Retorno a Chingaza: un parque nacional presenta una estrategia inadvertida de rewilding

La creación de un parque natural, por motivos ajenos a la conservación de grandes mamíferos, terminó teniendo como consecuencia esto mismo: la conservación de osos y venados en Chingaza.

por

Claudia Leal

Profesora del departamento de Historia y Geografía de la Universidad de los Andes


21.10.2025

Después de los primeros meses de pandemia mi familia escapó el confinamiento bogotano alquilando una casa en el campo.

Acabamos comprando un terreno cercano con una casita destartalada, que arreglamos. Llevamos cinco años visitando el valle del río Blanco, donde confluyen los municipios de Choachí y Fómeque, al otro lado de los cerros que bordean a Bogotá por el Oriente. Es un lugar muy distinto a la capital: el clima es calientico y el paisaje verde y escarpado. Es una dicha escuchar a los pajaritos al despertarse por la mañana y ver a las garzas blancas volar río abajo hacia sus nidos al final de la tarde. De vez en cuando veo ardillas rojas. Son las descendientes de unas que trajo un antiguo vecino, Fernando González Pacheco, el popular presentador de televisión de los años setenta y ochenta. A él le encantaban los animales y tenía ardillas en una gran jaula junto a su casa. Un buen día, Judy Henríquez, la conocida actriz amiga suya, se apiadó de ellas y las liberó, o eso me dijo una testigo de los hechos. Quedé fascinada de que ese acto compasivo hubiera llevado a que las ardillas poblaran este valle. Pero puede que la historia sea distinta, puesto que luego vi a la ardilla roja (Syntheosciurus granatensis) listada en un libro de mamíferos de la región (Parra Romero y González Maya 2020). No sé si los biólogos desconocen cómo llegaron aquí o si Pacheco, el amante de los animales, en un acto de supremo egoísmo, encarceló a algunos roedores locales para su propio deleite. 

El retorno del oso andino | una historia atípica de conservación en Chingaza

Durante los años 80, en el Macizo de Chingaza, la población de oso andino había disminuido. La cacería, los incendios y la presión por actividades agropecuarias amenazaban a la especie, cuya presencia se había convertido en leyenda…

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Sea como fuere, estas ardillas son los únicos mamíferos no domésticos que he visto vivos; también he visto una zarigüeya, un armadillo y un conejo aplastados en la carretera destapada por la que a veces camino. La escasa vida silvestre me intriga. Quizá esta escasez ha caracterizado la zona desde cuando fue poblada por comunidades indígenas. No puedo evitar comparar la vida animal de aquí con la de Berkeley, California, donde viven mis suegros. En varias ocasiones he visto venados deambulando por las calles y saltando las cercas que separan un jardín de otro, como si estuvieran dotados de un superpoder. Mis suegros tienen incluso una foto de un venadito que su madre dejó por un rato en la entrada de su casa. Hace unos años, cuando vivimos en esa zona por un semestre, un mapache se asomó por la entrada para gatos que había en la puerta, y una mañana mi familia llegó a ver a dos zarigüeyas tumbadas copulando. ¿Por qué en una zona urbana de la próspera California la gente comparte su espacio con todos estos cuadrúpedos, mientras que en este lugar del trópico biodiverso sólo nos topamos de vez en cuando con alguna ardilla?  

Algún día resolveré ese misterio. Mientras tanto he trabajado otros temas, entre ellos la historia del parque nacional donde nace el río Blanco (que corre en la base de nuestro lote). Podría subir a pie por varias horas desde nuestra casa, pasando de una altitud de 1.600 metros a más de 3.000, y llegar al páramo que forma el núcleo del Parque Nacional Chingaza. Si fuera mi día de suerte, avistaría un oso andino deambulando o dándose un festín con una puya, una planta en forma de roseta cuyo corazón estos animales aprecian mucho. Odio admitir que en mis varias visitas (en carro desde Bogotá, no a pie desde nuestro lote) nunca he visto uno. Pero mi amigo Andrés Guhl ha tenido mejor suerte (ver fotos abajo). Viviana Umaña, que llevaba tres años trabajando en Chingaza, me dijo en enero de 2024 que había visto osos en 33 ocasiones, muchas, pero cada una lo suficientemente significativa como para llevar la cuenta. 

El Parque Nacional Chingaza se creó para proteger el agua que, desde mediados de los años ochenta, abastece a Bogotá. La llegada de grandes mamíferos fue más una casualidad que el resultado de un plan –quizás por eso nadie lo llama rewilding, como muy posiblemente lo harían biólogos estadounidenses y europeos. Fotograma: David Augusto De Salvador

La mayoría de los 10 millones de residentes humanos del Área Metropolitana de Bogotá no sabe que relativamente cerca tienen a osos andinos como vecinos; pero los habitantes de la zona que rodea a Chingaza sí. Unos pocos han tenido que afrontar los costos de la coexistencia: la matanza de su ganado. Otros quisieran ver uno, pero tienen que contentarse con los que hay pintados en los murales que adornan las paredes de algunos edificios y escuelas. Después de casi desaparecer, estos carismáticos animales se están convirtiendo en un símbolo regional.  

Al igual que el venado cola blanca, el oso andino ha resurgido en esta parte de los Andes gracias a la creación de un parque nacional. Ambas especies habían sido cazadas casi hasta su extinción. Los venados eran la presa favorita de los cazadores deportivos y a los osos se les mataba porque se comían el ganado y para obtener su grasa, que era considerada medicinal. Hace aproximadamente un siglo, estos animales silvestres empezaron a ser sustituidos por ganado, que había sido llevado al páramo para que se alimentara del pasto nativo. El parque, creado en 1977, ha revertido lenta y parcialmente este proceso. Sus funcionarios retiraron el ganado pero no reintrodujeron animales silvestres; éstos llegaron por sí solos, gracias a que unos pocos sobrevivieron en los bosques de niebla que bordean el parque por el lado más alejado de Bogotá, y con menor densidad poblacional humana. 

El parque, creado en 1977, ha revertido lenta y parcialmente este proceso. Sus funcionarios retiraron el ganado pero no reintrodujeron animales silvestres; éstos llegaron por sí solos, gracias a que unos pocos sobrevivieron en los bosques de niebla que bordean el parque por el lado más alejado de Bogotá, y con menor densidad poblacional humana. Fotograma: David Augusto De Salvador

Esta ocupación espontánea ha sido celebrada, y ligeramente monitoreada, pero no fue la razón que impulsó la conservación. El Parque Nacional Chingaza se creó para proteger el agua que, desde mediados de los años ochenta, abastece a Bogotá. La llegada de grandes mamíferos fue más una casualidad que el resultado de un plan –quizás por eso nadie lo llama rewilding, como muy posiblemente lo harían biólogos estadounidenses y europeos. Esta novedosa forma de conservación, que por lo general incluye la introducción de especies clave para revitalizar procesos ecosistémicos, ha tenido poca impacto en América Latina. Chingaza muestra una variante no reconocida que, en lugar de apartarse de la conservación tradicional –como muchos defensores consideran que hace el rewilding–, se deriva de ella. Aunque este caso no es fácilmente reproducible –al menos en América Latina, ya que requirió la existencia de una población remanente que se expandió gracias a la existencia de un parque nacional que más o menos funciona–, sí demuestra que algunas áreas protegidas tienen el potencial de facilitar que se produzca un rewilding espontáneo. 

