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Pedazos de mujer, metamorfosis feminista

En esta nueva entrada, Elena, integrante de la colectiva ‘No es Normal’, narra su proceso de deconstrucción, destrucción y reconstrucción como feminista: lo que implicó para ella cuestionar el género desde la corporalidad y la filosofía

por

No es NoЯmal


12.07.2020

Por Elena Bernal-Rey

Ilustraciones por Esteban Agudelo Franco

 

Deconstrucción o destrucción 

Era necesaria pero se me fue de las manos: de mi feminidad no quedan sino los pedazos. 

Mi feminidad se ha desmoronado hasta las cenizas. 

 

Elenita

Crecí en un contexto que promovía valores liberales e igualitarios. Además, mi colegio, el Francés, era laico y promovía una educación democrática. En mi familia, mi mamá siempre me trató como si pudiera hacer lo mismo que mis hermanos. Aunque tuve una educación un poco diferenciada con respecto a ellos (me compraban barbies, cocinitas, etc), tuve la posibilidad de explorar todos mis intereses. Me educaron para que desarrollara mi intelecto, y crecer con hombres me llevó a cogerle gusto a ciertas actividades «masculinas» sin darme cuenta de que eran «de hombres». De hecho, no tenía clara la distinción y me identificaba con personajes «masculinos»: piratas, caballeros, mowgli, aventureros, tintin…

 

Me desarrollé tarde 

(tenía 16 y era la única de mi curso que no se había desarrollado) 

y aunque se suponía que todavía no tenía cuerpo «de mujer», 

en la adolescencia me volví consciente de que al parecer lo era 

y me hicieron sentir que eso 

me hacía 

diferente.  

 

Pasé de jugar con niños o hacer competencias de fuerza, 

a que los manes tuvieran más fuerza que yo, 

a que mis amigos hablaran de mis compañeras por su cuerpo, 

a que hubiera divisiones más claras en lo que se supone que debíamos hacer

(en nuestro tiempo libre, en clase, en el recreo)

a que se me recordara todo el tiempo lo que podía o no hacer 

porque ya no era una niña, 

era «una señorita». 

 

Entonces, quería parecerme a los hombres o, de hecho, ser un hombre. Estaba cansada de que mi papá (paisa y conservador) tratara a mis hermanos diferente, de que les dijera que fueran «machitos» y a mí me dijera cómo vestirme o cuándo salir, pues aunque siguiera teniendo cuerpo de niña, ya me trataba como «señorita». 

Quería convertirme en hombre, 

quería ser igual sin importar lo que eso implicara. 

 

 

Más adelante, como cualquier adolescente, me choqué bruscamente con mi sexualidad. Era la juiciosa de la clase, y estaba acostumbrada a ser la niña sobre la que nadie hacía comentarios sexuales. Ponía mi apariencia en segundo plano y fundaba mi valor personal en ser escuchada y respetada por mis conocimientos y notas. 

Pero no a todos mis compañeros les gustaba esto. No entendían por qué no vivía en función de la mirada masculina y de la aceptación social. Recuerdo que a uno de ellos le molestó especialmente. Era un hombre preocupado por verse masculino física y socialmente (fuerte, agresivo, rodeado de manes que lo apoyaban), que pensaba que cualquier mujer podía ser seducida y que se creía capaz de «comerse» a todas las de la clase: lo tomaba como un reto personal y veía a las mujeres como monas de álbum. Empezó a hacerme comentarios coquetos con el propósito de incomodarme primero y, después, de demostrarse a sí mismo y a los demás que era capaz de añadirme a su lista de conquistas. 

Respondí de manera agresiva, pues yo misma quería luchar contra su intento de cosificación, así que empezamos a tener una relación muy competitiva: él intentaba tener mejores notas que yo, seducirme; y yo, resistir a dicha seducción para no dejar que me ganara. Recuerdo, por ejemplo, que en frente de todo el mundo me gritaba que me amaba, haciéndome sentir incómoda en público, y mi respuesta era tratarlo mal (le hacía la grosería, le decía que lo odiaba, que nunca me iba a poder ganar…). Entonces todo el mundo se reía y, aunque me sentía humillada, me daba cierto poder. 

