De Eco a Haraway: una cartografía de la narración en tiempos de IA

Una reflexión crítica sobre los relatos que construimos —y que nos construyen— en torno a la inteligencia artificial.

por

Ricardo Corredor Cure

director del Ceper, Universidad de los Andes


13.06.2025

Vivimos tiempos raros. Y cuando los tiempos se vuelven raros, se sacude el lenguaje y se agota. Ya no sabemos bien qué palabras usar: ¿futuro?, ¿progreso?, ¿verdad?, ¿humanidad? Esas palabras y los conceptos que vienen detrás de ellas han perdido la fuerza y el valor que alguna vez le asignamos. 

Y en ese mar de confusión, aparece la inteligencia artificial como una especie de gran promesa o amenaza, dependiendo de a quién escuche uno.

La inteligencia artificial no solo es una herramienta de producción narrativa, sino también una narrativa en sí misma. Es decir, no solo usamos IA para contar historias, sino que la IA se ha convertido en el centro del relato cultural y mediático de nuestro tiempo. Y en ese relato es inevitable pensar que estamos repitiendo un debate que ya tuvimos, con otros nombres y otras formas. Una suerte de dejá-vu. O un coro de ecos que resuenan en diversas vibraciones.

El primero, y perdón por el obvio y fácil juego de palabras, es el eco de Umberto Eco. Su ya clásico «Apocalípticos e integrados» nos sirve de marco otra vez pues el debate de hoy parece un calcado del debate que se generó en el siglo XX con la llegada de los medios de comunicación electrónicos y la cultura de masas. De un lado, Yuval Noah Harari y su mirada medio bíblica del colapso (el fin del homo sapiens, la irrelevancia humana) y Shoshana Zuboff con su vigilancia total. Del otro, gente como Mustafa Suleyman o Ray Kurzweil, con la fe casi mesiánica de que la IA nos llevará a una nueva era de abundancia y longevidad. Son los nuevos apocalípticos e integrados del siglo XXI.

Pero como decía Eco, la tarea no es tomar partido por uno u otro extremo, sino abrir el pensamiento crítico. Salir de la trampa binaria: no caer en el pecado del elitismo humanista y la nostalgia por una cultura ilustrada idealizada ni tampoco en la ingenuidad y falta de reflexión sobre las estructuras ideológicas, económicas y políticas que sostienen el negocio.

Y ahí aparece Jeff Jarvis con un segundo eco tomado de su libro “The web we weave” (la red que tejemos) llamando a recuperar el control de internet, a dejar de ver la tecnología como un ente autónomo que «nos hizo» de cierta manera. No. La IA no nos odia, dice Jarvis. Somos nosotros los que arrastramos nuestros odios, sesgos, y vacíos a las máquinas. Y surgen severas preguntas: ¿qué vamos a hacer al respecto? ¿Vamos a dejar que el desarrollo de estas tecnologías siga siendo guiado por el lucro, la competencia geopolítica y el oscurantismo técnico? ¿O vamos a actuar para que exista una gobernanza que ponga a la humanidad en el centro?

El reciente informe de Naciones Unidas, «Governing AI for Humanity», va precisamente en esa dirección. Plantea con claridad que necesitamos una arquitectura global de gobernanza, basada en derechos humanos, en justicia, en inclusión. Y reconoce que hoy hay una brecha alarmante: la mayoría de los países del sur global no está participando activamente en la discusión sobre IA. El riesgo es que nos vuelvan a dejar fuera. Pero también aquí hay una oportunidad 1.

Los medios, las audiencias y los relatos

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Los medios del nuevo ecosistema digital tienen una responsabilidad que no podemos subestimar. El reciente documento del Pulitzer Center “From hype to reality” lo dice claro: necesitamos una cobertura de la IA que no caiga en la moda, ni en el catastrofismo, sino que informe, que explique, que traduzca. Que ayude a la gente común —esa categoría tan olvidada por Silicon Valley— a entender qué está pasando y cómo les afecta. 

Pero esto implica repensar esa categoría que llamamos las «audiencias». Jay Rosen, el crítico de medios gringo ya decía hace muchos años que era mejor llamarlas «the people formerly known as the audience». La gente que antes llamábamos la audiencia.