1. Una propuesta extravagante

Supe que había algo llamado rewilding en 2012 cuando leí un artículo en The New Yorker: «Recall of the Wild», de Elizabeth Kolbert. La idea de recrear ecosistemas paleolíticos mediante la cría de uros extintos, es decir, de revivir a los antepasados silvestres de las vacas para reintroducirlos en partes de Europa, me pareció un extraño capricho del Norte opulento. Una sociedad tiene que tener riqueza en exceso para concebir un plan de ese tipo. La gran diferencia entre los medios disponibles en el Norte Global para alcanzar estos sueños y aquellos que hacen posible las iniciativas relacionadas con fauna silvestre en Colombia era evidente. Por aquel entonces vivía en Múnich, donde conocí a una bióloga que se dedicaba a evaluar el efecto de las carreteras sobre pequeños mamíferos usando tecnología de punta. A mis amigos biólogos –pensé– se les haría agua la boca. 

Aquello que ha dado en llamarse rewilding se caracteriza por esfuerzos sostenidos de reintroducción de especies y monitoreo, que resultan muy costosos. Tal vez por eso tienen poco eco en América Latina (Root-Bernstein et al. 2017). Otra razón tal vez sea que la región quedó con pocos mamíferos grandes después de que la mayoría de estos se extinguieron hace unos 10.000 años, a finales del Pleistoceno, y esos son justamente los animales que tienden a ser el foco de los experimentos de rewilding (Koch y Barnovsky 2006). Es decir que América Latina tiene menos candidatos que otras regiones. Además, los abundantes bosques de la región –que aún cubren alrededor del 45% del territorio– hacen que los animales más grandes, como tapires y jaguares, que además son solitarios, sean difíciles de ver. 

Aunque ha habido muchos casos de reintroducciones de animales, pocos han sido intentos por revivir o revitalizar poblaciones, y menos aún –como propone el rewilding– por restaurar cadenas tróficas. Buscan más bien dar una segunda oportunidad a unos pocos seres. Los casos más comunes que conozco se refieren a criaturas que han sido confiscadas y que, con la esperanza de no tengan que pasar su vida en un zoológico abarrotado y con pocos recursos, o en un espacio facilitado por una ONG bienintencionada, son liberadas en lugares donde podrían vivir en libertad. Eso es lo que intentó hacer la Fundación FES, en los años noventa, en la reserva La Planada, en el sur de Colombia, con los osos andinos que la gente adoptaba después de matar a sus madres. Una vez sueltos, algunos de estos osos perecieron, víctimas de las balas de los vecinos, lo que contribuyó a poner fin al programa (González 2023). Otras iniciativas de este tipo también han sido cortas y sus resultados menos loables que sus intenciones. 

También ha habido, y sin duda sigue habiendo, intentos por reintroducir especies en hábitats de los que han desaparecido o donde se han vuelto escasas. Ese es el caso del caimán de la cuenca del Orinoco y también de tapires, monos, tortugas y ñeques en los remanentes de la otrora extensa Mata Atlántica brasileña. Aunque el objetivo en estos casos es repoblar los hábitats, la mayoría de estos intentos no han sido etiquetados como rewilding, quizás porque preceden a la acuñación del término o porque esta etiqueta no ha tomado fuerza en español y portugués. Resilvestración o reasilvestramiento suena más extraño que atractivo; parece lo que es: una traducción, no una expresión original.

Así pues, no debe sorprender que el caso emblemático para América Latina lo iniciara una fundación estadounidense creada por el propietario de The North Face, la conocida empresa de ropa para actividades al aire libre. Formada en 1992 como The Conservation Land Trust, ahora es conocida como Tompkins Conservation. Esta fundación compró fincas ganaderas en un extenso humedal del norte de Argentina, donde «habían desaparecido el yaguareté, la nutria gigante, el tapir, dos especies de pecaríes, el oso hormiguero gigante, el paují careto y los guacamayos rojo y violeta» y donde las poblaciones de otras especies habían disminuido mucho. Desde 2007, lo que ahora es Rewilding Argentina ha reintroducido varias de estas especies, y en 2018 consiguió convertir sus tierras en un parque nacional llamado Iberá (Di Martino, Heinonen, Donadio 2022; Kerr 2022; Donadio, Di Martino y Heinonen 2022; Zamboni, Di Martino, Jiménez-Pérez 2017). Rewilding Argentina ha replicado este modelo de reintroducción de especies, junto con la creación y expansión de áreas protegidas, en otra parte del norte de Argentina y en la Patagonia.

Esta iniciativa ha fomentado relaciones entre investigadores argentinos y europeos, lo que ha llevado a sugerir la reintroducción de especies exóticas para llenar los nichos dejados vacantes por la megafauna que se extinguió a finales del Pleistoceno (Di Bitetti, Mata y Svenning 2022; Mata 2021; Monsarrat y Svenning 2021). Uno de los defensores de esta idea, el ecólogo danés Jens-Christian Svenning, es también coautor de un artículo (escrito con otros científicos europeos) que afirma que los descendientes de los cuatro hipopótamos traídos a Colombia por el narcotraficante Pablo Escobar en la década de 1980, que ahora probablemente superan los 200 individuos, están ayudando a restaurar las funciones ecológicas del Pleistoceno tardío (Lundgren et. al. 2020). El debate en Colombia en torno a esta forma inusual e involuntaria de rewilding es de índole práctica –si se debe matar o esterilizar a los hipopótamos, que en 2022 fueron oficialmente reconocidos como especie invasora– o emocional y ética –si estos gigantes resilientes tienen derecho a vivir (Ministerio de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible, 2022).

La proliferación de hipopótamos nos recuerda casos de rewilding espontáneo, en los que animales y otras formas de vida han demostrado sus capacidades y determinación al ocupar zonas abandonadas. Desprovistas de habitantes humanos debido a conflictos internacionales o a la presencia de residuos tóxicos, la Zona Desmilitarizada de Corea y la Zona de Exclusión de Chernóbil permitieron el florecimiento de la vida silvestre, aunque en este último caso –como nos lo recuerdan las acuarelas de Cornelia Hesse-Honegger– los insectos pueden nacer con sólo cinco patas (Brady 2020). Hay otro tipo de ejemplos. En Estados Unidos, los residentes humanos tuvieron que desalojar espacios destinados a servir de bases militares y la fauna regresó, a menudo con la ayuda de programas estatales (Havlick 2018). Lo mismo ocurre en zonas agrícolas marginales de Europa, donde la población ha emigrado y abandonado sus cultivos. En Vallarsa, en los Alpes italianos, por ejemplo, los venados rojos prosperan tras su reintroducción, mientras que los lobos volvieron sin ser invitados (Rippa 2023). Independientemente de cómo hayan llegado, la vigilancia y a veces el sacrificio de ciertos animales, que son otras formas de intervención humana, son la norma en estos casos.

