[Ritmos de la intuición] Diario del mapa de violencias en el espacio público de Bogotá
El jueves 7 de septiembre fue el cierre de la exposición “Ritmos de la intuición: historias atravesadas”. En este diario —de cuatro semanas— escribimos cómo nos fue con una de las piezas exhibidas: un mapa de Bogotá y Soacha en el que lxs asistentes georreferenciaron los lugares donde han sufrido violencias.
Este es un espacio de memoria sobre lo que pasó en Ritmos de la intuición, la exposición de 070 que realizamos del 10 de agosto al 7 de septiembre de 2023 —en la sala de exposiciones del edificio Julio Mario Santo Domingo— en la que buscamos retar las fronteras del periodismo y cuestionar cómo consumimos y transmitimos información.
Semana 1
Hay algunas tarjetas en el sur y otras en el norte. Varias en la localidad de Kennedy grande y compleja como una ciudad— y en la de Engativá, a lo largo de la calle 80. Hay muchas en Teusaquillo, Chapinero y el centro, tantas que se tapan unas a otras.
Cada una corresponde a un caso de violencia basada en género cometida contra una mujer o una persona disidente de género en el espacio público de Bogotá y del municipio de Soacha: abuso sexual, lesiones personales, desaparición, pero también acoso callejero que incluye manoseos, comentarios indeseados, exhibicionismo, persecución, miradas lascivas y gestos obscenos. Las tarjetas están pegadas con chinches rojos a un mapa de casi cuatro metros de largo y dos de altura al que titulamos “En las calles libres, no valientes” ubicado a la entrada de nuestra exposición Ritmos de la intuición: historias atravesadas.
Las instrucciones para usar el mapa son sencillas: 1. Si has sido víctima o conoces un caso de violencia de género en el espacio público te invitamos a tomar una tarjeta y llenarla. 2. Una vez completada, ponla en el mapa. Son cuatro preguntas, aunque de esas la mayoría de quienes han participado solo registra la edad y la descripción de lo que ocurrió.
“Tenía 12, estaba en Transmilenio en Suba cuando un viejo comenzó a pegarse a mí. Cambié de puesto. Igual estaba siguiéndome”, se lee en una tarjeta.
“Me encontraba en un bus de Transmilenio [en el Portal Américas], tenía falda y un tipo intentó tocarme debajo de la falda. Me metió la mano. Desde entonces no volví a utilizar seguido falda”, dice una mujer de 24 años.
“Un hombre se acercó y se refirió sexualmente a mí. Yo me alejé y él se quedó mirándome”, dice una chica de 18 años. Eso pasó en el parque El Tunal.
Una mujer de 27 años cuenta un episodio en el barrio Olaya: “En las horas de la tarde en la zona de mantenimiento de vehículos los hombres que trabajan allí te dicen cosas, sus miradas te incomodan, te persiguen”.
Y una de 21 años en la localidad de Rafael Uribe Uribe anota: “Salí a comprar pollo con mi mamá. Dos tipos en cicla le gritaron a mi mamá que ella era la suegra de ambos. Seguimos caminando y ellos siguieron a nuestro paso. Tuvimos que meternos a una droguería para que se fueran”.
Una mujer de 37 años refiere un hecho violento que sufrió cuando era una niña de 12 en un bus por la avenida Boyacá: “En el asiento del frente iba un hombre que se giró hacia mí. Estuvo todo el tiempo mirándome y masturbándose”.
Resulta impactante leer las tarjetas, ver los distintos tipos de letras con los que están escritas: grandes, pequeñas, inclinadas, rectas, cursivas o separadas. Cada una es una historia, pero leerlas una tras otra genera también un relato coral, una voz colectiva que se visibiliza, despliega un torbellino de emociones y se resiste a dejar de circular por el espacio público, ese lugar que nombra lo que está fuera de casa —calles, transporte, restaurantes, universidades, parques— y que debería poder ser habitado por todxs.
