En medio de los ambientes tan hostiles en los que se ejerce la labor periodística en Colombia hay una escena muy recurrente: el reportero se siente en confianza en un lugar, se descuida unos segundos y cuando revisa sus pertenencias se da cuenta de que ya no tiene su computador. Pasa en los eventos de lanzamiento de proyectos periodísticos en los que el reportero es el organizador, pasa en las salas de redacción, pasa en restaurantes en los que el periodista se entrevista con su fuente, pasa en una cafetería, pasa aquí, pasa allí… pasa y pasa y pasa y al final de cada historia no pasa nada.
Y la principal razón por la que nunca pasa nada es porque todos nos quedamos en la eterna pregunta: “¿Venían por mi computador o venían por la información?”. Y nos pasamos los días reconstruyendo una y otra vez la escena del robo a ver si llegamos a una conclusión. Porque en ese tipo de situaciones en las que jugamos a los detectives nos da miedo aventurarnos por cualquiera de las dos opciones: si decimos que tenían interés en la información quizá nos tilden de paranoicos, pero si no lo denunciamos como una agresión a la prensa quizá estemos contribuyendo al silencio y la impunidad.
¿Y esa información a dónde irá a parar? ¿Quién la tiene ahora? ¿Alcanzaría a cambiar las claves de mis cuentas antes de que accedieran a ellas?
Y a veces, motivados por las características del robo –por ejemplo cuando el ladrón ignora otros elementos de valor que estaban cerca al computador– nos arriesgamos a decir que fue un robo dirigido. En ese tipo de situaciones promovemos la denuncia pública y alentamos al periodista a que denuncie ante la Fiscalía, pero es muy probable que el fiscal que recibe el caso le dé la prioridad de “hurto simple”. Al final nada.
Lo cierto es que este tipo de robos tienen una connotación nefasta para quien lo sufre, que es, a mi parecer, la peor secuela con la que se queda un periodista después de ser víctima de cualquier ataque por ejercer su labor: la zozobra. No se trata solo de perder un par de documentos periodísticos. Luego del último robo que registró la FLIP en contra de Rutas del Conflicto y de la Fundación Farhenheit 451 aparecieron las siguientes preguntas: “¿Y esa información a dónde irá a parar? ¿Quién la tiene ahora? ¿Alcanzaría a cambiar las claves de mis cuentas antes de que accedieran a ellas?”.
La información que almacenan los periodistas en sus computadores es, por lo general, información sensible: hay datos personales, números de cuentas bancarias, documentos reservados, grabaciones de las personas que le confían a los reporteros sus historias de vida y que muchas veces están expuestas a un mayor riesgo que el del mismo periodista. Adicionalmente, muchos periodistas no acostumbran a hacer copias de seguridad y en ese computador que les ha sido robado se puede perder el avance de una investigación relevante. En definitiva, es una información sensible de la que alguien se beneficiará si accede a ella. Porque, aunque nos cueste creerlo, siempre hay intereses sobre la información que almacena un reportero.
Este tipo de situaciones demuestran que la justicia colombiana es muy limitada, sobre todo porque su andamiaje está lejos de garantizar los derechos de las personas que requieren especial protección en estos casos. A pesar de que existen leyes que sancionan el robo a la información, la realidad es que ninguno de estos delitos considera la motivación o la consecuencia del robo. Nuestro sistema judicial, en últimas, carece de enfoques en libertad de expresión.
Aunque nos cueste creerlo, siempre hay intereses sobre la información que almacena un reportero.
El código penal vigente, por ejemplo, en su artículo 239 sanciona el hurto, el cual puede ser calificado o agravado. Sin embargo, en ninguna de las dos circunstancias en las que el delito adquiere una mayor gravedad se tiene en cuenta las afectaciones a la actividad periodística. De hecho, el artículo está en el capítulo de “Delitos contra el patrimonio económico”. Algo similar ocurre con la Ley 1273 de 2009, que sanciona el acceso abusivo a un sistema informativo, la violación de datos personales y; si bien sus disposiciones no están meramente dirigidas a resolver el asunto económico, tampoco entra en consideración el valor que tiene la información que contienen los equipos periodísticos.
A las deficiencias de nuestras leyes hay que sumarle el poco interés que muestran los agentes judiciales en este tipo de investigaciones. Pareciera que la hipótesis que relaciona el delito con la labor periodística es la primera que se debe descartar. Seguramente porque es más económico y supone menos desgaste archivar y archivar. En consecuencia, ni se investiga el daño al patrimonio económico ni las afectaciones que supone el espionaje a la información periodística. Al final de cuentas el periodista ve como sus denuncias engrosan los índices de impunidad y contempla con impotencia que nunca pasa nada.