En América Latina, especialmente en Colombia, los habitantes han abandonado o dejado de utilizar algunos lugares debido al conflicto armado interno y al narcotráfico, y en unos pocos casos, los parques nacionales han provocado el abandono forzoso de las actividades productivas. Estas situaciones suelen afectar a los bosques, cuya fauna puede disfrutar de un respiro frente a la cacería y la deforestación. Una mirada a la historia de los parques aclara por qué estos casos son infrecuentes.

2. Los animales en los parques latinoamericanos

Aunque el término rewilding puede sugerir esfuerzos por recuperar la naturaleza en general, este concepto suele estar definido en función de grandes animales, más que de otros seres vivos como insectos o plantas (Carver et al 2021). En parte por eso, este rótulo no coincide con la intención con la que fueron creados la mayoría de los parques nacionales de América Latina, ni con lo que han logrado. En general, los parques latinoamericanos no han forzado la salida de los habitantes humanos y sus socios domésticos, ni han facilitado el retorno de animales silvestres desplazados. Su establecimiento estuvo motivado por conservar lo que existía dentro de sus límites, más que por restaurar ecosistemas degradados. Además, rara vez han tenido como objetivo principal la protección de la fauna. La creación de muchos de los primeros parques nacionales buscó conservar paisajes espectaculares, así como asegurar el control sobre las zonas fronterizas. Más adelante, la protección de ambientes clave o amenazados motivó a quienes propusieron parques. Los animales solían formar parte implícita del paquete, pero no eran especialmente relevantes (Freitas, Leal y Wakild 2024). Además, en muchos parques nacionales vive gente, a pesar de que está prohibido en toda América Latina desde la década de 1970. Las instituciones que administran los parques, y el aparato estatal en general, no han podido o no han querido desalojarlos ni impedir el establecimiento de nuevos ocupantes (Wakild, Leal y Freitas 2025).   

Sin embargo, los animales sí inspiraron la creación de algunas áreas protegidas, empezando por el Parque Nacional Galápagos, establecido en 1959 para conservar animales asociados a la teoría de la evolución. En este singular empeño de carácter internacional los animales han sido considerados valiosos sobre todo para la investigación científica (Hennessy 2019). Poco después, en 1960 y 1961, Colombia y Perú establecieron sus primeros parques, Guácharos y Cutervo, para poner fin a la caza de unas aves ricas en aceite que viven en cuevas. En Brasil, a partir de los años setenta, la Secretaría Especial do Meio Ambiente (SEMA) creó varias «reservas biológicas», que eran áreas de conservación estricta orientadas a preservar determinadas especies animales, empezando por una población de titís león dorado en el estado de Río de Janeiro.  

En general, los parques latinoamericanos no han forzado la salida de los habitantes humanos y sus socios domésticos, ni han facilitado el retorno de animales silvestres desplazados. Su establecimiento estuvo motivado por conservar lo que existía dentro de sus límites, más que por restaurar ecosistemas degradados. Fotograma: David Augusto De Salvador

Dado que muchos parques latinoamericanos pretenden proteger bosques, donde es difícil ver animales, es más común que aquellos que están situados en sabanas y otros ecosistemas abiertos hayan estado inspirados en la fauna silvestre. Allí, las especies relativamente grandes –como vicuñas, guanacos, venados, osos e incluso algunas aves– son más notorias. En 1970, Colombia creó la reserva faunística Tuparro (denominación que luego fue cambiada por la de parque nacional) en las sabanas naturales de la Orinoquía. Este inusual nombre sugiere que los chigüiros que viven allí fueron clave para definir su valor natural. Sin embargo, estos roedores de gran tamaño eran abundantes, por lo que no había preocupación por su posible desaparición. La situación de las vicuñas en las áridas punas de los Andes peruanos era muy distinta.

En 1965, estos pequeños camélidos, apreciados desde la época precolombina por la calidad de su pelaje, estaban en vías de extinción: su población había descendido de cerca de un millón a sólo 6.000 ejemplares. Esta circunstancia llevó al Gobierno peruano a crear, en 1967, la Reserva Pampa Galeras, que jugó un papel crucial en la recuperación de la especie: en 1978 había más de 36.000 animales viviendo en la zona protegida. Su establecimiento fue negociado con las comunidades locales, que habían cazado vicuñas desde tiempos inmemoriales y que «aceptaron no afectar a las vicuñas que pastaban en la cordillera con sus ovejas, llamas y alpacas» (Wakild 2020: 68). En este contexto, la conservación de la vicuña fue concebida como más que un esfuerzo por salvar una especie; era una herramienta para el desarrollo local. Además de que la población solicitó servicios sociales a cambio de eliminar todos los corrales permanentes del núcleo de la reserva, los proponentes se convencieron de que las comunidades debían beneficiarse de la recuperación de las vicuñas.  

3. Agua, no fauna amenazada

Aunque el Parque Nacional Chingaza también se encuentra en las cumbres andinas, su caso es muy diferente al de Pampa Galeras. El área de distribución de la vicuña, al igual que la de su primo, el guanaco, termina hacia el norte con el aumento de la lluvia. Por eso, los camélidos sudamericanos, que están adaptados a las tierras áridas, nunca vivieron en lo que hoy son Ecuador y Colombia, los países que albergan la mayoría de los páramos del planeta. A diferencia de las áridas punas de Perú y Bolivia, los páramos, que también se encuentran más arriba de donde pueden crecer los árboles, se definen por su humedad. Llenos de pantanos y lagos de donde nacen ríos, y envueltos por la niebla, los páramos son considerados fábricas de agua. Éste fue el motivo para crear un parque en el macizo de Chingaza, pocos kilómetros al oriente de la capital colombiana.

En 1967, la Empresa de Acueducto de Bogotá solicitó al Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, INCORA, «se declaren zona de reserva de recursos hidráulicos los macizos de Sumapaz y Chingaza […] para atender la demanda futura de [agua] la ciudad de Bogotá». El INCORA respondió de manera afirmativa al año siguiente, creando un parque nacional, como los seis que había creado en los cuatro años precedentes, en lugar de usar la desconocida denominación propuesta. Ese mismo año comenzó a construirse una carretera como primer paso hacia un embalse proyectado, y el gobierno creó el Instituto de Recursos Naturales, INDERENA, que se hizo cargo del diseño y la gestión de los parques naturales del país. Apenas tres años después, en 1971, cuando se firmó el contrato para construir el embalse, el INDERENA eliminó este parque por considerar que las obras contravenían dicho estatus de conservación. Sin embargo, cuando en 1977 el instituto negoció la creación de más de 20 parques nacionales, el gobierno insistió en que la conservación del agua fuera el criterio para seleccionar las áreas. Así pues, gracias a sus abundantes recursos hídricos y a su proximidad a Bogotá, el macizo de Chingaza fue designado nuevamente parque nacional. 