“Sobre la 26 en ciclovía nocturna de vuelta a casa unos adolescentes pasaron a mi lado en sus bicis y me nalguearon. Cuando los volteé a ver se rieron. Me quedé paralizada, me bajé una cuadra después y lloré”, comenta una mujer de 24 años.
“Cuatro manes con cuchillo me toquetearon para robarme el celular”, escribe alguien que pegó su tarjeta en el mapa sobre la autopista norte a la altura de la calle 140.
Cuando en junio de 2022 en Cerosetenta publicamos el especial Calles Peligrosas sobre las violencias cometidas contra mujeres y personas disidentes de género en el espacio público de Bogotá y Soacha, sobre las repercusiones de esas violencias y sobre las estrategias individuales y colectivas para hacerle frente, registramos algunas cifras de la Secretaría de Seguridad, Convivencia y Justicia. De enero a mayo de 2022, el número de mujeres asesinadas era 41. Y 2.178 habían sido víctimas de delitos sexuales. El más reciente boletín de la Secretaría, de junio de 2023, indica que 36 mujeres han sido asesinadas en lo que va de 2023, pero esta vez no aparece la cifra de delitos sexuales.
Desde que inauguramos la exposición el pasado 10 de agosto, personas de todas las edades han interactuado con el mapa. Por allí han pasado mujeres mayores y chicas con uniforme de colegio. Cuando las abordamos para contarles de qué se trata, muchas nos hablan sobre sus vidas y sobre la violencia que sufrieron. Otras asienten, llenan su tarjeta en silencio y se van. Otras piden con triste ironía no una sino varias tarjetas. Hasta ahora ninguna ha afirmado no haber sido víctima de un hecho violento en el espacio público.
El 11 de agosto hicimos un evento de activación del mapa junto a No me calle, una colectiva feminista que trabaja en la construcción de nuevas formas de habitar y apropiarse de la ciudad. Con ellas, alrededor de una mesa de patas largas, escuchamos y conversamos con las asistentes, las vimos frente al mapa, contemplando la enormidad de Bogotá, a la vez tan próxima y extraña, emprendiendo el ejercicio de leer a otras que también han sido atravesadas por una violencia. Una chica nos habló de la agresión que sufrió su madre en la calle por parte de un vecino. Del miedo que ahora ambas sienten. Las compañeras de la colectiva No me calle llevaron estampitas de Diana Cazadora, una figura de protección para las mujeres. “Tú que todo lo ves, que todo lo sientes / No permitas la mano abusiva sobre mi cuerpo”, empieza la oración en su nombre.
Las otras dos preguntas de las tarjetas se refieren a si fue posible acudir a una red de apoyo u organización después de lo sucedido y a una reflexión que se quiera hacer. Hasta ahora esos espacios permanecen en blanco, salvo excepciones en las que se leen mensajes como “Se normaliza este tipo de violencias sexuales, se esconden en piropos”, o “Para muchas autoridades el acoso callejero no es violencia” o “Acoso sexual basado en género, en el miedo, en la inseguridad, en el dolor de ser observada de manera violenta”. Así escribe una chica de 19 años.
Antes de abrir la exposición dispusimos cien tarjetas. Tras una semana, solo queda un puñado.
Semana 2
“En las calles libres, no valientes” es un mapa. Un mapa es una representación de un territorio o de una parte de él y suele tener ríos, océanos y montañas, pero también países, ciudades, fronteras, calles y barrios. Un mapa sirve para ubicarse en un punto y, a la vez, para establecer una ruta de llegada a otro lugar. Es una guía. En Babilonia, hace unos 5.000 años, los viajeros ya hacían mapas, aunque la pieza más antigua fue encontrada en la actual Turquía y data del 8.600 a.C. Los mapas han sido utilizados para descubrir nuevos territorios y con frecuencia para invadirlos y hacer en ellos un inventario de riquezas. Es por eso que, al tiempo que los mapas son importantísimos para el conocimiento humano, en torno a su elaboración —quién los hace y para qué— sigue habiendo preguntas sin responder. Al fin y al cabo, la materia con la que se involucran es la realidad y la realidad es siempre compleja.
