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Los territorios de la moral

Con una infancia de llanuras y lecturas, con los senderos de la filosofía clásica y la biología cerebral bien galopados, Santiago Amaya, director del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, hibrida la inmersión en campo y la reflexión en la academia en sus investigaciones, sus clases, su trabajo en Montes de María y en el futuro proyecto Off The Rails (Código Globales Morales) —un estudio intercontinental que busca reconstruir la estructura de la moralidad desde la experiencia diaria de las personas, no desde lo imaginado en un escritorio—.

por

David Augusto De Salvador

Estudiante de la maestría en periodismo de la Universidad de los Andes y colaborador en 070.


09.10.2023

Ilustración por Nefazta.

En la oscuridad previa al alba, dos camionetas todoterreno abandonan Cartagena y, con la espalda al mar, se adentran por la vía que atraviesa la planicie del caribe. Todavía no amanece el 2 de mayo de 2023. Una hora después, las camionetas alcanzan la intersección de Puente Seco, en el municipio de Arjona, Bolívar, y la tierra se cunde de agua mansa mientras el sol se abre entre las cumbres de los Montes de María, la región montañosa del caribe colombiano que ocupa parte de los departamentos de Sucre y Bolívar. Las rutas y los pueblos de esta tierra han atestiguado el paso de los grupos armados, la agricultura, el ganado, la droga, las masacres, las familias despojadas de su tierra. Las ruedas altas de estas dos camionetas no cargan municiones, coca, abono ni donaciones, como lo han hecho tantas otras antes. Estas camionetas llevan botellas de agua y papeles, formularios con preguntas sobre la memoria y su nitidez, sobre el perdón y su posibilidad, sobre qué tan justo se cree que es el mundo.

Santiago Amaya, un hombre compuesto, de espalda ancha, no muy alto, expansivo y gráfico en sus movimientos, maneja la camioneta sobre los puentes y entre las curvas, y por minutos reflexiona con severidad, antes de hacer preguntas contundentes. En la silla del copiloto, Gabriela Fernández, estudiante doctoral de Psicología y Neurociencia de la Universidad Duke, lee el plan de trabajo y los formatos para estos cuatro días de expedición. En la camioneta suena el reggaeton que tres de las practicantes, politólogas y psicólogas en sus veintes, ponen desde el puesto de atrás.

Santiago es filósofo de pregrado y maestría, y también de doctorado, cuando se encontró con la neurociencia y la psicología. Esta y la otra camioneta transportan parte del equipo de Olvido y perdón: explorando las conexiones entre la memoria, el perdón y la reconciliación (un proyecto interdisciplinario de la Universidad de Duke, la de los Andes, la Tecnológica de Bolívar y la Javeriana de Bogotá). El trabajo busca comprender cómo nuestra memoria (y su forma de conectarnos con el pasado) se relaciona con el perdón que damos y el que recibimos. Para esto, trabajan con las comunidades de los Montes de María, quienes durante décadas han sufrido, recordado, negociado y quizás perdonado algunos hechos del conflicto colombiano.

Bajo el sol caribeño que marca las sombras de los árboles y acalora la carrocería de la camioneta, Santiago lleva botas de montaña con suela de agarre y barro seco, pantalones cargo azules, una camiseta gris holgada, ropa muy distinta a la que viste en la Universidad de los Andes, donde dirige el Departamento de Filosofía. Además, codirige el Laboratorio de Juicios y Emociones Morales, el cual combina la filosofía y la psicología en la investigación de “las emociones y los juicios [que] hacen parte del entramado de nuestra vida moral”, según su descripción.

***

Con Monserrate en la ventana, en un salón moderno y cuadrilátero, casi 30 estudiantes recién ingresados a los pregrados de psicología, filosofía, antropología, historia, ciencia política, estudios globales y lenguas y cultura, miran hacia el centro del salón, donde Santiago camina y habla. 

“Perdonar cambia la forma en que recordamos, cambia las memorias de lo que hemos vivido”, explica en un tono sencillo y resuelto Santiago. “Eso es lo que estudiamos con las comunidades de Montes de María. Traigo este ejemplo porque nos ayudará a pensar el tema de hoy”.

Es 8 de mayo, tan solo dos días después de pasar cuatro soles dialogando con las comunidades de Morroa, Palmito, San Onofre y Toluviejo (en los departamentos de Sucre y Bolívar), Santiago está dictando el curso Cómo se conoce en Ciencias Sociales.

“Sé que estamos algo atrás en el programa, pero pueden estar tranquilos, no hay un Cómo se conoce en ciencias sociales 2. Yo prefiero decir que el programa se nos adelantó”. Los estudiantes ríen con alivio, Santiago sonríe y escribe con marcador azul primario en el tablero: ÉTICA DE LA INVESTIGACIÓN.

Santiago habla y camina por el salón mientras dibuja las palabras con la mano derecha, la izquierda descansa en el bolsillo del pantalón. Lleva una camisa blanca de pequeños recuadros azules, un saco azul marino, zapatos cobalto casi petroleo; todo impoluto, milimétrico. Los colores de este atuendo y del atuendo para expediciones son los mismos, es casualidad. 

