Otro ejemplo de otro nobel: Santiago, el pescador de Hemingway, en el mar lidiando con los tiburones que a dentelladas se llevan el marlin con el que luchó cuatro días. El que se empeñe en escarbar en la biografía del autor podría decir que el viejo es Hemingway, los tiburones los críticos que destrozaron su novela anterior. Podría dejarse de metáforas y concluir que Santiago es Gregorio Fuentes, el español que trabajó como primer oficial en el barco del escritor en Cuba.
Ambas interpretaciones están encerradas en la vida personal de Hemingway, hacen de su biografía el espacio en el que nace y muere todo el sentido que se le puede sacar a El viejo y el mar. Son renuncias del lector a su libertad de interpretar desde su propia experiencia. Ya no es un lector sino un investigador de las anécdotas, inclinaciones, defectos y virtudes del escritor. Por eso Hugo Ramírez dice que a la hora de interpretar un texto más vale olvidar al autor.
Matarlo, diría Roland Barthes. Las palabras de Hugo Ramírez son eco de las del francés. En La muerte del autor, uno de sus ensayos más influyentes, el filósofo escribió que los textos no son una expresión de la biografía de quien los produce sino un tejido de citas de innumerables escrituras previas y referencias de múltiples dimensiones de la cultura. Quien lo teje, para Barthes, es el lector, fuente de la infinidad de interpretaciones que un texto debe producir. Como Barthes escribió, “el nacimiento del lector se paga con la muerte del autor”. Como Hugo Ramírez explica, nada que se muere este autor.