En “Ritmos de la intuición: historias atravesadas”, la exposición que inauguramos el pasado 10 de agosto y que va hasta el 7 de septiembre, tenemos nuestro propio mapa. Se llama así —“En las calles libres, no valientes”— y busca georreferenciar las violencias cometidas contra las mujeres y personas disidentes de género en Bogotá y Soacha.
Ese es nuestro territorio mapeado: Bogotá, tan enorme que borró su frontera con el municipio de Soacha. Fue difícil, dice Nefazta, la artista gráfica y encargada del diseño de la exposición, encontrar un mapa de Bogotá lo suficientemente grande para convertirlo en una pieza que abarcara el panel de 4×2 metros donde lo exponemos. Y fue imposible conseguir uno de ese tamaño en el que la ciudad se viera completa, con todos sus márgenes, por lo que una parte de la localidad de Usme —al suroriente y que, de hecho, fue un municipio autónomo hasta que se incorporó a Bogotá en 1954— no alcanza a salir. Tampoco Sumapaz, la localidad número 20 y la única del todo rural. Ni el norte, que solo llega hasta la terminal de buses. Y, sin embargo, lo que se ve es monumental.
La superficie de nuestro mapa está hecha de un material similar al corcho que permite pegar con chinches las tarjetas que describen los hechos violentos, y cuando nos lo entregaron vimos un despliegue de calles y zonas en varios tonos de gris, pero sin nombres. Para nombrar esas calles, barrios y localidades decidimos hacer etiquetas. Con la ayuda de No me calle, la colectiva feminista junto a la que emprendimos el proyecto, elaboramos una lista de lugares y vías principales. Algunos eran evidentes (la carrera séptima o la avenida Boyacá) y otros menos conocidos, aunque simbólicos para el movimiento feminista (el monumento a La Pola o la Plaza de la Hoja). Después agregamos las etiquetas, un trabajo demandante de ubicación tanto más porque en nuestro mapa el occidente está arriba, el oriente abajo, el norte al lado derecho y el sur, al izquierdo. Asumir que en los mapas el norte está siempre arriba y en consecuencia concebir la realidad bajo esa jerarquía es solo eso, una asunción.
El 18 de agosto, como parte de la programación de la exposición, la colectiva No me calle realizó un taller al que tituló Corpografías: emociones y estrategias para vivir en la calle. Varias de sus integrantes son geógrafas con perspectiva feminista y para el taller propusieron un ejercicio de acercamiento a las emociones que generan las violencias en el espacio público entre las personas que son víctimas de ellas. Quienes asistimos nos sentamos en un círculo junto al mapa y hablamos de rabia, miedo, asco, valentía, confianza y fuerza. A cada emoción le adjudicamos un color. Luego, con esas emociones nos imaginamos una criatura que tuviera la posibilidad de defenderse ante una violencia. La criatura que armamos —con ruedas en los pies, visión láser, voz de ultratumba y una vagina capaz de arrojar fuego— es, ella misma, un mapa porque nos permitió saber dónde estamos y hacia dónde queremos ir. Y nos permitió hacerlo de manera colectiva. Ese es otro de los aspectos de nuestro mapa de violencias que no tiene ríos ni montañas, sino exhibicionismo, tocamientos indeseados y desapariciones: entender que estamos hablando de algo colectivo, que lo que le sucedió a alguien nos sucedió a todas y que, a través del acto de escribir, leer las tarjetas y ubicarlas estamos —entre todas— marcando un territorio, reconociéndonos.
Semanas 3 y 4
¿Cómo vamos a desmontar el mapa?