El parque abarcaba cerca de 50.000 hectáreas, en su mayoría de páramo, de donde habían desaparecido pumas, osos andinos y venados; en su lugar se había instalado ganado vacuno. Los animales silvestres solían alternar el páramo abierto con los bosques de niebla que se encontraban justo debajo y por encima de las laderas donde, desde milenios atrás, se había desarrollado un modo de vida agrícola. Aunque no se asentaron en el páramo, los pobladores humanos debieron conocerlo y utilizar ciertas rutas para atravesarlo. Los muiscas que vivían allí consideraban sagradas sus lagunas y sus descendientes las consideran encantadas. Sin embargo, hasta principios del siglo XX, el páramo de Chingaza no fue, al menos en su mayor parte, cultivado ni ocupado por ganado. No sólo está ubicado muy alto, más allá del bosque, sino que además es muy frío y húmedo; implacable, dirían algunos. Sólo en los meses secos de diciembre a febrero se puede apreciar su gran extensión, sin que la niebla impida ver u oír, y beneficiarse del calor del sol.

Los páramos y bosques donde vivían osos y venados fueron afectados por la expansión de la frontera agrícola, que fue lograda talando el bosque para ampliar las zonas de siembra y pastoreo. Los vecinos también organizaban convites para obtener leña y madera para construcción, que transportaban cuesta abajo con la ayuda de bueyes. Además, había al menos dos aserraderos funcionando al norte y al sur del páramo (Rincón y Sarmiento 2002). En consecuencia, el bosque desapareció de muchos lugares y en otros perdió algunas de sus especies más valiosas. Aquí y en otros lugares de Colombia, los bosques de la zona andina han sufrido grandes transformaciones desde la época precolombina, debido a que la mayoría de la población ha vivido en esta región. Aquellos situados aproximadamente entre los 2.700 y los 3.600 metros, conocidos como bosques altoandinos o de niebla, están hoy muy fragmentados (Andrade Correa 2022; Etter, McAlpine y Possingham 2008).

El páramo de Chingaza se transformó de forma más sutil que los bosques a partir de la década de 1910, cuando se instalaron allí unas cuantas familias. Sembraron pequeñas parcelas con papas, habas, cubios, hibias y chuguas, tanto para la venta como para su propio consumo. Sin embargo, su principal actividad era la ganadería extensiva, para la que quemaban áreas de páramo todos los años con el fin de estimular el rebrote del pasto. Esta práctica, que altera la composición vegetal, también la llevaban a cabo personas que no vivían en el páramo, pero que tenían derechos familiares. Estos campesinos subían más o menos una vez a la semana para reunir a los animales que tenían en el páramo, que eran los que no ordeñaban, y darles sal. A veces les costaba mucho esfuerzo encontrarlos, sobre todo cuando se adentraban en el bosque. Hace poco, en enero de 2024, mientras caminaba por esos bosques, vi una vaca muerta que debió perecer tras quedar atascada en un pantano. Así como la vida era dura para las vacas, también lo era para la gente, que andaba descalza y soportaba el frío y la lluvia con ruanas de lana (Rincón y Sarmiento 2002; Parque Nacional Natural Chingaza 2015).

Mientras las personas y el ganado, además de perros, mulas, caballos, bueyes, cerdos, gallinas y patos, se esforzaban por hacer del páramo su hogar, los animales silvestres veían cómo se reducía su hábitat, y eran víctimas de trampas y escopetas. La cacería era una actividad complementaria que realizaban todos los hombres que subían al páramo, siempre en compañía de perros. No perdían la oportunidad de obtener un borugo, un gran roedor nocturno que pesa unos 5 kilos y cuya carne es muy apreciada. La cacería también era una fuente de diversión y mucho prestigio, sobre todo cuando se trataba de animales más grandes y escasos. En los pueblos y municipios cercanos era una tradición arraigada; los mejores cazadores eran muy admirados. 

Los campesinos compartían esta tradición con las elites urbanas desde muchas décadas atrás. La cacería de venado (y de pato) había sido un deporte de hombres de clase alta, al que a veces se unían extranjeros. Tal fue el caso de José María Gutiérrez de Alba, un español que escribió sobre la caza de un venado, en 1871, al sur de Bogotá (Gutiérrez de Alba). Casi un siglo después, el presidente Guillermo León Valencia (1962-1966) visitó Chingaza en varias ocasiones y se asoció con cazadores locales para matar venados, tanto los de cola blanca como los soches, que son pequeños y rojizos. Luis Jaime Alméciga, hijo de un famoso cazador, cuenta que a principios de los años 90 ya no quedaban venados en Chingaza, por lo que tuvieron que ir, junto con miembros más jóvenes de la familia Valencia, a cazar a otros páramos. 

Luis Jaime, que nació en 1953, no llegó a conocer a los pumas, pero sí vio sus pieles expuestas en casas y escuchó historias sobre su cacería. Según la memoria popular, en los años 50 Manuel Avellaneda mató al último «león», como se conoce a los pumas en muchas partes de Latinoamérica. A principios de los 90, Avellaneda recordaba su vida como cazador de pumas: lo llamaban cuando uno de estos felinos atacaba ovejas o ganado y, una vez terminado su trabajo, vendía las pieles. Tras la desaparición de los pumas, continuó cazando venados, borugos y pavas (Castaño 1994).

También mataban osos andinos en represalia por romper con su dieta mayoritariamente vegetariana. Luis Jaime recuerda que su tío David se jactaba de haber matado 88 osos. Sus pieles se podían vender y su grasa «servía para curar las mataduras de las mulas, las venas varices, las dolecias de espalda y para la soldadura de huesos, porque» –como explicó una vez don Anatolio– «todo lo del oso sella y endurece» (Colegio Departamental La Calera). Matarlos era fácil, porque en cuanto veían u oían a la gente, se subían a un árbol. Los osos se volvieron tan escasos que Eduardo Niño, funcionario del parque, recuerda que cuando empezó a trabajar allí, en 1996, era más fácil ganarse la lotería que ver uno. Incluso desaparecieron de la memoria colectiva: tan sólo los ancianos parecen recordarlos (Rodríguez et al 2019).