Mi relación tóxica con él empeoró mi conflicto con mi cuerpo. Su actitud machista hacía que me sintiera condenada por el hecho de ser mujer, y odiaba serlo pues sentía que era una carga que se me había impuesto sin mi consentimiento. Temía que ser mujer me hiciera realmente vulnerable y temía que si él lograba lo que quería, eso confirmara que podía conquistar a cualquiera -«incluso a mí»-. 

Para completar, en esa época todavía no tenía claras muchas cosas de mi feminismo, entre ellas, el tema del consentimiento. Un día, en el colegio, el man me dijo que si no me dejaba «por las buenas», me iba a hacer la «vaca muerta». La gente que lo oyó se rió, pero en ese momento, aunque yo no supiera muy bien por qué, me sentí terriblemente impotente, vulnerable y sujeta a su fuerza, así que no supe ni qué responderle. 

Ele la grilla

Después pasó algo inesperado para mi. En la excursión empecé a pensar que a pesar de que era la persona más machista que había conocido y de que yo era feminista, le tenía ganas. Me di cuenta de que tal vez me atraía, pero ignoré ese pensamiento. Al día siguiente estaba sentada, y él se me acercó y delante de todo el mundo me dijo que me tenía ganas, que nos íbamos a comer, que iba a hacerme sentir mujer y otra cantidad de comentarios sexuales.

 

Me sentí estúpida, me sentí débil, sentí que había perdido, que él tenía poder sobre mí y que tenía razón. 

«Aunque parece que no quiere, sí quiere, como todas las demás». 

Como si las mujeres fuéramos una masa homogénea sin agencia.

Luego, de repente, me dejó de molestar. Pero la verdad, se me quedó estancado en la cabeza, en una mezcla entre odio y deseo, haciéndome cuestionar mi sexualidad y mi feminismo. 

Por esa época, empecé a salir más pues era el último año. Comencé a tomar y a bailar, y eso me llevó a una nueva crisis: ¿cómo hacer compatible mi supuesta intelectualidad y mi sexualidad? Creé un personaje ficticio para alienar ese lado corporal, y lo traté como un juego, como una actuación que «performé» durante la excursión: «Ele la grilla». 

Con lo que me estaba pasando con este tipo y, además, con la imagen que existía de mí, decidí jugar con esa percepción y crear un personaje  que simulara aquello que era tan mal visto: «ser una grilla». Debido a que yo era la niña juiciosa, y, de cierta manera «reprimida», vestirme de manera más «provocativa», se veía contrario a mí. El grupo lo empezó a ver como un chiste o como una revelación, cuando sólo se trataba de una parodia para mostrar lo fácil que se podía considerar a una mujer como una «grilla» y para hacer visible esa absurda dicotomía machista de virgen/puta que no conocía, pero ya intuía. 

Como era de suponer, fui juzgada. 

¿Por qué era tan hipócrita de cambiar y de hacer las cosas que solía criticar? 

¿Estaba mostrando que en realidad era contradictoria?

¿Era para ganar aprobación masculina?

¿Quería llamar la atención?

Pareciera que eso no tuviera nada que ver con mi feminismo, pero sí lo tiene.

Era también un debate entre la puta, la virgen y la persona real, que como mujer, puede ser ambas o no ser ninguna de las dos.

 

Universidad: ¿Elena?

Cuando me gradué me encontré perdida. Empecé a estudiar filosofía. Me quería encerrar en mí misma. Comencé a hacer yoga y a tener clases de Platón. Mi profesor de yoga decía que no nos debíamos concentrar en el cuerpo sino en el alma, abandonar los placeres inmediatos, el alcohol, etc., e intentar acceder a la paz a través del desprendimiento. Por su parte, Platón hablaba de que el mundo de las ideas era mejor que el de las cosas materiales y que la única forma de acceder a la verdad era llegando a él, que aquellos que lograran enamorarse del conocimiento eran superiores a los que se enamoraban de personas o cuerpos. 