“¿Qué hacen los científicos sociales para hacer bien su trabajo?”, mira a los estudiantes a los ojos, uno a uno, acercándose a sus puestos. Va contando las respuestas con sus dedos.

“Los científicos sociales observan, miden, interpretan”
[una estudiante estornuda]
“… Salud. Y los científicos sociales tenemos una responsabilidad hacia la verdad, la objetividad, la evidencia, el rigor. Pero hay algo más. Pensemos un ejemplo”.

Escribe en el tablero: UNO NO DEBERÍA CONSUMIR CARNE

Escribe: ESTÉTICA. Escribe: PRUDENCIAL.

“Por ejemplo, alguien podría afirmar que uno no debería comer carne porque no le gusta el sabor, lo que sería una razón estética. También alguien podría decir que es mejor no comer carne porque todo está muy caro. Por ejemplo, digamos que Esteban, nuestro monitor, decide no comer carne porque las monitorías no pagan muy bien, todos lo sabemos [ríen los estudiantes y el monitor], pero ¿qué otras razones puede haber?”

Se acerca a un estudiante distraído. 

—¿Cuáles son las razones morales detrás de este ejemplo?

—¿Es malo para el medio ambiente?—, pregunta el estudiante.

—¿Por qué?

—¿Por la ganadería, la deforestación, las vacas que causan metano?

—¿Y por qué eso es malo?

—Por el calentamiento global.

—¿Y qué tiene de malo eso?

—Pues que puede causar inundaciones.

—¿Y eso por qué es malo?

—Porque las inundaciones matan personas.

—¿Y qué tiene de malo matar personas?

—Pues, que mueren…—, dice el estudiante y todos ríen.

Santiago ríe después de desenfundar una ráfaga de cinco por qués hasta llevar al estudiante a un porqué, a una razón, y regresa al tablero. Abajo de ESTÉTICA y de PRUDENCIAL escribe MORAL.“¿Cuál es la diferencia entre las consideraciones morales y las demás?” Mira a los estudiantes. “Cuando las consideraciones tengan que ver con daño están en el territorio de lo moral. Además, las consideraciones morales son tremendamente importantes en nuestras relaciones interpersonales”. 

Cuando Santiago habla, la filosofía se compone de territorios, de preguntas frenteras, de fronteras y puentes entre personas, de reflexiones hechas en la práctica, con la práctica.

***

Es la segunda vez que hablamos. La primera fue por teléfono mientras él estaba en un congreso académico en Boston. Casi tuvimos otra llamada a las 8 p.m., propuesta por él, en su única hora libre, después de acostar a los niños, pero resolvió cazar algo de tiempo para vernos en persona.

“Yo quiero entender. Estoy convencido de que uno de los grandes motivadores de la vida es que aquellas personas cercanas a nosotros nos consideren buenas personas. Si entendemos cómo es que la gente se piensa moralmente a sí misma y piensa a los demás, entendemos una gran parte de lo que nos vincula, no solo como sociedad, sino, más importante, lo que nos vincula personalmente”.

Esto explica Santiago en la universidad, en su oficina, un rectángulo meticulosamente blanco, con un sofá, una mesa de reuniones con un par de libros encima, un tablero con gráficas hechas a marcador rojo rosa, azul rey y negro, una biblioteca casi saturada; nada pareciera sobrar ni hacer falta. Su escritorio mira hacia la llanura de Bogotá, le da la espalda a las montañas. Santiago, como profesor de la Universidad de los Andes desde 2013, ha dictado cursos que combinan la reflexión y la práctica, como 

La metafísica de la libertad

La voz de otros: métodos cualitativos en las ciencias sociales

Perdón: experiencias personales

¿Y después qué? Trabajo, felicidad y sentido de la vida

La filosofía de la mente

La misma combinación es evidente en sus investigaciones y publicaciones “sobre los errores humanos y nuestra capacidad para hacernos responsable de ellos, para evitarlos y para perdonarlos”, en sus palabras. Algunos ejemplos pueden ser Making mistakes and thinking about them (Cometer errores y pensarlos), Forgiveness as emotional distancing (Perdón y distanciamiento emocional), No Excuses: Performance mistakes and responsibility (Sin excusas: errores de desempeño y responsabilidad). En su obra y enseñanza, pareciera que hacer, entendido como habitar el mundo, atestiguarlo y actuar en él, fuera indivisible de pensar, de reflexionar sobre y desde la vida. Hacer y pensar pasan en simultáneo, en sincronía.

El muro que lo encuadra durante las reuniones virtuales exhibe dos facetas. Sobre su hombro izquierdo, una foto de casi un metro de ancho —tomada por Frans de Waal, conocido por su análisis de la psicología humana desde el estudio de los primates— presenta la silueta de dos chimpancés adultos machos, contra un cielo zafiro, trepados en ramas entrecruzadas, en reconciliación después de una pelea. Sobre su hombro derecho, afiches de seminarios, charlas y simposios recuerdan diálogos filosóficos sobre moralidad, decisiones y acción que existieron gracias al LATAM FREEWILL (Libertad, Agencia y Responsabilidad), un proyecto de Santiago subsidiado por una beca de $1.229.839 dólares, otorgada por la John Templeton Foundation.

