Hay una larga fila de personas para entrar; nosotros no tenemos ese problema porque vamos en carro. Es domingo, el día en que las familias pueden visitar a los soldados que están prestando servicio militar en el Cantón Norte, una base militar en Bogotá. Nosotros –mi mamá, mi hermana y yo–, vamos a algo parecido: visitar a mi tío segundo que se encuentra preso en la Escuela de Infantería desde hace cuatro años. Parqueamos y caminamos hacia el Casino de oficiales donde tienen a Alfonsito, como le decimos en la familia al coronel en retiro Alfonso Plazas Vega.
Cuando lo veo me sorprende su estado de ánimo y su buen semblante pese a lo difícil que ha sido la reclusión en estos años. Alfonsito nos saluda, nos invita a seguir y al instante le recuerda a mi mamá que el General Paredes debe pertenecer a ingeniera, y el General Caballero a caballería. En ese momento llega Thania, la esposa del coronel, que nos pide que no empecemos otra vez con ese mal chiste.
En el 2010, veinticinco años después de que los tanques de Ejército Nacional entraran a sangre y fuego al Palacio de Justicia durante la toma del M-19, el Coronel (r) Plazas Vega, responsable de la retoma del palacio -o «recuperación» como él prefiere llamarla-, fue condenado por la desaparición forzosa de once personas.
Aunque el Coronel Plazas Vega no está vinculado a esta investigación, una de las pruebas más recientes que confirmarían que varios empleados del Palacio no murieron dentro del lugar la aportó Noticias Uno en un video en el que se ve al magistrado auxiliar Carlos Horacio Urán saliendo vivo del lugar y escoltado por dos militares. Sin embargo, el cuerpo del magitrado Urán fue encontrado dentro del Palacio el día siguiente de la retoma con un balazo en la cabeza.
La condena de la justicia no ha impedido que el debate sobre su responsabilidad en esos hechos siga abierto. Algunas versiones creen en la responsabilidad de Plazas Vega en las desapariciones de ese noviembre de 1985, pues estuvo al frente de la operación para terminar con la toma del Palacio por parte de la guerrilla. Otras ponen en duda la culpabilidad del coronel, aduciendo que sólo cumplía órdenes de sus superiores (el General Jesús Armando Arias Cabrales, comandante de la Brigada XIII) y que no tenía mando sobre quienes estaban a cargo de los sobrevivientes. La Procuraduría ha pedido absolución y libertad para el militar.
Mi mamá siempre se ha llevado muy bien con Alfonsito; más que primos son amigos. Por eso ella todavía se acuerda con horror del día que lo llamó a saludarlo y él le dijo que no podían hablar y le colgó sin explicaciones. Después entendimos: la Fiscalía acababa de ordenar su captura y estaba en Medellín. Para poder entregarse tuvo que hacer el viaje a Bogotá por carro, y así evitar la «redada» mediática que le tenían preparada en el aeropuerto. Ya en Bogotá se entregó en el Ministerio de Defensa, desde donde fue llevado a donde está ahora, una pequeña habitación en la Escuela de Infantería.
“¡Tapias también es de ingeniería!”, dice Alfonso. Mi mamá suelta una carcajada. Thania no se inmuta con el comentario. El cuarto está lleno de carpetas, libros y folios en los que el Coronel ha guardado todos los procesos legales y artículos que se han publicado sobre él. En ese laberinto de archivos y folios se mueve el coronel Plazas. Ha escrito dos libros en los que dice demostrar su inocencia, y en su tiempo libre se la pasa estudiando el proceso buscando pruebas e inconsistencias que lo beneficien. Afuera espera el Sargento Varón, un delegado del ejército encargado de su custodia y seguridad. El Sargento Varón es un hombre joven y amable que en cuatro años no se ha despegado de Alfonso. Hoy el Sargento está más feliz de lo normal, nos cuenta que es porque la semana pasada se ganó un carro y un millón de pesos en El Precio es Correcto, un programa concurso que premia a las personas que adivinan el precio de los productos del supermercado.