La creación de muchos de los primeros parques nacionales buscó conservar paisajes espectaculares, así como asegurar el control sobre las zonas fronterizas. Más adelante, la protección de ambientes clave o amenazados motivó a quienes propusieron parques. Los animales solían formar parte implícita del paquete, pero no eran especialmente relevantes. Fotograma: David Augusto De Salvador

4. Regreso

La construcción del parque avanzó tímidamente a finales de los años setenta y ochenta, cuando finalizaban las obras del embalse y los túneles que conducían el agua a la ciudad (ver mapa), y se aceleró en los noventa. Mientras la Empresa de Acueducto, que manejaba el embalse y contaba con recursos, negociaba las propiedades, los funcionarios del parque se dedicaban a sacar el ganado y a apagar incendios. Los primeros guardas montaban caballos para arriar el ganado hasta el pueblo, donde entregaban los animales a las autoridades. Eso es lo que hizo Rafael Castellano un día de septiembre de 1980 con «5 (cinco) vacas de raza normando 3 (tres) novillas 4 (cuatro) toretes 3 (tres) equinos y la cria de uno de los equinos», tal como lo dejó registrado la Inspección Municipal de Policía de La Calera. Sin embargo, los dueños de los animales oponían resistencia, por ejemplo, demandando a los guardas, mientras el ganado seguía vagando por las extensas áreas que el escaso personal del parque no podía cubrir. En 1992 sólo seis guardaparques, más el director, atendían todo el parque. Por aquellos días, un nuevo jefe intentó utilizar la persuasión en lugar de la fuerza, lo que probablemente dio resultados positivos, además de mejorar las tensas relaciones que los empleados del parque tenían con los propietarios y vecinos. Pero quizá más importante que la lucha diaria contra el ganado fue la compra de propiedades, que tuvo su mayor hito en 1992, cuando el dueño de la finca más reconocida del páramo accedió finalmente a vender. Los esfuerzos sostenidos dieron sus frutos: en 2012 solo había unas 300 vacas en el parque; mucho menos que las 5.000 que se estimaba que había inicialmente (Romero-Ruiz, Flórez, Flantua y Castro 2012).   

Los guardas también trabajaban apagando incendios en los meses secos y persiguiendo a los cazadores de borugos. La Empresa de Acueducto ayudaba a apagar las llamas que consumían la vegetación del páramo con personal y vehículos para llegar a los lugares en cuestión. También en este aspecto, las autoridades se enfrentaron a la resistencia de quienes veían cómo funcionarios estatales atentaban contra derechos adquiridos hacía mucho tiempo. En 1992, el director del parque se quejaba de que «los mismos campesinos [dicen que] durante el verano ellos queman el páramo como represalia y para ver correr los funcionarios a apagar los incendios». La lucha contra los cazadores, que conocían bien la zona y eran muy difíciles de atrapar, resultaba en una frustración similar. Sin embargo, con el tiempo, las cosas cambiaron. Después de 2009 dejó de haber incendios y los conocimientos que los guardas adquirieron sobre las rutas de cacería, más el refuerzo de la administración del parque en los últimos 20 años, han contribuido a que esta actividad disminuya. Además, la desaprobación por parte de los jóvenes ha desincentivado esta práctica. 

Al igual que el venado cola blanca, el oso andino ha resurgido en esta parte de los Andes gracias a la creación de un parque nacional. Ambas especies habían sido cazadas casi hasta su extinción. Fotograma: David Augusto De Salvador

El regreso imprevisto de venados y osos es el indicador más sobresaliente y celebrado de los logros de la política de parques nacionales. El intento relativamente costoso de reintroducir cóndores no tuvo un éxito similar. Chingaza forma parte, como todos los Andes colombianos, de la supuesta área de distribución histórica de estas majestuosas criaturas, pero nadie en la zona tiene o tenía memoria de ellas. Como el área se había convertido en parque nacional, lo que ofrecía cierta protección, fue seleccionada como uno de los lugares para la reintroducción del cóndor andino en Colombia. Esta iniciativa fue un subproducto de los esfuerzos por salvar al cóndor californiano de la extinción. En 1985 sobrevivían en estado silvestre apenas 22 ejemplares de esta especie, entre los que sólo quedaba una pareja reproductora. Como medida desesperada, todos y cada uno de los animales fueron capturados y vinculados a un programa de cría destinado a repoblar zonas donde antes vivían (Alagona 2013). En 1992, la población cautiva se había duplicado, pero no era claro cómo estas aves iban a aprender a sobrevivir en libertad sin parientes mayores que les enseñaran. Los cóndores andinos, sus primos más grandes, podrían ayudar. Habían sido criados en cautiverio en San Diego, al sur de California, desde 1942. Los esfuerzos por multiplicarlos aumentaron y pronto algunas hembras fueron liberadas –en California– para tantear el terreno para los nativos (Lieberman 1991).     

Dado que había polluelos de cóndor andino de más, surgió la idea de liberarlos en su área de distribución nativa. Estos animales gozaban de un alto valor simbólico: adornan las banderas de cuatro países sudamericanos, entre ellos Colombia. Pero su población había menguado; mientras que en Perú y Chile aún había poblaciones viables, en Venezuela habían desaparecido. En Colombia, apenas una década atrás, el veterano naturalista Antonio Olivares había expresado su tristeza y preocupación por su inminente desaparición: «El cóndor, con su majestuosa e imponente presencia calma los vientos, enaltece los montes, protege la flora, anima la fauna. La ausencia del ave más grande de las cumbres andinas, que vuela a alturas de diez mil metros, inunda la naturaleza de pena» (Olivares 1974). Los ambientalistas colombianos se interesaron por el programa de liberación para aumentar la población, que se estimaba entre 30 y 60 aves. En 1989, la Sociedad Zoológica de San Diego se asoció con la institución ambiental colombiana, INDERENA , y empezaron a reintroducir animales equipados con radio transmisores, iniciando en Chingaza (Lieberman 1991; Boudreaux 1992). Allí liberaron un total de seis machos y ocho hembras, de los cuales diez sobrevivían en 2006 y hoy sólo quedan dos (Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial 2006).

 Chingaza muestra una variante no reconocida que, en lugar de apartarse de la conservación tradicional –como muchos defensores consideran que hace el rewilding–, se deriva de ella. Fotograma: David Augusto De Salvador

A esta pareja de extranjeros se han sumado grandes mamíferos que no fueron reintroducidos por medio de costosos programas, sino que recuperaron parte de su hábitat tras haber sobrevivido en los pocos bosques adyacentes. Los venados esperaron a que terminara el caos generado por las obras del acueducto, a mediados de los 80, para echar un vistazo a parte de su antiguo hogar. Por aquel entonces yo estudiaba economía y alguna vez acompañé a amigos que estudiaban biología y solían visitar Chingaza. Probablemente fue la primera vez que visité el páramo. Me impresionó su amplitud y recuerdo haber sentido mucho frío, pero no vi fauna silvestre más allá de las aves que fuimos a observar. Hace poco pregunté a dos de mis amigos si en aquellos días habían visto venados de cola blanca y ambos respondieron que sólo esporádicamente. Carlos Lora recuerda que más tarde, cuando regresó como jefe del parque en 1992, se les podía ver en ciertos lugares. Pronto se convirtieron en visitantes frecuentes. Ninguno de mis amigos vio osos en esos tiempos; Lora afirma que llegaron a finales de los noventa. 