“¿Qué tan usual es que proyectos que nazcan de la filosofía tengan este tipo de apoyos en Colombia?” 

“Cero”, responde, “creo que nadie en Colombia ha recibido una financiación tan grande para un proyecto de filosofía”. 

La carrera de Santiago ha repetido hitos inusuales como este, de financiaciones poco vistas en los departamentos colombianos de filosofía, de proyectos que combinan la observación y la reflexión alrededor de los dilemas morales.

“Poco a poco se me ha esclarecido qué es lo que ha sido hasta ahora toda gran filosofía, a saber: la autoconfesión de su autor y una especie de autobiografía involuntaria e inconsciente; asimismo, que las intenciones morales (o inmorales) han constituido en toda filosofía la auténtica semilla vital de la que ha brotado siempre la planta entera”.

— Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal

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Sol apenas diagonal, recién amanecido. Las dos camionetas, enrutadas hacia los Montes de María, se detienen al borde de la carretera, sobre la tierra seca de la Cruz del Vizo, un caserío pequeño de restaurantes y hospedajes, en Arjona, Bolívar. Estudiar la memoria y el perdón requiere el grupo interdisciplinario de personas especializadas en psicología, neurociencia, politología y filosofía que desmontan los vehículos para estirar las piernas.

Pablo Abitbol, desenvuelto, barbado y con poco pelo, como un Diógenes en el caribe. “Es el indispensable del proyecto. Lleva una década trabajando con la comunidad. Hace los enlaces en territorio y nos ayuda a entender todo lo que pasa allí. Todo el mundo saluda y abraza a Pablo, él es quien nos presenta”, me dice Santiago. Actualmente es profesor de Ciencia Política de la Universidad Tecnológica de Bolívar (UTB). Gabriela Fernández, de piel clara, con pelo oscuro y ondulado, viene todos los meses desde Estados Unidos, desde la Universidad Duke, donde cursa su doctorado en Psicología y Neurociencia. Es bogotana, psicóloga de pregrado y maestría. También bajan Alejandra, Daniela, Ányela y Shelsey, estudiantes y graduadas de la UTB. Son politólogas, psicólogas y cartageneras.

No está Felipe de Brigard —se turnan con Santiago—, el líder del proyecto, filósofo de la Universidad Nacional, profesor de la Universidad Duke. Su trabajo habita la frontera entre la memoria, la imaginación y el pensamiento. “El proyecto en parte surgió por una conversación que tuvimos. Me preguntó si yo había pensado la relación entre perdón y memoria, y yo le entregué un paper que había hecho al respecto. Decidimos hacer el proyecto después”, explica Santiago. 

Entre el ruido de las tractomulas y el canto mañanero de los sirirí y los bichofue, piden siete arepas de huevo.

“Incluso si las cosas no vuelven a ser como eran, perdonar ayuda a que las interacciones sociales, frecuentemente inevitables, operen más suavemente”.

 — Santiago Amaya, Forgiving as Emotional Distancing

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Ana María Franco, doctora en Historia del Arte, profesora de la Universidad de los Andes, es la esposa de Santiago. “Hace poco, manejando de regreso a casa, Santiago me decía que terminó en una cantidad de proyectos, tiene mil cosas andando, y decía ‘yo siento un poco ese síndrome del impostor porque no sé por qué estoy haciendo todo esto’ y yo le dije  ‘a mí me parece que terminaste haciendo todas estas cosas porque eres filósofo y porque vives la filosofía y porque tú entiendes la filosofía realmente como una manera de ver el mundo’.  La filosofía de Santiago no es la filosofía de pregrado, donde uno leía señores muertos, todos hombres, que decían cosas lejanas a la vida presente”. 

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Por qué, por qué, por qué. Santiago, un niño de cuatro años cuando arrancaron los 80, quería saber cómo se llamaban las cosas, el porqué de sus nombres, el porqué de su funcionamiento, el porqué de esos porqués. A esa edad esto es común, pero Santiago recuerda: “en mi familia dicen que nunca salí de esa etapa”.

Santiago regresaba en uno de los buses amarillos con verde del colegio San Carlos, un colegio entonces campestre, católico. La mayoría de las tardes llegaba a “la casa de sus abuelas” titulada así porque Tulia, Josefa, Ana, Carmen y Aracelly, todas sus abuelas, sumaban más que Alcides, su abuelo. La casa quedaba en Pasadena, en la llanura de Bogotá.

Las tardes entrelazaban varios ritos. Santiago, su hermana María Lucía y sus primas llegaban al costurero de las abuelas, quienes sintonizaban Pase la tarde, de Caracol Radio. Para entretenerlos, las abuelas les enseñaron a tejer. María Lucía y las primas tejían sacos para sus osos de peluche. A Santiago le ponían otros retos: tejer una línea, la más larga que pudiera, contrarreloj. Una tarea simple, inocua, pero destellante en sus recuerdos. Competir, lograr, era aplaudido por sus abuelas en el costurero, en las tardes de juego, en la llanura de la montaña. 

