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No es arte, es dinamita

Desde las pinturas de Pollock hasta los nuevos artistas que desafían los límites de la palabra. Mercedes Halfon reconstruye las escenas míticas de la performance local y global para hablar de un género que sigue intrigando al mundo del arte y que hoy derrama, también, en el relato periodístico.

por

Mercedes Halfon

Se dedica a la práctica e investigación de artes escénicas y literatura.


29.07.2019

[N. del E.: Esta nota se publicó originalmente en la revista ]

Ya desde el momento en que se dice la palabra Performance hay mucha gente que se empieza a poner nerviosa. Palabra ambigua y eminentemente extranjera, que sin embargo usamos y venimos usando con sorprendente docilidad en estos lares desde hace unos cincuenta años. Lo denominado por la performance es tan amplio que a veces parece quedar desdibujado, como si lo fuera todo y nada a la vez. Sin embargo hay algo llamado performance art, arte de performance, arte acción o como se dice en algunos lugares actualmente, artes vivas.

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El término no tiene un equivalente en español ni en portugués, por eso ha sido y es tan resistido. ¿Por qué denominar con un término anglosajón una práctica artística que debería ser subversiva a las normas y las imposiciones? Primera contradicción. La segunda es obvia pero no menos acuciante en nuestra coyuntura: ¿debemos hablar de el o la performance? En la mayor parte de los textos académicos se toma este sustantivo como masculino. Nuevamente nos hace pensar en las imposiciones de la gramática y la manera en que nos fuerza a tomar ese género como el general, la norma, lo que incluye a todo lo demás.

Claro que nuestros cuerpos no son tan dóciles. Y hay quienes latinoamericanizan el término y se denominan performanceros/performanceras, o como la mexicana Jesusa Rodríguez, que vuelve la complejidad de la palabra parte de su obra y se declara performensa. Hasta hace pocos días en el Centro Cultural Kirchner, en Buenos Aires, se podía ver un ciclo curado por Mariana Obersztern llamado En el nombre del nombre, precisamente porque querían mandar este término a descansar. Los juegos de palabras cunden, porque la performance –en este texto vamos a llamarlo en femenino porque así es como lo dice esta cronista. Decir: ¿Qué hiciste? Una perfo—es también un desafío que hay que desafiar. Hay quienes intentan traducirla por Ejecución por su asociación con un hacer, una puesta en acto en presente; o por Actuación por su vinculación con una presentación frente a espectadores. Ambas dicen algo, son una aproximación, pero no la totalidad. Performance es un arte efímero desde sus inicios. Nace como una interrupción real en lo real, una provocación en la que no importan los resultados, porque no hay un objeto, porque toda performance por definición está destinada a desaparecer.

Luego están los llamados Estudios de la Performance con Diana Taylor a la cabeza –así como antes estaban y siguen estando los Estudios Culturales—. Se construyen sobre un campo transdisciplinario que toma el término y lo convierte en un lente metodológico y epistemológico para pensar un conjunto de prácticas sociales enorme. Pero aquí nos interesa su acepción artística, porque es ese territorio donde nace la chispa de la performance.

A veces basta cambiar algo pequeño para que todo cambie.

 

El origen de la tragedia

Si bien hay artistas que pueden ser considerados como performers avant la lettre como Marcel Duchamp, la performance surge a fines de los sesenta y principios de los setenta como un nuevo campo de experiencias. Las trayectorias históricas y los ámbitos de circulación son muchos y diversos. Se habla de un giro performativo, es decir un movimiento que atravesó las artes occidentales a partir de esos años. Por todas partes empezaron a verse acontecimientos que no podrían haber tenido cabida o legitimación en el marco de las tradiciones, las convenciones y los estándares tanto de las artes visuales como de las escénicas hasta entonces. La performance es, vamos a decirlo, una provocación hacia ambos lados.

Por un lado esta irrupción venía a señalar y discutir la falta de presencia del cuerpo en las artes visuales. En este sentido, la aparición de corporalidad puede verse claramente en el Action Painting de Jackson Pollock y el modo en que la ejecución, el proceso de hacer la obra pasa a ser lo central, sus cuadros fueron famosos por su dripping, el goteo con el que arrojaba la pintura sobre el lienzo, sin nunca dejar de fumar. Grupos como el Accionismo vienés y Fluxus llevaron las cosas aún más lejos. El primero con gestos radicales como sacrificios a animales, rituales orgiásticos o prácticas sangrientas que le valieron la cárcel y el exilio a alguno de sus integrantes. El segundo grupo, con Joseph Beuys como representante privilegiado, condujo la performance a un extremo poético y de enorme singularidad: él, que había sido piloto de avión en la Segunda Guerra Mundial, re-mezclaba su vida en obras como Me gusta América y a América y a América le gusto yo (1974) que consistía en convivir con un coyote y materiales como papel, fieltro y paja, durante tres días hasta terminar abrazando al salvaje animal. Otro ejemplo paradigmático de esta (in) disciplina es por supuesto la hoy llamada “abuela de la performance” Marina Abramovic, que empezó en los setenta, primero sola y luego con su pareja Ulay, a realizar sus prácticas extremas sobre sus cuerpos, similares a rituales, en todo lugar que les pareciera propicio. En su primera pieza, Ritmo 10 (1973), la artista ejecutó el juego ruso de dar golpes rítmicos de cuchillo entre los dedos abiertos de su mano. Cada vez que se cortaba, tomaba un nuevo cuchillo y grababa la operación. El maltrato de su cuerpo por parte de Abramovic convertían a los espectadores en actores por el impacto del shock.