El cuarto no es muy grande, pero si lo comparo con el que estuvo hace unos meses, se ve grandísimo. Hace unos meses mi tío fue trasladado, por motivos de salud, al Hospital Militar. Sufría de desordenes psicológicos y de estrés causados por el encierro y de ataques de pánico que solo podía calmar con medicamentos. Quienes conozcan el Hospital Militar saben que, como buen hospital de guerra, se siente un ambiente extraño y gris. El cuarto en el que estuvo Alfonso empeoraba las cosas: sólo tenía una ventana con reja y era oscuro. El cuarto quedaba en el mismo piso donde estaban hospitalizados los soldados heridos en combate, especialmente los que sufrieron amputaciones. Afuera, no se despegaban de la puerta cuatro guardias del INPEC, que lo vigilaban día y noche. Mientras estuvo ahí lo visité una vez. Preferí no volver.
“Me voy a hacer el botox”, dice Alfonsito en tono de chiste, y lo hace refiriéndose a una entrevista que salió ayer en televisión. Según él, el camarógrafo le hizo un zoom que lo hacía parecer de 80 años. La verdad es que se ve mucho más joven de lo que es –tiene 67– pero parece de 55. Thania nos da chocolatinas jet, y nos cuenta que acaba de llegar de la finca.
Thania pasa todo el tiempo que puede con el coronel y ha sufrido la situación tanto como su esposo. Incluso estuvo con él cuando, una noche en el hospital militar, más de diez agentes armados del INPEC entraron intempestivamente a su habitación, mientras dormía, para llevárselo a la cárcel La Picota. Sin tiempo de nada, le inyectaron lo que aparentemente era un calmante, y lo llevaron en una camilla que alzaban entre seis. Mi tío, recién levantado y sin entender muy bien lo que estaba pasando, gritaba “¡Narcotraficantes asesinos!” mientras lo llevaban a la ambulancia que después lo llevaría a La Picota.
En La Picota lo recluyeron en el pabellón donde están encerrados los paramilitares. Allí las cosas siguieron raras: no podía cerrar la puerta mientras dormía, y cada dos horas entraba un hombre con una linterna a revisar que siguiera vivo. Afortunadamente esta situación, que él consideró una tortura, no duró mucho. Una semana después volvió al Hospital Militar por motivos de salud.
Mi hermana pide que le muestren las fotos del matrimonio, y Thania le pasa el álbum. Son las fotos del matrimonio de Camilo, el menor de sus tres hijos. El matrimonio se realizó hace un par de meses. La ceremonia católica se hizo en la iglesia del Cantón Norte para que el papá del novio pudiera ir. Pero no sólo fue a la iglesia, el día del evento le dijeron que había sido autorizado para ir a la recepción. Esa noche –una de las más felices de Alfonso Plazas Vega en cuatro años– las mujeres hacían fila para poder bailar con él. Cuando mi mamá ve las fotos le reclama por no haber bailado con ella.
Han pasado 50 minutos, el tiempo permitido de visita. Es hora de partir. Thania y Alfonso nos acompañan hasta la puerta y antes de despedirnos, Alfonsito sonríe y le dice a mi mamá que Cañón es de artillería.
Ya afuera, mientras caminamos hacia el parqueadero, pasamos por un pasadizo entre el casino de oficiales y unos tanques de guerra que de vez en cuando sacan a patrullar la ciudad. Mi mamá nos advierte que de noche se ven muchas ratas en este sitio. En el carro mientras maneja, también nos cuenta cómo el día después de la toma del Palacio el teléfono no paraba de sonar. La llamaban de todas partes a felicitarla por las hazañas de su primo, al que consideraban un héroe. «Muchos ya no piensan lo mismo, pero yo sí, creo que ahora es más héroe que nunca».
*Daniel Pinzón Plazas es estudiante de derecho y hace la opción en periodismo del CEPER