Sea como fuere que los llamemos, cualquiera que se toma lo que está pasando en serio, asume que las audiencias no pueden seguir siendo vistas como meros targets a los que se les mide el clic y el scroll. Sujetos con agencia, con historias, con capacidad de decidir. Pero para eso, tienen que estar informadas; deben tener herramientas para descifrar lo que ocurre. Pero sabemos, pues aquí no somos ingenuos, que la manera como eso sucede es, por decirlo suavemente, limitada. Lo que hoy llamamos audiencias juegan en una cancha ajena con reglas que no definen pero que los ilusiona con que tienen autonomía y poder.

Y si hay un juego que se pueda jugar, es el de la narración que es donde está una de las posibilidades de esperanza, de acción, de cambio. 

Y aquí resuenan otros ecos, como los de Walter Benjamin de los que habla Byung-Chul Han que lo dice con melancolía aguda: hemos perdido la capacidad de narrar. Ecos de la escuela de Frankfurt, que criticó con tanta fuerza las industrias culturales, que tanto palo le dio al imperialismo cultural norteamericano. Vivimos en la tiranía del instante, del estímulo, del like. Y sin relato, no hay experiencia. Sin experiencia, no hay memoria. Y sin memoria, como sabemos, no hay futuro.

Por eso, además, retumban los ecos de Baricco en «La vía de la narración»: una historia es «el campo de energía producido en el alma de uno de nosotros por la vibración inesperada de una tesela del mundo». Es decir, una pequeña pieza del mundo/mosaico que resuena en lo más profundo y enciende una historia.

Pero también me interpelan los ecos de «La teoría de la bolsa de la ficción» de Ursula Le Guin que es de los años 80, hace 4 décadas. Porque desafía el relato dominante sobre quiénes somos y cómo narramos. Porque conecta con debates actuales sobre género, poder, sostenibilidad y representación. Porque nos permite imaginar otra manera de hacer ficción, de hacer historia, de hacer futuro. No todo relato tiene que ser épico, violento o lineal. La ficción puede ser un espacio para recoger fragmentos, sostener lo diverso, celebrar lo cotidiano. Contar «el otro relato, la historia no contada, la historia de la vida». Las historias también pueden ser un recipiente, un repositorio: un lugar donde poner lo que vale la pena conservar.

Y de Le Guin hago un salto a Donna Haraway. En diciembre pasado que estuve en Buenos Aires, hablamos de Haraway con Cristián Alarcón, el director de Anfibia. Y por una de esas coincidencias de la vida, en una pequeña librería de Palermo, me encuentro una edición del libro de Le Guin prologado por Haraway. Y el prólogo me voló la cabeza, no solo porque descubro que Haraway ha trabajado en Colombia y habla de las mochilas indígenas y obviamente las relaciona con la teoría de Le Guin, sino porque obviamente sonaron los ecos de su “Manifiesto Cyborg”. Es un texto híbrido, crítico y poético que propone una nueva manera de pensar la identidad, el cuerpo, la tecnología y la política en la era de la tecnocultura. Y es de 1985 (10 años antes de que internet se masificara).

El cyborg es, para Haraway, una metáfora poderosa para pensar la condición humana contemporánea: ya somos, de muchas maneras, híbridos de carne, chip, símbolo y red. “El cyborg no reconoce la frontera entre lo natural y lo artificial, entre cuerpo y máquina, entre lo humano y lo animal, entre lo físico y lo simbólico.”

Lo cyborg es la figura adecuada para lo que estamos viviendo que no es simplemente una época de transición. No es que un mundo se esté acomodando para darle paso a otro. Estamos en una época de incertidumbre radical. Se está desmoronando el mundo moderno: ese que creía en la razón, en el progreso lineal, en el sujeto autónomo, en el contrato social. Y lo que viene no está del todo claro. No tiene forma todavía. Ni tiene nombre. 