En ese época el parque abarcaba 50.000 hectáreas destinadas a proteger páramo. En 1998, el parque fue ampliado hacia el oriente (es decir, hacia la cuenca del Orinoco y lejos de Bogotá) para abarcar un total de 76.000 hectáreas. La mayor parte de la nueva zona está cubierta por bosques que se extienden desde el borde del páramo hasta los 800 m de altitud. Esos bosques salvaron a venados y osos, y en alturas bajas también proporcionan un hogar a otros mamíferos, entre ellos micos, como los churucos y los maiceros.

El venado de cola blanca vive desde Canadá hasta el norte de Sudamérica. Algunos científicos opinan que la población andina, que vive a gran altitud, es una especie distinta (Odocoileus goudotti en lugar de Odocoileus virginianus). En 1993, ya se había reportado su presencia en muchas partes del páramo y poco después se convirtió en el objeto de investigación de tesis de pregrado y maestría (Pérez-Torres y Correa 1995). Sin embargo, un informe de 2020 afirma que la información sobre este animal es aún incipiente (Parra-Romero y González Maya 2020). Los venados son diurnos, les gustan las áreas relativamente abiertas y en Chingaza se les encuentra más a menudo solos que en grupos. Mediante el análisis de materia fecal, un estudio realizado en 2010 encontró densidades poblacionales de 17,8 y 23,2 venados por km2 en dos zonas del páramo, y mediante la estimación de grupos de edad concluyó que la población estaba aumentando. Irónicamente, la densidad más alta corresponde a una zona con menor vegetación, donde aún pasta el ganado. El autor aventuró que tal vez los venados se benefician de la sal que proporciona el ganado lamiendo la vegetación donde este orina (Mateus Gutiérrez 2014).

Sea cual sea la razón, los venados son comunes y fáciles de ver, en parte porque deambulan por los alrededores de la sede del parque. En una salida de campo que organicé, los estudiantes, mis hijos y yo nos emocionamos al conocer a Danilo, un venado que había sido adoptado por los trabajadores de una de las sedes del Acueducto. Como ya he dicho, ver venados en Colombia es todo un acontecimiento. Observar desde la ventana de la propia casa a familias numerosas, como nos ocurría cuando vivíamos en los suburbios de Carolina del Norte, en Estados Unidos, es impensable. El nuestro es sobre todo un país montañoso y boscoso, con diversos y espesos bosques tropicales y demasiados pastos africanos; los grandes animales silvestres escasean desde hace milenios, y más aún en el último siglo. Muchos, como los cóndores y los tapires de montaña, han desaparecido de los alrededores de Bogotá desde hace siglos. Por eso, el regreso de los venados es algo tan relevante.

Los osos tardaron un poco más en aventurarse de nuevo por el páramo, y son mucho más difíciles de ver. Un estudio reciente estimó la población de osos del macizo de Chingaza en 123 animales, mientras que, según otros cálculos, el parque alberga –o albergaba– casi 5.000 venados (Rodríguez et al 2019; Carrillo Villamizar 2021). A diferencia de estos ramoneadores, los osos viven sobre todo en los bosques, donde duermen, y visitan los páramos esporádicamente. Les gusta deambular. En Chingaza, un oso macho fue seguido durante 45 días usando telemetría: se movió 7 km diarios en promedio, y el día que más caminó, recorrió 35 km (Rodríguez, Reyes y Tarquino-Carbonell 2021). Son criaturas solitarias, pero las hembras cuidan a sus oseznos –que pueden ser uno o dos– durante algunos años.  

Dado que los osos han regresado y son seres carismáticos, que adornan el emblema del Parque Nacional de Colombia, el parque puso en marcha un programa sobre osos en 2007. Los biólogos buscaron huellas y, en 2010, instalaron 80 cámaras trampa, lo que les permitió identificar a 16 osos que vivían dentro del parque. En un estudio realizado en 2015-2016 en la zona de amortiguamiento del parque, en el que también se utilizaron cámaras trampa, 57 individuos fueron identificados (Rodríguez et al 2019). Estas cámaras han permitido a los investigadores avistar otros animales que también frecuentan el páramo, como el venado soche, dos tipos de comadrejas, el tigrillo y el ocelote (Parra-Romero y González Maya 2020). 

5. Un cambio agridulce

Los ocelotes y las comadrejas, al igual que los venados y los osos, no fueron el motivo para crear el Parque Nacional Chingaza; lo fue la necesidad de agua para una población urbana en expansión. Una vez finalizada la construcción de las obras hidráulicas, los guardaparques intentaron borrar los signos de la transformación humana de las décadas anteriores. Siguieron un modelo de parque nacional que en este lugar podría entenderse como fórmula para permitir que el páramo volviera a su estado previo, animales incluidos. Sin embargo, dados los escasos recursos, los esfuerzos deliberados de rewilding eran, en su mayor parte, inconcebibles.  

Las reintroducciones de especies son costosas y requieren un respaldo institucional persistente. Tomemos el caso del cóndor californiano: en 2013, «veintisiete años y unos treinta y cinco millones de dólares después de su inicio, el programa de recuperación del cóndor había alcanzado un éxito notable: 68 cóndores sobrevivían en libertad, 16 más estaban casi listos para ser liberados y otros 113 esperaban en cautiverio, con todos los cuidados del caso y procreando» (Alagona 2013: 141). Una década después, hay más de 300 cóndores californianos viviendo libres, pero dada la alta tasa de mortalidad, causada sobre todo por envenenamiento con plomo, siguen dependiendo de la liberación de nuevos individuos, así como de estrategias para facilitar su sobrevivencia y reproducción (Bakker et al 2024). En contraste, un censo realizado en Colombia en 2021, por 200 personas en 84 lugares distintos, contabilizó solo 63 ejemplares, menos que los 71 reintroducidos. Nueve tenían la etiqueta que indicaba que habían nacido en cautiverio. La falta de monitoreo impide saber qué pasó con el resto (Paz Cardona 2021). 