Más tarde, con el ocaso, Alcides, después de ensimismarse en lo suyo o de releer el Don Quijote de la Mancha, ponía a calentar el radio de tubos. Santiago se sentaba a su lado, escuchaban.

Las preguntas de Santiago descubrieron una genealogía atada al territorio. Tulia y Alcides, los padres de su madre, vivieron en el empinado municipio de Cácota, en el Norte de Santander. Alcides fue un liberal empedernido, quien siendo un muchacho de 18 años ganó el título de alcalde. Años más tarde, después de que Alcides sirviera de chofer de camión y bus por esas vías diagonales, en los 50, la pareja fue amenazada por un grupo paramilitar al servicio del Partido Conservador. Por el destierro, Tulia y Alcides llegaron a Bogotá. Con los años, con la escucha, cada visita tejía una historia, la de Tulia, Josefa, Ana, Carmen, Aracelly y Alcides, que también son la historia de Santiago. 

“Una de las cosas más tristes de haber vivido por fuera fue perderme de los últimos años con ellas. Siempre que regresaba, al día siguiente iba a visitarlas. Hacíamos tamales, hacían sopa de arroz y así se pasaba todo el día. Tomábamos aguardiente, más de los que debíamos, y oíamos tangos”.

***

La ventana de la infancia de Santiago estaba en el techo, sólo miraba el cielo. La casa de sus papás, donde creció, está en Las Villas, a menos de 5 kilómetros de la casa de las abuelas, en un pequeño barrio con muros blancos y techos colorados. El cuarto de Santiago estaba justo ahí, en el tercer piso, una buhardilla alejada de todos, cerca a las tejas, y era baja, los adultos debían encorvarse para entrar.

Hablar con Santiago de libros es hablar de su familia, o hablar de su familia es hablar de libros.

A sus ocho años tuvo dos viajes decisivos. Uno fue en papel. “La dulzura y la crueldad”, dice al recordar su lectura en inglés de un libro de la biblioteca de su colegio: A Call of the Wild, de Jack London, la novela sobre Buck, un fornido y resiliente perro doméstico de California robado y enviado a Canadá para servir como perro de trineo, que aprende a prosperar en las fronteras más primitivas.

El segundo viaje fue repetido por años. Gerardo, su padre, compró con un hermano suyo una finca arrocera en la planicie suroriental de Villa Nueva, en los Llanos Orientales. El municipio, con apenas unos 300 metros de altura sobre el nivel del mar, tenía la misma vertiginosa horizontalidad de un océano abierto, como un mar de tierra con oleadas vegetales. 

Después de manejar cinco horas por carretera, había que atravesar otras cuatro de trocha en Jeep, entre grama brava, guamos y caobas. Santiago, a sus nueve años, salía del carro para reordenar las tablas de un puente malherido —el gobierno construyó sólo la estructura, la gente local puso las tablas, siempre insuficientes—. Luego Santiago, haciendo equilibrio sobre el río Upía, con sus pequeñas manos le indicaba a Gerardo por donde manejar. “Desde la primera vez que me llevaron, siempre quise volver”, dice Santiago.

Tierra adentro, con los años, Santiago aprendió a andar a caballo desde las cuatro de la mañana hasta las siete de la noche, visitaba los potreros, arreaba el ganado.

Recuerda a Ángel, un niño llanero. “Ángel era mi héroe. Era mayor que yo y era el putas. Montaba a caballo sin silla, no le tenía miedo a nada. Yo tenía que ser como Ángel. Él era un berraco para ir por los caballos antes del amanecer. Me enseñó a disparar la escopeta, a él sí se la daban para ir a hacer vueltas”.

Cuando regresaban, Santiago se bajaba del Jeep, reordenaba las tablas del puente malherido, guiaba a su padre con las señas de sus manos ahora un poco más callosas. Al subirse, Gerardo, con una sonrisa, le decía “no le cuentes a tu mamá que hicimos esto”. 

Con Alba, su madre, también fue copiloto, de lectura. En séptimo, con unos 12 años, a Santiago le asignaron leer una sección del Quijote. Alcides, su abuelo, el padre de Alba, todavía tenía sus dos ediciones; le regaló una a Santiago.  “Mi mamá se entusiasmó e impresionó mucho con ese regalo. Mi abuelo era una persona muy reservada y de pronto tenía esos actos de dulzura con sus nietos. Cuando yo volvía del colegio, durante hora y media, mi mamá y yo leíamos juntos en voz alta, turnándonos”.

Santiago busca en su celular una foto que tomó hace unos meses al visitar nuevamente la biblioteca de su colegio:

“… lo que le gustaba especialmente era correr bajo el suave resplandor de las noches de verano, escuchar los atenuados y somnolientos murmullos del bosque, interpretar los indicios del mismo modo que una persona lee un libro, e indagar el origen de aquel soplo misterioso que, dormido o despierto, lo llamaba a todas horas”. 

