En días pasados, la alcaldesa Claudia López anunció que frente a la crisis de inseguridad que atraviesa Bogotá, solicitaba al Gobierno y al Ministerio de Defensa la asignación de policías militares para acompañar la labor de la Policía Metropolitana en algunas zonas de la ciudad.
La petición de López llega tres meses después de haberse opuesto a la implementación de asistencia militar propuesta por el Gobierno durante las protestas del Paro Nacional de este año. Ante este nuevo escenario, la alcaldesa ha repetido que no se trata de una militarización de la ciudad, sino de una labor de apoyo de la Policía Militar a la policía de la ciudad en dos funciones puntuales: hacer patrullaje en zonas críticas y estar en puntos de control (retenes) para la incautación de armas.
Los efectos de la militarización en la seguridad pública es un debate grande que se ha dado en la literatura de ciencia política. Hay una postura que considera que hacerlo es necesario, especialmente en América Latina, donde la seguridad pública está relacionada con el crimen organizado y donde la inseguridad también tiene que ver con la corrupción policial y con la desfinanciación de la policía. Y hay otro sector detractor que asegura que usar fuerzas armadas para patrullar en ciudades no reduce el crimen, por un lado, y además impone algunos costos sociales.
Al tomar la decisión de implementar patrullas militares en Bogotá tenemos que pensar en los posibles beneficios —que a mi juicio son muy bajos— y los costos, que pueden llegar a ser grandes.
Esta posición viene de un estudio que realizamos en Cali con Rob Blair, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Brown, y la colaboración de la Alcaldía de Cali y el Ejército en 2019. Allí implementamos un ensayo controlado aleatorio (Randomized Controlled Trial en inglés) para aislar los efectos del patrullaje militar en dos comunas de Cali, la 18 y la 20, zonas que la Alcaldía había identificado como lugares álgidos de criminalidad. Durante el ensayo los soldados patrullaron de forma intensiva solamente en las manzanas asignadas en unas franjas específicas (durante las noches en días laborales).
Encontramos que el patrullaje militar tuvo efectos muy pequeños sobre el crimen y que esos efectos, además, no fueron duraderos: cuando la intervención terminó y los soldados dejaron de estar presentes, hubo un aumento grande del crimen en esas mismas manzanas. Es difícil saber el por qué de ese aumento y el estudio no contaba con herramientas suficientes para saber con certeza la razón. Lo cierto es que el ensayo reveló el costo del patrullaje militar en Cali: una disminución muy baja del crimen durante la intervención y un aumento grande en el periodo posterior.
Otro fenómeno que analizamos, y que se ha estudiado en los ensayos que se han hecho en el mundo sobre el tema, es si hay desplazamiento del crimen a las zonas cercanas donde se realizaron las patrullas. Más o menos el 25% de los estudios encuentra que el crimen se desplaza a otras zonas; otro 25% encuentra que, por el contrario, las zonas aledañas experimentan beneficios por el patrullaje cercano; y el 50% no encuentra ningún efecto, ni positivo ni negativo. Ese último fue nuestro caso: en el ensayo en Cali no encontramos desplazamiento del crimen, pero tampoco difusión de beneficios a otras zonas. El ejercicio de patrullaje, entonces, tampoco trajo cambios significativos para las zonas cercanas al ejercicio.
Encontramos que el patrullaje militar tuvo efectos muy pequeños sobre el crimen y que esos efectos, además, no fueron duraderos.
Lo que sí cambió con la presencia de militares fue la percepción de la ciudadanía: el estudio encontró que después del patrullaje la gente que experimentó directamente patrullas militares tenía percepciones más positivas hacia el Ejército. Incluso vimos un aumento en la demanda de estos servicios: las personas expuestas al patrullaje militar pedían después más patrullas militares.
Es importante reconocer que estas son medidas que la misma ciudadanía pide, pero, paradójicamente, también encontramos en el estudio que esas patrullas no hacen que las personas se sientan más seguras: su presencia no aumenta la sensación de seguridad. Es más, encontramos que las personas expuestas a las patrullas militares eran mucho más propensas a decir que apoyarían un golpe de Estado para luchar contra el crimen, que es un hallazgo preocupante.
Esta es una de las grandes preguntas sobre la intervención militar: si llamar a soldados a tomar medidas agresivas frente a la ciudadanía, de forma recurrente, puede tener efectos sobre la calidad de la democracia y sus cimientos. Este tipo de intervenciones pueden invitar a las fuerzas armadas a tomar un rol más importante en la gobernanza, lo que no debería pasar en una sociedad democrática. Y pueden además incentivar el apoyo a programas de mano dura, que son populares en América Latina: según el Barómetro de las Américas de 2012, el 78% de los encuestados en 19 países latinoamericanos están de acuerdo o muy de acuerdo en que las Fuerzas Armadas deberían participar en la lucha contra el crimen y la violencia. Estas medidas de mano dura no tienen que ver solamente con el patrullaje militar: también pueden contemplar reducir barreras a la hora de juzgar a una persona en ámbitos de justicia, o darles más flexibilidad a policías y fuerzas militares para la captura de ciudadanos.
Es entendible por qué la alcaldesa hace esta petición teniendo en cuenta el déficit importante en pie de fuerza que tiene Bogotá. La llegada de la Policía Militar a la ciudad implicaría la presencia de más actores vigilando las calles. Pero la presencia de fuerzas armadas no es la única forma de disuadir el crimen. De hecho, es una forma costosa de hacerlo que además puede socavar la relación de la comunidad con el Estado, una relación que viene muy desgastada del estallido social que inició en abril. Y no es coincidencia que este clamor de presencia de militares pase precisamente después del estallido social, después de que viéramos en todas las encuestas la caída de legitimidad de la Policía Nacional a los ojos de la ciudadanía. Esa brecha creciente entre ciudadanos y la Policía es bastante preocupante y la petición para militarizar nuestras ciudades es un síntoma de esa falta de confianza.
Pero la estrategia además podría no traer la solución que se espera de ella: uno pensaría que mandar militares debería liberar la carga de los policías para patrullar otras partes de la ciudad o enfocarse en otras tareas. Pero eso supone que haya una coordinación fácil entre Policía y Ejército, que no siempre es el caso.
Esa brecha creciente entre ciudadanos y la Policía es bastante preocupante y la petición para militarizar nuestras ciudades es un síntoma de esa falta de confianza.
También supone que se puedan sustituir de forma sencilla algunas funciones que podrían resultar difíciles para un cuerpo militar que no ha sido entrenado propiamente para hacer vigilancia en ciudades. Los policías militares no son personas capacitadas en la construcción de puentes de confianza con la ciudadanía, que es la función principal de la policía: acercarse a la comunidad, entender sus problemas, resolver conflictos de convivencia y seguridad en los barrios y anticipar problemas que aún no son delitos pero pueden llegar a serlo.
En general, las estrategias que funcionan para reducir el delito son las que crean esos puentes de confianza. También las que se enfocan en las personas en mayor riesgo de cometer delitos, en los lugares más propensos a experimentar delitos y en los comportamientos frecuentemente asociados con actividades delictivas. Aunque la petición de la alcaldesa demuestra que hay un clamor por atacar las raíces del delito en Bogotá, no estoy convencido de que deba haber un rol para las Fuerzas Armadas en solucionar estos problemas de inseguridad.