Por parte de las artes escénicas también se experimentó un impulso performático desde los años sesenta. Los cimientos de este arte parecían movilizarse, sobre todo en cuanto al abandono de la noción de representación y la puesta en duda de la repetición como única forma válida para lo escénico. También la redefinición de la relación entre actores y espectadores, por ejemplo la pieza Insultos al público de Peter Handke que dirigió Claus Peymann. Asimismo se produjo un fuerte cuestionamiento de espacio físico de la sala, en una huida hacia otros espacios posibles. Judith Malina y Julian Beck del Living Theatre fueron de los primeros en experimentar en este sentido, también Richard Schechner y su Performance Group. El hecho escénico dejaba de concebirse como la representación de un mundo ficticio que el espectador observaba y empezaba a entenderse como la producción de una relación singular entre actores y espectadores. Lo que ocurriera entre ellos era pura posibilidad y misterio. El teatro como disciplina resistió de todos modos y resiste a la performance ejerciendo una desconfianza que la expulsa de sus espacios de poder que continúa increíblemente hasta hoy.

El nerviosismo frente a lo que parecía ser la creación de un nuevo género tuvo lugar con justa razón. Desde entonces, las fronteras entre las distintas artes se han vuelto cada vez más lábiles, se ha tendido a la creación más que de objetos artísticos, de acontecimientos fugaces, donde se refunda el pacto entre el arte y la vida de un modo radical.

 

El agente argentino

La performance aparece en nuestro país en esa coctelera que fue el Instituto Torcuato Di Tella, donde se proponían directamente el cruce de disciplinas, el teatro con las artes plásticas, la música y el cine en medio de un contexto político y social adverso, represivo, donde se detenía por averiguación de antecedentes a la gente en la calle, al salir de sus mismas instalaciones. Fue el recrudecimiento de ese contexto que hace que podamos pasar de ahí –interrupción dada por las sucesivas dictaduras—al retorno de la performances en los espacios alternativos de los 80, como el Café Einstein, Cemento y el Parakultural, donde hechos teatrales efímeros, acciones, gestos, irrupciones poéticas y trans en todos los sentidos del término, tenían lugar. Frente a un público joven y aguerrido, las performances ocurrían entre o durante show y show de rock and roll. Por la misma época la Organización Negra se desplegó en las calles con escenas imprevistas en un semáforo en el microcentro, acciones instantáneas que se mezclaban con el flujo de los transeúntes poniendo una vez más el cuerpo como escenario, como lienzo, marco y pincel. Si bien luego la La Organización Negra realizó espectáculos de sala, nunca dejó totalmente la calle. Pocos lo saben, pero comenzó como una agrupación estudiantil en la primavera democrática y luego, cuando esos planes se desbarataron, iniciaron su estética de choque, como un modo de visibilizar eso fantasmal que había sido sustraído del campo social.

Un desemboque posible de esa misma energía contestataria e intervencionista podría ser el Grupo Etcétera fundado por jóvenes bohemios y callejeros en centros culturales donde se leía poesía y que decidió hacer sus actos en el espacio público. Etcétera nace en los 90 como una reacción múltiple a las políticas neoliberales. Los unía la necesidad actuar en diferentes escenarios sociales. Llevar el arte a los contextos de conflicto, así como también desplazar esos conflictos a espacios reservados para lo artístico, donde misteriosamente permanecían silenciados. Ambos movimientos son propios de la Performance, desde sus inicios. La oportunidad llegó cuando se enteraron por los diarios de una práctica que recién nacía: los escraches de HIJOS. Inmediatamente se sumaron con gestos y actos fundantes de esos señalamientos en las casas de los represores. El grupo siguió en los sucesos ocurridos a partir de diciembre de 2001, proceso que encontró su pico con su famoso Mierdazo de 2002 frente al Congreso. A partir de 2003, con el interés de los museos del mundo por sus acciones, Etcétera fue mutando hasta convertirse en un movimiento más grande: La Internacional Errorista con la que hicieron acciones míticas como cuando dispararon con armas de papel a George W. Bush en la cumbre del ALCA en Mar del Plata y casi van presos. Raúl Zurita, poeta chileno, fundador de CADA (Colectivo de Acciones de Arte), es el responsable de alguna de las acciones más poderosas recordadas: escribir poemas en el cielo con el humo de un avión. Se resistió siempre a la palabra performance, porque en su opinión es la palabra acción –más que performance–  la que corroe las fronteras entre lo político y el arte.

Finalmente se trata de eso: corroer las fronteras entre lo político y el arte. Los soportes pueden ser tan distintos como el lugar donde esa frontera se traza para cruzarla, donde el gesto se inscribe en una realidad muy concreta. Con el tiempo la performance ha adquirido más capas, se ha museificado, institucionalizado y visibilizado en festivales en Argentina y todo el mundo. Una de las formas que más desarrollo a tenido en lo contemporáneo es la experiencia de las conferencias performáticas: nuevas formas de transmisión de conocimientos, algunos académicos, otros vinculados al periodismo, que encontraron la forma de transmitir ideas utilizando dispositivos visuales de cierta significación.

A veces dudamos de la posibilidad de que continúe siendo un espacio de resistencia, de no fetichización, de intervención política. Sin embargo otras articulaciones son posibles y de repente sin anuncios, en cualquier momento aparece. En relación con el entorno y los materiales que lo componen, situaciones públicas o autobiográficas, ligeras o trascendentales, mínimas y barrocas. A veces una performance puede ser una palabra, un concepto, un perfume, hasta un pensamiento que se cruza en la vida misma y la modifica.

 

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Mercedes Halfon

Se dedica a la práctica e investigación de artes escénicas y literatura.


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