Esta emergencia de salud pública es compleja, pero también irónica: aunque los contagios se multiplican en familia, el miedo es a los ‘otros’, a desconocidos. Aunque la situación exige solidaridad, expone en cambio nuestros más profundos prejuicios, el clasismo y la xenofobia.
Esta pandemia desnudó las desigualdades e inequidades que existen en Colombia y en todo el mundo. Salen a flote, cada vez más, actitudes detestables como la exclusión o la xenofobia tan marcadas en sociedades como la nuestra. Somos un país profundamente clasista y eso, sin duda, se ve reflejado desde conductas que incluyen deportaciones de personas que han estado en fiestas, hasta una obsesión en la cobertura mediática que expone, discrimina y juzga de manera antiética a ciertos sectores sociales más que a otros.
La emergencia de salud pública que vivimos es compleja, pero también irónica: los estratos más bajos son los más afectados (tal como lo muestra el DANE). Pero desde el principio fue evidente: el riesgo al contagio y la tasa de mortalidad mostró una mayor afectación en el mismo sistema de salud que tenemos, recayendo sobre quienes pertenecen al régimen subsidiado.
Si bien es cierto que esta situación nos pone al límite como sociedad, y pone al límite a tomadores de decisión, es también una situación que expone los más profundos prejuicios.
Pero no es una sorpresa. Como sabemos, no solamente la tasa de muertes que ha tenido esta pandemia se agudiza por determinantes sociales, también tiene que ver con cuál es mi lugar en la sociedad, con si estoy o no en una profesión de riesgo, con la condición migratoria y hasta con si tengo el mismo acceso de calidad de igual forma que una persona de un estrato más alto.
La salud pública no es singular
En una pandemia, donde todos estamos expuestos a un riesgo similar, no tiene sentido la exclusión aunque muestre desconfianzas de todo tipo bastante comunes en Colombia, empezando por esa que dice que yo desconfío del otro porque no se parece a mí, pero confío en todo aquel que sí se parezca.
Hoy, cuando las administraciones públicas informan que los mayores contagios ocurren en reuniones familiares, nos seguimos cuidando más del desconocido y hasta estamos a la defensiva de la persona que presta servicios básicos en nuestra casa. Y si bien las condiciones de seguridad y de bioseguridad deben estar activadas en todos los contextos, los sesgos de clase se dejan ver en la forma en que cubrimos los riegos.
En bioética, por ejemplo, se habla de la solidaridad como un principio importante. Autores como Angus Dawson y Bruce Jennings han hablado de la solidaridad como fundamento de la salud pública, porque no se puede entender este concepto sin hablar de lo colectivo. Decían que la solidaridad permite ver que tu condición de realidad está indisolublemente relacionada con la mía, y que “no se debe simplemente a que tu condición pueda ser una amenaza para mí (debido, por ejemplo, a un contagio), sino a que nuestros estados de salud son interdependientes de una manera mucho más rica”.
Para los autores, el principio de solidaridad es esencial a la ética en la salud pública porque “la cultura y la sociedad en la que vivimos influyen, modelan y controlan sus determinantes a tal grado que no tiene sentido comenzar un análisis de la salud con individuos con palabras como «usted» y «yo». Debe empezar con “nosotros”.
No tiene sentido pensar en salud desde lo singular, sino desde lo común. Todos estamos en esto juntos: tanto en el contagio, como en la cura o la solución. Si queremos acercarnos a una solución colectiva, el camino no puede ser individual.
Esto no ha ocurrido en Colombia. Aunque todos hablan de solidaridad, cuando se quiere pensar qué es en la práctica, lo suprimen. Muchas de las campañas públicas y privadas de entrega de mercados y muestras de solidaridad duraron poco y tras unos meses pocos volvieron a hablar de ellos. Y hay millones de poblaciones que ameritan nuestra atención, desde los migrantes, que posiblemente son nuestros Rappi, hasta las trabajadoras sexuales y quienes están prestando servicios esenciales.
En una pandemia el destino de uno, es el destino de cualquiera. Por eso, no tiene sentido hablar de solidaridad, al mismo tiempo en que se excluye a una población.
La salud pública no es xenófoba
Nuestro sistema de salud tiene una base solidaria también, de subsidios y con cobertura universal. No obstante, persisten evidentes problemas de implementación y oportunidades de mejora. La vacunación podría ser una oportunidad, por ejemplo, para redistribuir cargas. Una oportunidad para dirimir esas desigualdades que se han acentuado tanto. De ahí viene la importancia de priorizar.
Todos esperamos que el plan de vacunación que se trazó este Gobierno salga bien. Es lógico que si las personas mayores han sido las más damnificadas tengan una atención más acuciosa, pero ¿Cómo ponderar teniendo en cuenta hasta la nacionalidad? Es decir, ¿por qué o cómo excluir a un grupo de personas por su estatus migratorio o qué hacer con los migrantes indocumentados, por ejemplo? Y esta es tan solo una controversia vigente, no solo regional por el caso de migrantes venezolanos, sino global.