—Jack London, A Call of the Wild

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“Ahora, la pregunta es, ¿y esto de la ética que tiene que ver con la investigación en Ciencias Sociales?”, pregunta Santiago a los estudiantes. “Como científicos sociales, además de nuestras relaciones personales, tenemos relaciones institucionales”. Ahora, después de haber unido la ética de la vida diaria con la ética de la vida laboral, pone a sus estudiantes a diseccionar esas relaciones. 

Identifican cada involucrado, lo reflexionan, Santiago anota:

PARTICIPANTES.

COMUNIDAD CIENTÍFICA.

EQUIPO DE TRABAJO.

NOSOTROS MISMOS.

UNIVERSOS/COMUNIDADES DE LOS PARTICIPANTES. 

INSTITUCIONES QUE HACEN POSIBLE LA INVESTIGACIÓN. 

PÚBLICO GENERAL.

“¿Okay, se entiende?”, y observa y espera. Prosigue, “tenemos todos estos diferentes agentes que importan. En detalle, ¿cuáles son esas responsabilidades que tenemos con ellos? Identificarlas nos permite entender por qué debemos cumplirlas. Saquen un papel y escriban, tómense 5 minutos”.

Suenan las cremalleras de las maletas y las cartucheras.

“¿Listos?”

Cada respuesta de cada estudiante toma su tiempo y nos regresa a Montes de María, ambos territorios se solapan entre preguntas y respuestas.

PARTICIPANTES: una estudiante dice “informar a los participantes, pedir su consentimiento”. 

En medio de un quiosco en el litoral caribe, el equipo de Olvido y perdón informa con detalle a los participantes sobre la investigación. 

“Debemos explicar todo lo que haremos con la información: grabar, transcribir, analizar”, dice Santiago.

“Cuidar a los participantes de la revictimización”, dice otra estudiante. 

Entre el viento y bajo la sombra, las psicólogas del equipo están atentas a los desbordamientos emocionales de los testimoniantes. 

“También hemos decidido no publicar los relatos, sólo sus análisis”, dice Santiago.

 COMUNIDAD CIENTÍFICA: “rigor en la información y en su análisis, veracidad en los datos”, dice un estudiante. 

Desde las 8 a.m. hasta las 2 p.m. en un acalorado salón rural, con los ventiladores apagados para no nublar la grabación, el equipo registra por horas el relato autobiográfico del testimoniante, luego un formato que evalúa la nitidez del recuerdo, otro sobre su disposición a perdonar, otro sobre cuán justo cree que es el mundo, otro con detalles demográficos. 

“Para evitar los sesgos de confirmación, podemos prerregistrar, publicar desde antes los métodos de análisis”, añade Santiago.

EQUIPO DE TRABAJO: “el bienestar del equipo”, dice una estudiante. 

Pablo, días antes y de nuevo horas antes, revisa los protocolos de seguridad y los reportes de las organizaciones de la región, contacta redes de personas en la comunidad. El equipo dialoga desde cero los riesgos físicos y emocionales, y las psicólogas están disponibles durante la recolección y la transcripción. Además, el crédito del equipo de recolección, que a menudo se aminora, en este caso se destaca debido a la dificultad del proceso. Para evitar una sobrecarga emocional, cada integrante escucha solo dos o tres testimonios al día, hasta consideran ir en tandas de tres días, no de cuatro, porque siempre alguien se enferma después de tanta arepa. 

Así también sigue el ejercicio en clase con las demás relaciones: las de la comunidad, las instituciones que apoyan la investigación, el público general.

“Paremos ahí, para la próxima clase miren el ejemplo de consentimiento informado, construiremos uno juntos. Vengan a clase. Gracias”.

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“Yo soy filósofo, y a los filósofos nos gusta hacer distinciones. Nos gusta mostrar que ciertas respuestas de sí o no, son más bien respuestas de depende”, aclara, mientras Bogotá se nubla en la ventana de su oficina, pocos días después de la clase. “Me interesa mucho que pensemos en la riqueza y sofisticación de nuestro universo moral, alguna de esa riqueza, de esa textura, la tenemos ya nosotros en la vida diaria, donde ya solemos hacer una cantidad de distinciones morales. Parte de lo que queremos hacer en el laboratorio y con mis proyectos es recuperar un poco de esa complejidad en el lenguaje que ya existe en la manera en que pensamos moralmente”.

“¿Para usted qué significa entender?”, le pregunto.

Piensa. “Entender significa tres cosas. La primera: entender, como decían los griegos, significa poder enseñar”.

“La segunda: entender, como decía Platón, significa juntar y dividir. Saber que hay cosas aparentemente muy diferentes, y que cuando se miran en detalle tienen principios comunes. Y saber que hay cosas aparentemente similares, que vistas de cerca son muy diferentes”.

“La tercera: entender también significa transformar. Cuando uno entiende una realidad, uno la puede cambiar, y si uno no la puede cambiar bien, es porque no la entiende todavía”

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Ser filósofo no fue lo primero. 

