Oscuro animal

Tres mujeres emprenden un viaje desde la selva hacia la ciudad. Tres mujeres escapan de la guerra rural colombiana. Tres mujeres llegan a Bogotá buscando un nuevo curso de sus extraviadas vidas.

por

Alessandra Merlo


16.05.2017

Imagenes: cortesía 'Oscuro animal'

Una premisa: mucho del mejor cine mundial desde la segunda mitad del siglo XX ha pagado un reverencial tributo a la estética del realismo. Algo que se ha dado desde que los directores, los directores de fotografía y los guionistas, han descubierto que la fotografía y aún más el cine conservaban un íntimo enlace con la realidad. Las diferentes escuelas de realismo de las últimas décadas han usado esos efectos con una finalidad muy consciente. Lo han hecho al servicio del retrato social, del compromiso y muchas veces también de la denuncia explícita. De esta forma han ido sensibilizando públicos distintos en media Europa, en medio mundo y han trasformado el cine en un instrumento de reflexión y crítica frente a la sociedad, la política, los conflictos sociales e individuales. Un cine que siente como un deber programático y colectivo el “deseo de contar historias de hombres vivos…”, como escribía un viejo director de cine, por allá en los años 40.

Dicho lo anterior, la pregunta es: ¿podemos entonces hablar de la realidad más apremiante, del contexto más cercano y hacerlo de una forma no realista? O más bien: ¿estamos dispuestos, como espectadores, a eso? ¿O pensamos que para hablar de pobreza hay que poner en escena a los pobres y para hablar de violencia hay que ejercerla en la pantalla? Más precisamente: ¿podemos imaginar una película sobre el conflicto colombiano que no sea realista, o no del todo, o de una forma distinta a la que creemos natural? Es decir, ¿una película que no imite en la pantalla las narraciones conocidas y relatadas por las víctimas, los victimarios, los observadores y los analistas, sino que se invente otro camino para llegar a esa misma toma de posición y de compromiso? ¿Podemos hacerlo?

Diría que es justamente esta la apuesta de Oscuro Animal (Felipe Guerrero, 2016), una película que pone en escena a tres mujeres frente a la violencia en el campo colombiano, en nuestros días, o antes de ayer. Lo hace de una forma explícita, no mimética, poniendo en campo (y en el encuadre) a los personajes, los gestos, los objetos, las paredes y los muros de las casas, con una distancia teatral. Hasta el paisaje nos lo muestra objetualizado, y al hacerlo nos permite una visión y una apreciación, diría una experiencia distinta de esa realidad sobre la que todos, desde hace unos años, están apuntando la mirada.

Todo esto, en lugar de parecerse al realismo, asume en efecto el vibrante aspecto de lo escénico: un espacio delimitado frontal (sea un cuarto cerrado, un espacio abierto cubierto por un tejado o un sendero en el bosque) en el que los personajes (cada una de las tres mujeres protagonistas) decantan sus pasos y sus gestos. Es allí que entra el silencio: porque a parte los ruidos y sonidos, a parte las voces confusas de unos hombres y otras voces que cantan desde el radio, sobre la película se extiende un largo y definitivo silencio de voces. Allí sí entendemos que lo que estamos viendo no es un simulacro de lo real, sino un teatro de cuerpos que nos figuran (ponen en forma y en figura) la violencia del conflicto y de una aún más vieja violencia entre seres humanos. El silencio en Oscuro Animal es una substracción, pero de ninguna manera es una ausencia, o una falta. Una poderosa y prolífera substracción. Pero: ¿qué le quita y sobre todo qué produce ese silencio?

Primero, sin duda, nos aclara de una vez por todas que lo que estamos viendo no es un documental o una repetición de lo que puede pasar o haber pasado en algún lugar de Colombia. Nos aclara que se trata de una distancia y por lo tanto de una reflexión sobre esa situación y ese contexto. Nos dice que cualquier anuncio de que lo que vamos a ver “está basado en hechos reales” sobra: esto, ha pasado centenares de veces.