Aunque el estado de inmigración no debería ser una barrera para recibir la vacuna, su inclusión en los planes de vacunación aún no está tan clara. El actual plan nacional de vacunación hasta ahora habla de todos los residentes en nuestro territorio, sin distinción.
La mayoría de la población migrante en Colombia son venezolanos, y jóvenes, pero no son los únicos. También hay adultos mayores, personas con comorbilidades, muchos migrantes en situación irregular, algunos con VIH y otros con enfermedades autoinmunes. ¿No deberían ser incluidos aquellos migrantes en condiciones más vulnerables, sin importar su estatus legal?
Hay que reconocer que el Gobierno Colombiano ha hecho un esfuerzo grande en priorizar a los migrantes en sus planes de los esquemas básicos de vacunación y hasta se habló de una iniciativa regional para crear un programa en el que los países de la región estén de acuerdo en vacunar a quienes están de trayectoria por América Latina y el Caribe. No se puede cortar ese esfuerzo de inclusión.
Pero vamos más lejos. La Corte Constitucional se basa también en el mismo principio básico: la solidaridad. En un estado social de derecho, que adopta los tratados internacionales, que busca cooperación, que se ampara en el discurso de igualdad y de la no discriminación como Colombia, no se podría permitir que se sonsaque a un sinnúmero de personas de los planes de vacunación contra el covid-19. No tiene sentido. Mucho más cuando con ello podría poner en riesgo la vida colectiva.
La solidaridad, en este sentido, también aplica al autocuidado. No sirve de nada cuidarme si mi intención no es cuidar de esta forma a los otros. Es importante preguntarse por qué disminuye la empatía cuando el otro le es ajeno, es migrante o tiene otra nacionalidad. Esta es una pregunta moral.
La salud pública es solidaria
Estamos en un contexto de escasez financiera y con un número de vacunas muy limitado, por lo que tiene sentido que esto nos implique esfuerzos en buscar cooperación internacional que pueda garantizar una vacunación plena hacia los migrantes en el territorio nacional. Sobre lo mismo se refirió el presidente Iván Duque, admitiendo que ofrecería garantías y que el plan haría contrapeso a la xenofobia. Así debería ser. Es así como se aplica el sentido de solidaridad para decir que todos merecemos ser vacunados.
En este momento que tenemos una ocupación de UCI al límite en Bogotá, habría que pensar que esas UCI no son ni para personas que se cobijan del régimen de salud contributivo o prepagado, son para la capital, o sea, para cualquiera. Es la misma situación para Cali o Medellín, y para cualquier otro lugar y la lógica es sencilla: así yo tenga más privilegios que otra persona, al final tenemos un número de respiradores limitados para todos, sin importar mi contexto. Ese es el verdadero significado de cuidarnos como sociedad: puede que no me enferme, pero si me pasa y no aporto en el cuidado, quizá no haya una cama para mí.
Barranquilla, por ejemplo, tuvo un pico muy fuerte en los últimos meses y ahora recibe pacientes de Bogotá. Esto me hace preguntarme: ¿cuando hablemos de un plan de vacunación tendremos en cuenta este tipo de gestos? Claro que hay una gran expectativa y esperanza de poder tener una solidaridad como la que pregonan los anuncios publicitarios. Uno desearía que los municipios dispersos a los que hoy se acuden, mañana no se excluyan.
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Mientras los gobiernos proponen el aislamiento social para que no se propague un virus, salta a la vista el atropello sobre los cuerpos exentos de cuarentena. La ilusión del encierro refleja los derechos que se están sacrificando.
El Covid nos ha puesto en una situación en donde hay un juzgamiento en un tono moral con quienquiera que sea. No está bien juzgar a nadie o incluso hay que revisar por qué lo hago con aquel que está haciendo posible que pueda recibir un mercado por cualquiera de estas aplicaciones en línea (que es de conocimiento público, de paso, que emplean de manera justa e injusta a migrantes).
No le podemos sumar más miedo y ansiedad a lo que ya estamos sintiendo. Es necesario invertir en salud como sociedad y como Estado, más allá de un plan individual de bienestar, pero volviendo a la definición misma del término: es salud pública, colectiva, y solo así funciona como derecho humano.
Entonces, pensar en solidaridad en el contexto de la pandemia y de la salud pública nos obliga a considerar a los que se parecen a nosotros y a los que son diferentes a nosotros. También nos obliga a ver las formas en que estamos conectados con los “otros”, los inmigrantes, los no ciudadanos, los que no tienen estatus legal en nuestro país, los trabajadores no visibles. Sin pensar en ellos, no hay una medida de salud pública completa o ética y no hay solidaridad.