La construcción del parque Chingaza ha dado a varias especies de mamíferos nativos una segunda oportunidad de habitar este lugar. Se trata de un caso poco frecuente dentro de la historia de los parques latinoamericanos, debido a tres situaciones: la gente y el ganado fueron efectivamente desplazados, existía un bosque cercano que permitió la supervivencia de poblaciones remanentes y la vegetación abierta del páramo ha permitido observar el cambio de residentes. Fotograma: David Augusto De Salvador

La política de parques excepcionalmente exitosa de Chingaza, que fue posible gracias a los recursos con que cuenta el Acueducto, permitió que la repoblación espontánea diera resultados mucho mejores. El parque amplió efectivamente las áreas de distribución de los animales silvestres mediante el prolongado y controvertido proceso de construcción del parque. Sin embargo, el macizo de Chingaza, que incluye páramos y algunos bosques remanentes, está rodeado de fincas y pueblos, aislado de otras zonas donde puede haber osos, venados y pumas. Así pues, los osos, a quienes les gusta ascender hasta los 4.000 metros de altitud y también visitar climas templados e incluso cálidos a tan sólo 400 metros, deben permanecer sobre todo en zonas elevadas. Las áreas en las que se mueve un oso andino se han estimado, en Ecuador, en 5.900 hectáreas para los machos y 1.500 hectáreas para las hembras (Castellanos 2011). El macizo de Chingaza es bastante grande, pero podría estar ya superpoblado, aunque la densidad de osos (casi tres por 100 km2) es mucho menor que las estimaciones que existen para Bolivia y Ecuador (3-7,45/100 km2) (Rodríguez et al 2020). Las hembras son más pequeñas que en otras partes del país, lo que, según el experto Daniel Rodríguez, podría ser producto del tamaño de su hábitat (Guerrero 2018). Además, la posibilidad de mezclarse con otras poblaciones para lograr una mayor diversidad genética es prácticamente nula, una cuestión crítica si se tiene en cuenta que esta población probablemente procede de un número bastante limitado de individuos (Rodríguez et al 2019). 

Dado que los alimentos del bosque son cada vez más escasos, los osos han recurrido a alternativas: sobre todo ganado vacuno, pero también ovejas. Así como esta estrategia fue una de las causas de su casi desaparición, también ha generado conflicto desde que su número ha repuntado. En un estudio realizado en 2019, los habitantes de la zona de amortiguación del parque, reportaron 666 ataques de osos al ganado en los 15 años precedentes, y admitieron haber matado a 36 animales. Estos sucesos ocurrieron en lugares de ganadería extensiva, en general ubicados lejos de donde vive la mayoría de la gente (Rodríguez et al 2019).  

Otro problema que llamó la atención de las autoridades del parque desde el principio ha sido la presencia de perros, que motivó, en 1983, la petición de que los guardas pudieran portar armas. Algunos de estos animales son ferales –se valen por sí mismos y tal vez nacieron en el monte–, pero otros son perros paseadores, que viven en fincas y les gusta explorar y cazar. Unos y otros disfrutan comiendo venados de cola blanca y soche (Carrillo Villamizar 2021). Su naturaleza depredadora los ha hecho indeseables, porque ponen en peligro la repoblación del páramo con herbívoros. Pero también podrían ser considerados agentes de otra forma de rewilding espontáneo, especialmente dada la ausencia de los carnívoros. Sin embargo, su condición de animales domésticos, no nativos y no amenazados, sumada a su supuesta ferocidad, impide cualquier consideración de este tipo. Tal como lo explica Monica Vasile en el contexto de un intento de rewilding en los Montes Cárpatos de Rumania, el carácter híbrido de los perros ferales hace que sean vistos como degenerados que, a diferencia de los demás perros, no aceptan el lugar sumiso que les corresponde (Vasile 2018). También podría ser que su ingesta conjunta de carne, y por lo tanto su impacto en las poblaciones de venado, supere con creces lo que podría haber sido el efecto de la depredación de los pumas. 

Desde la promulgación de la ley 1774 en 2016, matar animales en Colombia es considerado un delito, por lo que la lucha contra estos perros se ha vuelto más difícil: hay que capturarlos y llevarlos a un pueblo, además de realizar campañas de esterilización en los alrededores del parque. Es posible que haya aumentado el número de perros y disminuido el de venados, y que la presencia de perros disuada a los pumas de aventurarse de nuevo en el parque. Sin embargo, después de que dejaran de ser vistos durante muchas décadas, desde 2016 las cámaras trampa han captado pumas machos y hembras, que además han dejado sus huellas y excremento en varios senderos (Parra-Romero y González Maya 2020).

La construcción del parque ha dado a varias especies de mamíferos nativos una segunda oportunidad de habitar este lugar. Se trata de un caso poco frecuente dentro de la historia de los parques latinoamericanos, debido a tres situaciones: la gente y el ganado fueron efectivamente desplazados, existía un bosque cercano que permitió la supervivencia de poblaciones remanentes y la vegetación abierta del páramo ha permitido observar el cambio de residentes. 

Los animales no solo fueron colaboradores, como ocurre en todos los esquemas de rewilding; ellos tomaron la iniciativa. Sin embargo, sólo desempeñaron su papel después de que la «vieja» política de conservación  –lo que suele llamarse fortress conservation (conservación amurallada)– abriera una oportunidad… a un precio. A los dueños de predios no les quedó más remedio que vender lo que habían construido con mucho esfuerzo (y no necesariamente por el valor que esperaban) y las personas que llevaban a sus animales a pastar al páramo perdieron un espacio productivo sin recibir compensación alguna. He oído decir a varias personas que Antonio Rico, quien poseía la mejor finca del páramo, murió de tristeza. Otros siguen resintiendo que no se les permita cazar y pastar sus animales, o incluso ingresar a un área que durante mucho tiempo consideraron suya. Y los que pierden terneros a manos de osos hambrientos preferirían no tener vecinos silvestres. Así, varias decenas de familias campesinas pagaron –y siguen pagando– el precio de garantizar el suministro de agua a los millones que vivimos en Bogotá. 

Los animales no solo fueron colaboradores, como ocurre en todos los esquemas de rewilding; ellos tomaron la iniciativa. Sin embargo, sólo desempeñaron su papel después de que la «vieja» política de conservación  –lo que suele llamarse fortress conservation (conservación amurallada)– abriera una oportunidad… a un precio. Fotograma: David Augusto De Salvador

Junto con los animales nativos, los perros que aprecian la vida en libertad, a pesar de lo difícil que puede ser, ganaron un nicho con comida disponible. Las vacas también podrían considerarse beneficiarias, pues abandonaron el páramo inclemente y el bosque laberíntico por pastos en un mejor clima. Y quizá podamos interpretar el ascenso de los osos a icono regional –como sugieren varias pinturas y murales– como indicador de que la gente local acepta e incluso desea compartir su espacio con estos sobrevivientes. El rewilding es una tendencia que comenzó lejos de Chingaza y aún no ha tomado fuerza en América Latina, pero el deseo subyacente de hallar formas de compartir el planeta con los animales que hemos ido arrinconando y aniquilando es válido –y controversial– más allá la antigua tierra de los uros.

