencia que se ha normalizado y que en ocasiones permanece invisible. Es otro tipo de violencia: una que no ataca cuerpos, sino símbolos, y en ese sentido no puede ser una violencia que se sancione apresuradamente ni de la misma forma.
“Obviamente se puede considerar violento quemar una iglesia, pero es una violencia expresiva que no está apuntando a destruir vidas. Se pueden diferenciar las formas de violencia y cómo se ejercen. En el fondo, yo creo que la violencia no es eliminable por completo del espacio social y lo que hay que ver es cómo se contrarrestan los efectos más destructivos de las formas de violencia”, asegura Laura Quintana.
Específicamente sobre las acciones directas del 8M, Víctor Barrera también ve una expresión de una inconformidad más profunda que además busca mandar un mensaje: “Lo que hay detrás es un acto límite respecto a una discriminación y una exclusión sistemáticas que para algunos sectores ya es brutalmente inaceptable. Es la forma en que simbólicamente se puede plantear el reclamo y transmitir un mensaje público a una sociedad que todavía no ha despertado de muchas inercias en su configuración. Esto trata de sacudir y por eso los objetivos o lugares hacia dónde iban dirigidas esas acciones directas”.
Para la Insurrección Feminista Radical, el acto de destrucción material del 8M es la representación de la destrucción que demandan de un sistema que sostiene la violencia sobre las mujeres.
“Un edificio que se está cayendo a pedazos no se limpia, ni se remodela: se demuele. Las mujeres estamos cansadas de pedir favores, de modular la voz. La guerra silenciosa contra nosotras se ha librado desde todos los frentes: utiliza nuestras subjetividades, nuestros cuerpos, los espacios que habitamos, nuestros deseos, nuestras fantasías. Todas las exigencias que hacemos en tanto mujeres requiere de la destrucción de un mundo antiguo y de los cimientos que lo sostienen”.
Por eso, en medio de la manifestación, muchas no vimos “vándalas”, sino el símbolo de algo más profundo que le habló a todas, a las presentes y a las ausentes. Un gesto elocuente. Una transgresión que reclama por dolores y rabias acumuladas, que para algunas dignifica o al menos vuelve visible lo que no se ve. Un gesto que abre las emociones, el diálogo y, sobre todo, los ojos.
Esta nota fue escrita para Boroló, nuestra iniciativa con Organización Artemisas para desestigmatizar y co-construir una nueva narrativa sobre la protesta pacífica. Para conocer más visita borolo.org.