Ecologista y hippie, me afirmé también asexual. Todavía sentía culpa de haber sido seducida por el hombre más machista que conocía: sentía que mi cuerpo era una cárcel que me impedía ser la feminista que quería ser, la mujer que no vivía en función de hombres. Acababa de empezar a la carrera y precisamente vivía con la constante inseguridad de ser tomada por coqueta, de ser sexualizada, de no ser escuchada por ser mujer o de valer sólo por mi físico.

Andaba otra vez con ropa suelta, intentando ser lo menos sensual posible pero, recuerdo haberme puesto ropa pegada un día y recibir comentarios pesados de varios manes. Ese momento fue para mí como una confirmación de que mi cuerpo femenino era una condena a ser siempre observada y a ser siempre sexualizable. Se sentía como una cárcel que no me permitía ser escuchada como ser humano y que me ponía barreras como filósofa. 

Después de eso, me choqué de nuevo con la realidad: me engordé por primera vez y apareció en mí un culo, imponiéndome un tipo de feminidad -otra vez inesperada- que no quise aceptar. Tener culo significaba ser fértil, sexy, observable, pero siempre había concebido mi cuerpo como ágil, fuerte, atlético. Volví a querer un sixpack, pero en el intento vi cómo empezaba a adelgazar y esto me tentó a seguir bajando de peso hasta erradicar mis curvas y, sobretodo, mi culo: símbolo de mi condena de ser mujer. 

 

Filosofit

Vegetarianismo y fitness se juntaron para crear filosofit: la búsqueda eterna de hacer compatibles mis decisiones y deseos corporales con mi intelectualidad. Mientras leía a Descartes, que cree que la mente y el cuerpo son entidades distintas y que, evidentemente, la mente es superior, y «El lobo estepario» una novela acerca de un hombre soltero, intelectual y solitario, me aislé aún más de la realidad: quería ser una mente en una cueva y empecé a comer menos, pues quería que desapareciera mi culo. Para ser filósofa debía alejarme de mi cuerpo, me repetía, debía tener menos curvas: «los filósofos son hombres solitarios, no mujeres sexys».  

A causa de esto perdí mi menstruación y mi líbido. Quería ser hombre. Pero la realidad me confrontaba con el hecho de que mi cuerpo con atributos ‘femeninos’ me obligaba a ser mujer. La sola idea de «interiorizar» mi feminidad me aterrorizaba: parecía una forma de rendirse, de aceptar la diferencia, la inferioridad, las reglas de las que no se podía salir. 

Fue ahí cuando empezó el peor año para mi cuerpo femenino y mi feminismo: los médicos me dijeron que debía recuperar la menstruación pues tenía amenorrea, y me hicieron tomar hormonas femeninas. Esto me mandó a un espiral de odio hacia mi cuerpo pues mis caderas volvieron a crecer, estaba más sensible y cada vez que menstruaba me daban ganas de arrancarme el útero y las tetas que se habían encogido pero ahora estaban grandes -otra vez-. En esa época también fui a donde una psicóloga que me decía que tenía que «aceptar que era mujer» y que eso significaba que debía que asumir todo lo que eso implicara.

Estaba ansiosa y obsesiva, me sentía atrapada. Me había comido el cuento de que a una mujer nunca la van a tomar en serio. Me había resguardado usando largos abrigos para no atraer miradas y sentía que el crecimiento del culo era proporcional a la disminución de la escucha.

Sentía que cualquier comentario sobre mi cuerpo era una amenaza, una prueba de que solo era un pedazo de carne, susceptible de ser consumido, violado. Un cuerpo sin mente.

 

 

Estaba confundida. 

Defendía la igualdad entre hombres 

y mujeres 

pero me sentía diferente, inferior.

