Saldré con mis tacones a marchar orgullosa de ser trans, de poderme nombrar como yo quiera, de poder exigir reparación integral para las víctimas.
Estaba por estos días sentada pensando en mi proceso de tránsito, viendo las noticias y tratando de comprender lo que veía en los medios de comunicación. El panorama —pensé— es oscuro: para las personas que nos apartamos de la norma y el orden social, la idea de ser escuchadas por las altas esferas del poder resulta casi una odisea digna de ser contada por Homero. Hablo de las feministas, de las trabajadoras sexuales, habitantes de calle, de las personas TLGBI (sí, la T primero), de las personas afrodescendientes y de líderes sociales y defensores de los derechos humanos que están siendo asesinados por defender la causa justa de querer vivir en paz.
Me decía a mí misma que esto no debería seguir pasando y que, como yo, muchas personas estábamos de acuerdo en hacer algo pero no sabíamos cómo, presas de las dudas e incluso el miedo. Sí, miedo de volver a enfrentar nuevamente los señalamientos y revivir todas las violencias que el conflicto armado nos hizo conocer duramente en Caquetá, donde vivo, y en todo el país.
Justamente por este mes, el mes del “orgullo”, llegaron todas esas malas noticias acerca de los ataques al enfoque de género en el Acuerdo Final de Paz entre Farc y Estado, y ya cansada de dejar que otros y otras demuelen la “representación” de las personas TLGBI, me dije que no iba a permitir el mutismo cómplice institucional y social y que “hicieran trizas” los esfuerzos de tantos años de diálogo, de resistencias y de sueños.
De ahí que cada invitación que oigo a la resistencia, como algunos y algunas han fehacientemente escrito y vociferado en redes sociales, se debe traducir indiscutiblemente en acciones prácticas, cotidianas y —por qué no— callejeras. El orgullo de ser las y los parias sociales se debe reflejar en cada marcha, movilización y lugar desde donde se resista. El orgullo debe ponernos de nuevo en la calle y lograr germinar toda la rabia acumulada por tantos años de abandono e injusticia. El orgullo de lucir impecables y decentes a los ojos de padres y madres despavoridos por tanto plumaje colorido. El orgullo de la algarabía y digna rabia que nos ha de poner en el lugar de la ciudadanía y del respeto hacia nosotras, nosotros y hacia los demás.
Yo saldré con mis tacones a marchar orgullosa de ser trans, de poderme nombrar como yo quiera, de poder exigir reparación integral para las víctimas. Saldré a gritar inmarcesiblemente por las y los ausentes, esos que les fue negado ese derecho a transitar y a salir conmigo a lucir, a desentonar en las calles. ¡Y es que se desentona en el carnaval! Pero la tarea del marchante-militante de la vida es justamente hacer político lo que ha estado escondido. Esa ausencia de derechos ensombrecida y casi que maquillada con derechos para personas que como yo que no tenemos privilegios sociales y que no celebramos el orgullo en la discoteca de moda. Nuestro lugar es la calle, donde a la necesidad se le ha puesto un precio y ese precio es el abandono social y complaciente con la miseria, la marginalidad y la exclusión.
El orgullo debe ser el poder de ser quien queramos, no solo en junio sino también todos los días del año. El poder abrazarnos con nuestras familias, con nuestros hermanos y hermanas, vecinos y novios sin ser señaladas por amar y ser amados. Mi orgullo es poderle dar amor al mundo y que el mundo no me lo deba, que el mundo me lo otorgue gratis porque es mi derecho a vivir también en paz. “Mi orgullo es poder gritar en una sociedad sorda e indolente con la otredad”