“Era más o menos desjuiciado. Me iba bien pero odiaba las materias de biología y química, nunca supe cómo estudiarlas entonces. Es una lástima, porque luego me interesaron mucho. Sin embargo, tuve muy buenos profesores de literatura. Uno de estos, Andrés Huertas, nos dictaba una vocacional donde hablábamos de fenómenos sociales. Una vez nos pidió hacer una etnografía”.

Santiago adolescente iba y se sentaba los fines de semana en el auditorio de la iglesia Casa Sobre la Roca, una iglesia cristiana muy reconocida por los habitantes del norte de Bogotá, y anotaba los comportamientos de la gente, sus ritos. “No tenía ningún sentimiento religioso. Quería entender por qué la gente estaba allá, cómo era una fe diferente a la que yo conocía”. Ver al otro, hablar con el otro, resultó tan esencial que quiso volver. Sin la obligación de una tarea, hizo otras dos etnografías, una del Centro de Dianética y Scientology, y otra del Templo Tao Cristiano. El proyecto total tomó un año y medio.

Tanto fue el interés de Santiago por pensar a pie, mediante observaciones y conversaciones, que durante décimo y once consideró seriamente ser periodista. Hasta sirvió como editor general del San Carlista, el periódico de su colegio.

Otro profesor de literatura, Juan Carlos Muñoz, lo llevó a pensar y a repensar la modernidad. “Eso también me fascinó. Leíamos sobre la ilustración de Kant, leíamos unos textos de Benjamin, leíamos Habermas, y yo tenía apenas 15, 16 años. Me debatía entre estudiar Filosofía, Sociología o Literatura”.

Santiago aplicó a la Universidad Nacional, a Sociología, y a la Universidad de los Andes, a Filosofía. Así, en ese orden, porque la sociología era su primera opción. En ambas fue aceptado, pero en Los Andes le ofrecieron una beca.

“La posibilidad de estudiar y no tener que pedirle plata a mis papás realmente me ayudó a decidir estudiar filosofía. No me gusta pedirle cosas a nadie. Eso lo tengo desde chiquito. Yo creo que esa posibilidad de tener autonomía le ganó a cualquier aspiración profesional”.

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Salón G210, Universidad de los Andes, a mediados de los 90, a los veinte de Santiago. El salón ya no existe. En su momento, sus ventanas cuadriculaban el dorso de la montaña, los edificios encaramados. 

“Entramos a la clase. Giselle von der Walde [profesora fundamental en el estudio de los clásicos griegos y romanos en Colombia] tiene un estilo muy particular. Cuando nos sentamos, nos preguntó ‘¿en qué año nació y en qué año murió Aristóteles?’. Silencio absoluto. Luego preguntó, ‘aparte de la metafísica de Aristóteles, ¿cuales otras obras conocen ustedes?’. Silencio, nadie, y luego dijo ‘se van ya todos a la biblioteca y se ponen a leer, dejé una selección de libros de Aristóteles, se acaba la clase, no tengo nada que decir’. Yo me fui directo a la biblioteca, sabiendo que Giselle tenía toda la razón. ¿Cómo me meto a una clase y no tengo ni idea de quién vamos a hablar, de por qué vamos a hablar de Aristóteles, de su importancia?”.

Santiago, con precisión geográfica y dialéctica, además de pensar con ejemplos, cita directamente los interlocutores, se refiere a su primera clase en la universidad como el instante en el que decidió con toda seguridad ser filósofo. 

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“En mis interacciones con los estudiantes siempre hay dos distribuciones. A unos les gusta mucho lo que hago y se entienden conmigo. A otros no les gusta lo que hago, les parezco antipático, creído, no se entienden conmigo. Creo que soy duro con mis estudiantes, creo que todos los estudiantes que han hecho tesis conmigo han sufrido, pero también han tenido muy buenos resultados”.

“¿Por qué?”

“Creo que les molestan los silencios. A mí me gustan, me parecen una bonita herramienta pedagógica. Yo les hago una pregunta y me quedo callado hasta que no la respondan. No tienen que responder rápido, les digo ‘tómese dos minutos para pensar’. Es como si quisieran que yo les diera la respuesta, pero yo no se las voy a dar”.

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“La primera clase que vi con Santiago fue Metafísicas de la libertad”, explica Valentina Yepes, estudiante de la Maestría en Psicología Clínica, con pregrado en Psicología y Filosofía. “Tocaba llegar con las dos o tres lecturas de la semana leídas. Eran textos filosóficos pesados, difíciles de entender, que requerían horas cada uno. Todos decíamos que Santiago se enfocaba en lo que para todos era lo menos importante de las lecturas y cuando terminábamos la clase nos dábamos cuenta de que eso era lo verdaderamente importante, lo que permitía dialogar con la motivación del autor. Creo que en esa clase aprendimos, no solamente a entender lo que decía el texto, sino a leer entre líneas, a ir mucho más allá de las palabras de los autores”.