Mis hormonas estaban como locas por las pastillas anticonceptivas que tuve que tomar por haber perdido la menstruación. Sentía que sin hormonas femeninas era más racional y que estas me limitaban: desde que las empecé a tomar, estaba más sensible (pasé de llorar una vez al semestre a llorar una vez al mes) y eso me hacía sentir que los estereotipos eran ciertos. No quería sentir deseo. Culpaba a mi cuerpo por todos mis problemas. 

Además, muchas personas aprovechaban cualquier ocasión para convencerme de que mi problema era que quería ser hombre y que debía «aceptar» que nunca iba a serlo.

 

 

Un día, un amigo me pidió que le pegara. Como no fui capaz, me empezó a gritar que lo hiciera, que él sabía que yo quería ser como los hombres y que eso me iba a hacer sentir como uno. 

Así que le pegué. 

No le pegué duro, pero sí con rabia, 

rabia por la impotencia que me hacía sentir que se burlara de mí 

rabia porque pensara que mi problema era querer ser hombre 

rabia porque me sentía inferior.

Tuve que cruzar el océano para calmar un poco ese sentimiento. Tuve que alejarme de mi familia y de mis amigos, vivir sola, conocer nuevas personas y experimentar un cambio…pero sobretodo, tener tiempo de pensar las cosas. Me fui de intercambio a Bélgica, tuve mucho más tiempo a solas, y el machismo de allá, aunque presente y colonialista, se sentía menos cercano y personal. Tomé mi primera clase de feminismo en la que tuve la oportunidad de leer a Beauvoir y otras , así,  entender lo que significaba el feminismo a nivel filosófico: «Que no se nace mujer sino que se llega a serlo», que el género es social y que lo femenino es construido. Así, poco a poco, empecé a dejar atrás mi propia misoginia interiorizada.

 

Reconstrucción

Tenía mucho miedo de volver a Colombia porque fue en ese contexto, en el contexto en el que nací y crecí, en el que se desarrollaron todas las inseguridades. Temía muchísimo perder el progreso hecho al viajar. Pero, de hecho, creo que volver ha sido la parte más interesante.

Sé que tendré que luchar con tratos diferentes 

comentarios pesados, 

actos más o menos violentos, 

sexualización, 

tendré que abrirme paso en la academia, 

tendré que aceptar que a veces 

me van a respetar menos, 

que viviré con miedo 

cuando ando sola de noche 

por la calle, 

que mi familia y amigos 

no van a cambiar 

de un día 

para otro 

y que volverán los pensamientos 

e inseguridades que me dicen 

«no te van a tomar en serio»

«no te van a escuchar»

«no te pongas eso»

«¿Qué tal que el machismo esté justificado?»

«¿que en serio me guste que me traten mal?»

«¿que de verdad esté destinada a ser como dicen que son 

  las mujeres?»

«Mi cuerpo es una cárcel»

«Quiero ser un man» 

Pero después de este tiempo de crecimiento, sé que estos pensamientos vendrán y se irán y que los podré espantar, pues ya no creo que sean ciertos. Este año en Los Andes, seguí creciendo y fortalecí lo que aprendí cuando me fui. Seguí leyendo feminismo y me uní a ‘No es Normal’. Por eso ahora sé que cuando me digan que en realidad mi feminismo es la manera de tapar el hecho de que soy machista, no es cierto: 

Mi feminismo es la herramienta para entender que el hecho de querer ser más parecida a los hombres no se debe a que piense que son mejores; y eso no me hace una peor feminista, sino una mejor. 

 

Ya no me comparo tanto con los hombres, 

ya no creo que siempre tenga que parecerme a ellos, 

ya no quiero ser hombre; 

solo quiero ser mujer 

en una sociedad 

en la que pueda sentirme 

segura 

en la que pueda expresar mi lado 

femenino 

y mi lado MASCULINO 

sin sentirme 

forzada ni juzgada

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