6. El rewilding desde sus márgenes

Este lugar de los Andes tropicales ofrece una perspectiva inusual de lo que se conoce como rewilding, la reciente y cautivadora estrategia de conservación. Lo que está ocurriendo aquí encaja, pero no perfectamente, en lo que se ha escrito sobre el tema, en su mayor parte por europeos y norteamericanos sobre casos europeos y norteamericanos en los que los humanos realizan el grueso de la acción. Junto a las conocidas experiencias de Oostvaardersplassen en los Países Bajos (que es el caso tratado en el artículo del New Yorker mencionado al inicio) y los lobos en Yellowstone, además de otros casos de esas geografías, la literatura académica y popular a veces presenta ejemplos de más hacia el sur, como la introducción de tortugas en Madagascar y Galápagos o el regreso del jaguar a Iberá en Argentina. Dondequiera que ocurran, se trata de esfuerzos deliberados y costosos para hacer el mundo más natural, que generan esperanza frente a lo que suele verse como un futuro sombrío (Jørgensen 2015; Lorimer et al 2015; Carver et al 2021; Hawkins, Convery, Carver y Beyers 2023; Kerr 2022). Incluso la introducción clandestina de castores a varias partes del Reino Unido y Europa fue planeada, aunque seguro que mucho menos costosa (Holmes, Rowland and Fox 2023).

Los expertos reconocerían lo que los venados y osos han estado haciendo en Chingaza como un caso de «auto»-rewilding o de rewilding «espontáneo», «pasivo» o «autodeterminado», un tipo que tiende a ser considerado secundario (Lorimer et al 2015; Carver et al 2021; Rippa 2023). Jørgensen (2015), por ejemplo, identificó seis versiones de rewilding; todas implican la liberación de animales, excepto una: el «abandono de tierras productivas» que conduce a la sucesión ecológica. Esta versión puede acomodar el caso de Chingaza, aunque se trate de animales en el trópico en lugar de plantas en Europa. Un estudio reciente que sintetiza el conocimiento experto para aclarar qué es el rewilding afirma que «también se está produciendo espontáneamente en lugares donde la influencia humana directa ha disminuido o cesado por […] el abandono de tierras». Sin embargo, incluye como principios fundamentales del rewilding la «planificación de paisajes» y el «monitoreo», que no siempre se aplican en ese tipo de casos (Carver et al 2021). De cualquier manera, tal como lo afirma un artículo en un libro escrito por expertos en el tema, “La mayoría de los proyectos de rewilding se centran en reintroducir animales de gran tamaño desaparecidos” (Svenning et al 2019).

Examinar el panorama del rewilding desde los páramos andinos también hace evidente que en América Latina la idea no ha cobrado impulso. El término mismo no es fácil de traducir, al punto de que el caso emblemático regional utiliza la palabra en inglés. También hay razones ecológicas y culturales. La escasez de animales grandes, especialmente gregarios y llamativos, se ve reforzada por la gran extensión de bosques, que hace que estos seres sean difíciles de ver. Esta situación contribuye a que los animales pasen desapercibidos en el imaginario regional. El hecho de que muchos de nosotros hayamos crecido leyendo historias sobre lobos y jirafas, en lugar de monos aulladores y chigüiros, ha reforzado esa tendencia. Para completar el panorama, aún queda mucha naturaleza (amenazada) que proteger antes de intentar revivir paisajes del pasado. 

El rewilding es una tendencia que comenzó lejos de Chingaza y aún no ha tomado fuerza en América Latina, pero el deseo subyacente de hallar formas de compartir el planeta con los animales que hemos ido arrinconando y aniquilando es válido –y controversial– más allá la antigua tierra de los uros.
Fotograma: David Augusto De Salvador

Hay dos elementos adicionales que ayudan a explicar por qué los proyectos de rewilding bien desarrollados y de largo aliento son poco habituales en Latinoamérica, que quienes escriben sobre el tema rara vez tienen en cuenta: el hecho de que son muy costosos y que necesitan un firme respaldo institucional. Rewilding Argentina gasta «más de 3 millones de dólares al año», una cantidad que ninguna institución argentina, pública o privada, podría permitirse (Donadio, Di Martino y Heinonen 2022: 226). La insuficiencia de fondos y la debilidad institucional impiden el desarrollo de este tipo de empresas en muchas partes del mundo y llevan a plantearse la cuestión del «costo de oportunidad»: ¿qué otra cosa podría hacerse con esos recursos?  

Aunque no en estos términos, Iberá, el proyecto argentino que comenzó con la compra de grandes extensiones de tierra por parte de una organización extranjera, ha recibido muchas críticas (Bergós et.al en este número). Las compras introdujeron un actor muy poderoso en una región dominada por grandes propiedades dedicadas a la cría de ganado, el cultivo de arroz y la extracción maderera. Los cambios beneficiaron a unos y perjudicaron a otros, como a una comunidad de 22 familias que vio cómo se desmantelaba su escuela, se cerraban sus caminos y que luego fue desalojada. La donación de las tierras al gobierno federal y no al provincial generó recelos, aunque los distintos grupos de interés locales en general terminaron por apoyar la creación del parque nacional (Vallejos y Pohl Schnake 2016). Aunque este aspecto de la estrategia de rewilding se construyó sobre áreas protegidas que existían desde 1983 y habían dado un respiro a los humedales, el alcance de la conservación se amplió muchísimo. Además, la reintroducción de venados y osos hormigueros, que ha tenido éxito, de guacamayos y jaguares, que está en curso, y de tapires, que fracasó, es un esfuerzo enorme y verdaderamente novedoso. Hasta la fecha, no existe un consenso nacional sobre este proyecto. Una reciente polémica pública protagonizada por un grupo de científicos argentinos reveló los sentimientos amargos que los esfuerzos y las ideas de rewilding han generado en este país (Guerisoli et al 2023).

Chingaza, un caso discreto, no ha dividido a la comunidad científica colombiana y no puede exhibirse como la última novedad en conservación. Es un producto directo de las muy conocidas y criticadas áreas protegidas, que denota continuidad más que innovación, y cuyos resultados no pueden reproducirse fácilmente porque fueron producto de circunstancias ecológicas e institucionales inusuales. A pesar de sus diferencias con Iberá, en conjunto estas iniciativas denotan un gran contraste con Europa, la región donde el rewilding es más discutido y practicado. Ponen en evidencia por qué esta nueva tendencia de conservación se afianzó en lugares que han estado muy transformados durante siglos y donde este tipo de iniciativas son más factibles. Por estas razones, el rewilding tiene el efecto de alejar los esfuerzos de conservación y lo que se escribe sobre ellos de los lugares más biodiversos –situados en zonas tropicales y semitropicales— y centrarlos allí donde existe un anhelo de lo silvestre que puede ser (parcialmente) satisfecho.

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Una primera versión inicial de este artículo, en inglés, fue preparada para el taller «Rewilding: Species, Landscapes, Society. Dialogues across the Humanities, the Social and the Natural Sciences», que tuvo lugar en febrero de 2024 en la Universidad de Colonia y fue organizado por Michael Bollig, Léa Lacan y Wisse van Engelen. Formará parte de un número especial de la revista Conservation & Society, que recopila las ponencias presentadas en el taller. 

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Claudia Leal

Profesora del departamento de Historia y Geografía de la Universidad de los Andes


Claudia Leal

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