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Andrea Lozano Vásquez, la Decana de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes, mientras termina de alistar un bolso lleno de libros en gran formato antes de salir a un congreso en Chile, sonríe cuando le pregunto por su pregrado con Santiago. “Nuestro pregrado fue griego. Tradujimos todo el Crátilo de Platón juntos. Le dio el nombre a nuestro grupo de investigación y después nos abandonó”, dice y ríe. El Grupo Peiras —que significa intento, de intención— aúna profesores y estudiantes en torno a la investigación de estudios clásicos. Por mucho tiempo Santiago, al igual que Andrea, su mejor amiga del pregrado, desgastó a los griegos y encontró tesoros. Pero luego, el destierro.

“Lo que supongo que él quería hacer era hablar de lo que él quería decir, pensar por sí mismo y no pensar sobre otros. Creo que le pareció que la historia de la filosofía se quedaba pequeña para él. No al contrario, para nada”, dice Andrea y ríe un poco.

“La filosofía necesita salir de los libros y producir resultados tangibles, aunque siempre han sido relevantes, a problemas que tenemos hoy en día. No sólo Santiago, sino mucho de lo que se hace hoy en el Departamento de Filosofía es más coyuntural. Y como Santiago ha sido capaz de demostrar la relevancia del trabajo académico en otros ámbitos, pues ha recibido mucha financiación que también es algo que en general no sabemos hacer mucho”.

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Santiago llegó a su Maestría en Filosofía, en el campus allanado de largos prados de la Universidad Nacional, con la misma intención de diseccionar el pasado. Cerca al año 2000, Santiago ya casi cumplía 25. Pasó de estudiar las críticas de Platón a la retórica, a estudiar la retórica de Aristóteles. 

“Mientras atendía a los cursos de filosofía antigua, tomé otros cursos que tenían que ver con la filosofía de la mente. Eran temas que nunca había visto en el pregrado y quería aprender”. Indagar en el comportamiento, los procesos mentales y emocionales, la racionalidad, la cognición, la psicología, lo llamaba.

Además, tuvo una revelación que desencadenó su propio exilio del estudio de los clásicos griegos y romanos. “En algún momento tuve la claridad para darme cuenta de que yo iba a ser un fracaso como historiador de la filosofía porque lo que trataba de hacer era que Aristóteles dijera lo que a mí me parecía correcto, en vez de tratar de representar lo que Aristóteles decía tal como él lo decía. Iba a ser un fracaso como intérprete de la filosofía”.

Entender también significa transformar, había dicho Santiago. “Cuando uno entiende una realidad, uno la puede cambiar, y si uno no la puede cambiar bien, es porque no la entiende todavía”. 

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Veo junto a su computador una pequeña mano impresa en cerámica. “La hizo Félix, uno de mis dos hijos”. Quizás es lo único no laboral y no milimétrico de su oficina. Hasta sus tenis blancos son casi definitivamente blancos.

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Después de soltar su estudio por los clásicos griegos y romanos, Santiago se interesó por la frontera biológica detrás de las ideas. El trayecto del doctorado en Filosofía, Neurociencia y Psicología inició en Escocia, en 2003, en la Universidad de Stirling y se mudó a la Universidad de Washington en San Luis, Misuri, para terminar en 2012, con un Santiago de 36 años.

Santiago, el niño que luchó con biología y química, encontró su destreza en los mapas neurológicos. “En neuroanatomía, en la escuela de medicina, era el más nerdo entre los neurólogos y la gente de neurociencia. Eso me encantaba. Todo el mundo se sorprendió cuando dije ‘yo soy filósofo’, y me miraban cómo ‘¿qué? ¿Usted por qué está acá?”

Pasaba días enteros en el laboratorio, haciendo disecciones, insertando electrodos en el sistema nervioso de pequeños roedores. Trabajar con las manos fue algo que lo fascinó y que no hacía desde los viajes de su infancia al Llano. 

También conoció a dos filósofos que cambiaron su comprensión de la moral. John Doris, profesor de filosofía de la Universidad de Cornell, estudia la ciencia cognitiva, la moral de la psicología, la filosofía ética. “Un gran amigo, un mentor. Su libro Talking to Ourselves es el mejor libro de filosofía y tiene un estilo fantástico”. En este, Doris incita un nuevo entendimiento de nosotros mismos, de cuánto nos desconocemos y de cómo podemos recomprendernos como agentes moralmente responsables.

Santiago también recuerda a Adam Morton, profesor de filosofía de la Universidad de Columbia Británica. “Su filosofía me marcó mucho. Creo que fue la primera persona en citar un paper mío. Era un tipo muy divertido. Me mostró su último libro, luego me enteré que estaba enfermo. El argumento del libro es que nuestra vida mental es el producto de nuestro afán de entendernos los unos a los otros. Necesitamos entendernos”, dice Santiago y mira hacia abajo con los ojos muy abiertos y quietos.

Los textos de Santiago y su trabajo cambiaron profundamente desde entonces. Los ejemplos que utiliza para explicar conceptos o hacer reflexiones en sus publicaciones son modernos, desde policías que confunden un taser con una pistola, hasta personas que dejan a sus hijos en los carros bajo el sol. Ahora, este método ha conquistado terreno más allá de sus publicaciones.