El cyborg representa una forma de identidad fragmentaria, fluida, contradictoria, que no busca volver a una “naturaleza pasada” ni preservar alguna pureza. En lugar de buscar “volver a lo humano” en el sentido clásico, propone abrazar el mestizaje, el entre-lugar, el interregno, el hackeo de categorías. Seres, parafraseando el cantante Kevin Johansen, “desgenerados”.  

Y es con esa figura, con todos esos ecos, que hay que avanzar hacia el futuro. Con dudas. Con preguntas. Con herramientas nuevas y también con intuiciones viejas. Hay que persistir. Seguir construyendo espacios comunes. Seguir creyendo en la posibilidad del encuentro humano (este texto lo escribo motivado por la invitación precisamente a un festival). 

El signo de estos tiempos es la incertidumbre y por eso se sienten tan frágiles, tan delicados, tan agobiantes…Tiempos donde se habla del posthumanismo y el postcapitalismo. Dos conceptos que pueden sonar quizás académicos. Pero que, en el fondo, tocan algo real: la sensación de que el sujeto moderno —ese que conocíamos y del que aparentemente teníamos certezas— está cambiando. Que el capitalismo, tal como lo entendimos, está tensando la cuerda al límite de la desigualdad. Y que la democracia que venía de la mano del capitalismo también requiere una repensada.

En ese camino, la inteligencia artificial no es un destino. Es un ámbito. Un territorio que podemos explorar, disputar, habitar. No con ingenuidad, no con miedo, sino con mirada clara y voluntad de acción. 

Y aquí debe entrar la pregunta por el periodismo desde los ecos de Omar Rincón y las nuevas formas de ejercer el oficio que hace unos años llamó “hacker, bastardo y DJ”. Después de declarar la muerte del periodismo del siglo XX (“ese de medios y periodistas omnipotentes y arrogantes que ilustraban a los ciudadanos del común”), aboga por un periodismo que “no renuncia a narrar y contar en diversidad de formatos, un periodismo diverso para una cultura mutante”.  

Es decir, ya no son tiempos donde el dato mata al relato que era un mantra del inicio de este siglo aun surfeando las olas del siglo XX. La tarea es otra: construir relatos que arropen los datos. Que les den sentido y perspectiva. Que les den valor humano. Porque un dato suelto es un golpe frío, pero un dato envuelto en una historia puede ser una chispa de comprensión.

En medio de tanta opacidad algorítmica, radicalización política y aceleración técnica, tal vez una de nuestras pocas certezas es que necesitamos relatos. Historias que nos ayuden a pensar, a comprender y a sentir el mundo que habitamos. No para resolverlo todo, pero sí para mantenernos lúcidos, vinculados, atentos. Porque cuando todo se vuelve incierto, contar historias sigue siendo una forma de orientación, de conversación, de resistencia. El periodismo, si se atreve a mirar más allá de los formatos agotados y de las métricas del clic, tiene todavía ese poder.

No se trata de salvar el mundo, pero sí de contar bien lo que pasa. De narrar con rigor, con imaginación, con sentido. De crear relatos que no solo informen, sino que también alumbren, incomoden, conecten. Ahí, en esa frontera entre lo que sabemos y lo que intuimos, está la posibilidad de hacer un periodismo que no se rinda. Que no se conforme. Que acompañe este tiempo raro con preguntas y con historias que valga la pena escuchar. Con teselas que vibran. Porque al final, incluso en el caos, una historia bien contada sigue siendo una forma de futuro.

 1 Aunque claro, justo ahora, cuando más necesitamos multilateralismo, tenemos a Trump volviendo añicos el escenario mundial con un bulldozer repleto de petulancia. Dinamitando instituciones, acuerdos, puentes. Pero a riesgo de sonar impopular, ahí hay unas oportunidades. No me gusta Trump; me parece un político patético. Pero comparto que el multilateralismo necesita una revisada profunda. Me cuesta entender sus formas y me ofenden sus prácticas arrogantes, pero si lo que está haciendo nos ayuda a repensar la democracia, el capitalismo y el viejo orden mundial, pues es la oportunidad de construir desde abajo, desde las periferias, desde la sociedad civil global. Y especialmente, desde el sur global. Y no simplemente como espectadores ni como consumidores tardíos de tecnología, sino como actores, productores, pensadores.

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