Segundo, y más importante, descompone la inercia narrativa de imágenes y sonidos; así haciendo nos priva (nos substrae) de la narración más clásica, la que se funda en el discurso, en lo verbal, en las causas-efectos explícitas. Al prescindir de los diálogos, Oscuro Animal se centra en las imágenes (por supuesto también en el fondo sonoro). Pero si insisto sobre ellas es porque las imágenes, inclusive en sucesión, tienen otra forma de narrar y de argumentar, otra lógica, que las palabras. Ya casi pierden sentido, más allá de decirnos qué es lo que muestran. No es silencio entonces lo que la película pone en escena, sino un ejercicio (o un experimento) de arrancar la narración de la lógica verbal. Lo que queda quizás no siga siendo una narración, puesto que las imágenes ya no me cuentan historias, sino que las insinúan, las sugieren. Tampoco sé si los sujetos son realmente importantes: lo que hay es un laberinto vegetal en el que los personajes de las tres mujeres se confunden el uno con el otro. Esa incerteza es clave, es quizás lo más importante y valioso de la película, porque le pide al que mira un gesto. Tiene que cocer, él mismo, lo visible a partir de lo que conoce e imagina.

Quien buscara en Oscuro Animal las historias y las referencias, quedaría frustrado. Allí solo quedan unos rastros de las historias que otros hubieran querido contar: hay en cambio personajes sin nombres, cuerpos, climas. Suponemos entonces que esos hombres sean paramilitares, que esa mujer haya abortado, pero solo podríamos asegurar lo que es sujeto a descripción: una mujer violada, otra mujer humillada, unos cadáveres envueltos en sábanas y enterrados, los senderos, las carreteras, las autopistas. Para el habitante de ciudad, todo esto se vuelve certero y reconocible hacia el final de la película, en el momento en que aparecen los grafitis de la 26, en Bogotá: acá es como si confluyeran y empezaran a cobrar sentido esos hechos tan lejanos y tan ajenos que ocupan la película. Acá, sin duda, empieza otra historia.

Tercero: el espectador tiene también otro papel en la película. El silencio y la interrupción de lo narrativo (y lo realista) hace que quien mire se vaya sumergiendo cada vez más en lo que ve y especialmente en lo que son estas tres mujeres. Ya no pide explicaciones, sino que simplemente las sigue, acercándose cada vez más a ellas. Lo teatral y lo silencioso impiden que funcione el efecto de realidad, que normalmente nos atrapa frente a una narración audiovisual. Acá se nos pide observar, con el estupor cada vez nuevo de que no tenemos respuestas listas. Por lo tanto tampoco hay pathos, que es ese tan cinematográfico sentir por identificación, sino que las emociones son a su vez mudas, como los rostros de las protagonistas, que han sufrido y que siguen sufriendo y que nos muestran sus caras como si fueran un terreno abandonado.

Datos y coincidencias: Oscuro Animal ha sido proyectada el 30 de marzo en la Semana de las Artes por la Paz (decanatura de Artes y Humanidades), en colaboración con el cineforo estudiantil Notas de cine. A la proyección siguió una conversación con el director Felipe Guerrero y la critica e investigadora Juana Suárez, desde Buenos Aires. Se repitió la proyección el día 7 de abril.

El 30 de marzo en Bogotá se estrenaba también Noche herida, de Nicolás Rincón G., tercera parte del documental Campo hablado (tres reflexiones verbales, como dice el título, sobre el campo colombiano y sus múltiples tragedias, a través de la voz de unos de sus protagonistas). Guerrero y Rincón toman caminos muy distintos pero sus obras dialogan desde la distancia para decirnos que (por suerte) nunca hay una sola forma para decir las cosas, y que el cine es justamente el lugar para volverse a hacer las mismas preguntas, una y otra vez, repetidamente, sin cesar. Nosotros, los espectadores, agradecemos eso.

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