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El nuevo sendero es una investigación titulada Off The Rails (Códigos Morales Globales), un revolucionario estudio que evalúa, en cinco continentes y más de 20 países, y con diversidad de metodologías, cómo los humanos comprendemos y resolvemos nuestros problemas morales cotidianos. La apuesta es preguntar a la gente qué es lo moral, en vez de preguntarles qué opinan sobre ejemplos morales escritos por otros. El equipo, además, cuenta con el trabajo de William Jiménez, del Departamento de Psicología de la Universidad de los Andes, y de Samuel Murray, de la Facultad de Filosofía del Providence College. Ya han hecho pequeños experimentos con poblaciones rurales e indígenas en Colombia, y urbanas en Colombia, Perú, Argentina, Estados Unidos. 

“Esta forma de entender la filosofía es inusual. ¿Hay personas que piensen que la filosofía no se deba hacer así?”

Santiago piensa casi un minuto entero. “Hay personas que piensan que lo que hago no es filosofía. Hay filósofos que quieren decirle a la gente lo que debe hacer, qué es lo correcto y qué no, en vez de preguntarle a la gente qué piensan que es lo correcto y qué no”.

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“Me aburre, me desespera, me irrita quedarme quieto”.

5 a.m., trabaja un poco. 6 a.m. Ana, su esposa, y él despiertan a los niños, les dan desayuno. 7 a.m., Ana y Santiago van en carro a la universidad. 

Antes de las 10 a.m. Santiago intenta desaparecer. “No contesto correos, nada, dedico esas primeras horas a escribir o a leer”. 

Luego el día es una combinación de breves movimientos precisos. “Bloques de una hora y luego cambio de actividad: tengo una reunión, hago algo de dirección, edito algo de los journals, escribo correos, preparo clase, hablo con el laboratorio, al llegar a casa boxeo una hora, sólo o con el entrenador, lo utilizo para marcar transiciones en mi día”.

Boxea en el patio, con las manos del llano, las de las disecciones cerebrales. Le pregunto, buscando una descripción del patio, qué ve cuando boxea. “la tula” dice y ríe.

La casa está en el dorso de los cerros, entre un gran patio de vegetación montañosa. Cada parte del patio es un proyecto: una terraza, un deck de madera, una huerta, un invernadero, una casa del árbol en un pino romerón. El muro se cubre con un tejido de enredaderas ascendentes. 

Luego comen en familia, y Ana y él hablan en la cama. “Es el único momento donde descanso. Mientras desayuno, trabajo. Mientras almuerzo, trabajo”.

Todo el día está cronometrado.

“¿Cómo la filosofía lo ha ayudado a tomar decisiones en su vida?”, le pregunto. 

Pasa casi un minuto entero de silencio.

“Es difícil pensar que son dos cosas diferentes. Los problemas en mi vida los suelo tratar como un problema filosófico, los problemas filosóficos los trato como si fueran de mi vida”. Todo tiene distinciones, menos esto. Entender es saber dividir y saber unir.

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Ana, su esposa, lo comprende. “Creo que la palabra que utilizaría para describir a Santiago es generoso, es generoso conmigo, con los niños, con nuestros intereses. Él es muy bueno escuchándote y ayudándote a entender y a traducir eso que tú le estás contando. Santiago logra coger el mundo y entenderlo de una manera profunda que conecta lo práctico y lo conceptual. En casa sigue siendo lo que es: un filósofo”.

Para Santiago, lo que se habla en casa se gesta en las clases, y lo que se incuba en las clases, regresa a casa. 

“Quiero aprender mucho más sobre el amor. Quiero dictar un curso sobre la naturaleza del amor, en parte porque eventualmente mis hijos serán adolescentes y van a descubrir el amor romántico, y creo que lo experimentarán de manera muy diferente a como lo experimento hoy en día”. 

“¿Descansa los fines de semana?”

“No sé cómo descanso”, dice y piensa largo rato. “Los fines de semana trato de no trabajar, a veces trabajo dos horas por la mañana mientras mis hijos están haciendo pereza, ahí como parchando. Luego nos vamos a la finca, trabajo en el campo, camino mucho, ponemos cercas, movemos madera”.

Cuando habla de salir a la finca, su voz se acelera, sus manos siluetean las acciones.

“¿No le he mostrado mi único juguete?” y saca el celular para mostrarme una foto:

En la oscuridad previa al alba, el bramido del motor y las ruedas todoterreno, con la espalda a Bogotá, se adentra por las planicies y los cerros. No va a los llanos, ni al galope, ni al caribe, sino a la textura montañosa de la cordillera. No hay investigadores los fines de semana, sólo Santiago, Ana, Felix y Otto. Tampoco hay formularios, pero sí preguntas.

“Nos hacemos comprensibles para tener los beneficios de ser comprendidos”—Adam Morton, The Importance of Being Understood: Folk psychology as ethics

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David Augusto De Salvador

Estudiante de la maestría en periodismo de la Universidad de los Andes y colaborador en 070.


David Augusto De Salvador

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