Esa fue la pregunta que nos hicimos en los últimos días. Hace un mes, cuando inauguramos la exposición, el mapa “En las calles libres, no valientes” era un terreno baldío sin etiquetas ni nombres, próximo a ser intervenido. Una pila de tarjetas estaba lista para completarse con las situaciones de violencia que mujeres y personas disidente de género sufren en el espacio público de Bogotá y Soacha. La idea de que el número de tarjetas se redujera —es decir que las llenaran— nos producía expectativa y malestar a partes iguales y hoy, dos días después del cierre de la exposición, sabemos que hay alrededor de 115 tarjetas escritas. 115 personas que contaron 115 historias que son 115 denuncias.
Pensamos tomar una foto por tarjeta, dividir el mapa en cuadrantes y tomar varias fotos, clasificar las tarjetas por localidades y ordenarlas a partir de un sistema numérico o de un sistema de colores, envolver el mapa en vinipel y guardarlo. Cada posibilidad traía dudas de maniobra y al final optamos por una mezcla de todas. Quizás en el fondo queríamos no tocar nada, no dañar ni entorpecer, dejar que este ejercicio siguiera su curso como una criatura autónoma y provista de muchas voces que ya no nos pertenece.
El desmonte del mapa dejó de ser un asunto puramente técnico y nos condujo a otras inquietudes todavía más difíciles: ¿qué viene después? ¿Qué hacemos con esto que la gente nos confió? ¿Qué hacemos con las violencias?
Una de las preguntas de las tarjetas alude a qué pasó después del hecho violento, si se contactó a una autoridad o a un grupo de apoyo. En muchos casos la casilla quedó sin respuesta y cuando sí hubo fue que no, no se contactó a nadie. En las tarjetas alguien escribió que ese día había policía, pero ninguno actuó. Otra persona dijo que sintió miedo y no quiso generar conflictos con su familia. Otra, que es difícil decir y explicar ese tipo de violencias cuando quien las sufre es un hombre. Otra, que no lo contó porque es algo que la sociedad ha normalizado. Otra, que logró hacer un video del agresor, pero no hubo ayuda. Otra, que son cosas que suelen pasar.
El 18 de agosto en el taller que realizaron las compañeras de la colectiva feminista No me calle titulado Corpografías: emociones y estrategias para vivir en la calle, aprendimos que no hay una reacción correcta ni incorrecta tras haber sido víctima de un hecho violento en el espacio público. Quienes asistimos al taller compartimos las emociones que sentimos al vivir una situación así. Hablamos del miedo y de una confusión paralizante que puede desembocar en una pregunta culposa: ¿por qué no hice nada? Al final del taller imaginamos un ser entre humano y alienígena dotado de poderes para enfrentar las violencias. Uno consistía en “tocar el corazón” del agresor, transmitirle pena, generar empatía. Otros, en cambio, tenían que ver con el uso de la fuerza y la capacidad de hacer daño.
Un visitante de la exposición contó en una tarjeta que, al ser testigo de un hecho violento en el espacio público —un hombre masturbándose frente a una mujer—, resolvió golpear al agresor. Por su parte, la artista afrotravesti Magdalena Moreno también nos visitó para hacer un performance en el que exigió justicia por sus compañeras trans muertas y desaparecidas. Cuando terminó, dijo que una posible reacción frente a las violencias era escuchar. Callarse y escuchar.
Sé que lxs periodistas no somos heroínas ni salvadores y que nuestro trabajo no está obligado a cambiar el mundo, aunque en momentos históricos haya pasado. Intuyo, aun así, que si hay una respuesta a la pregunta de qué hacer con las violencias que registramos tiene que ser colectiva. Con No me calle queremos que el mapa sea itinerante, llevarlo por la ciudad y hacer eso: escuchar. Escuchar a las mujeres que atraviesan la zona de Abastos en bicicleta, a las que toman Transmilenio en la estación de San Mateo (Soacha) y en el Portal 80, a las que van al parque en Teusaquillo y a la ciclovía en Suba. Ese es el futuro que buscamos para nuestro mapa. Quizás entonces consigamos construir una respuesta.