Cuente seis segundos…
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
Seis.
Seis segundos. Ese es el tiempo que toma caer desde la cima del Salto de Tequendama –una cascada natural de 156 metros de altura– hasta su fondo. A ese cuerpo de agua llena de remolinos donde muere la cascada lo llaman el Lago de los Muertos, pues desde los años treinta y por varias décadas fue el lugar predilecto de los suicidas bogotanos.
Corre el mes de septiembre de 2012. A las 4 de la mañana, Juan Diego Rivas, el fotógrafo que me acompañaba, y yo, nos paramos junto al viejo edificio que da al precipicio del Salto de Tequendama. Las ventanas de lo que originalmente fue una estación de tren, luego hotel de lujo y después un restaurante eran cristales rotos y manchados. En la fecha en la que lo visitamos, el lugar cumplía más de 20 años de abandono. Hoy, y desde finales del año pasado, la edificación ha reabierto sus puertas convertido en un museo. Luego de su reinauguración, el palacete recuerda la opulencia que lo caracterizó hace décadas, pero en aquella mañana que lo visitamos, su desgastada estructura y pintura pelada inspiraban esa nostalgia típica de lugares que fueron y ya no son.
Solo hasta el noveno intento lograron rescatar el cadáver de Umaña. “Se encontraba totalmente desnudo; únicamente conservaba una media y un pedazo de zapato… la corbata la tenía fuertemente anudada a los ojos y estaba adherida a la piel
El lago de los muertos
Esta imponente cascada, a 30 kilómetros al suroeste de Bogotá, encarna las tentaciones de Dios y fue la tumba definitiva de muchos desesperados hasta el 22 de Enero 1941. Ese día, por primera vez, se logró recuperar un cadáver de este cementerio natural: “gracias a esta forma de suicidio, las familias de los desdichados se ahorraban los costos del entierro, pues la caída garantizaba una desaparición total”; escribió en 1941 el cronista judicial Felipe González Toledo.
Los responsables de cambiar la historia fueron los conductores de los Taxis Rojos –una de las primeras flotas del país– quienes, tras una aventura de nueve días, lograron recuperar el cuerpo de su colega Eduardo Umaña. En su primer intento llegaron solo a 20 metros de la cascada, pero “las aguas revueltas, convertidas en espuma, se levantaban en medio del ensordecedor estruendo y era materialmente imposible dar un paso adelante”, cuenta una crónica sobre el evento en el El Tiempo de 1941.
Cuando regresaban rendidos ante este primer fracaso, Jorge Bejarano, compañero y uno de los mejores amigos del suicida, intentó saltar en seis ocasiones. Sus colegas tuvieron que detenerlo y ponerlo en manos de la policía. Resultó que Bejarano tenía un pacto de muerte con Umaña: ambos se matarían con un día de diferencia.
En un segundo intento estuvieron mucho más cerca. En este, tuvieron que andar desnudos pues “los vestidos de baño quedaron hechos jirones cuando sólo habían recorrido unos ciento veinte metros”, narró el periodista de la citada crónica. Con ayuda de cuerdas llegaron hasta el Lago de los Muertos, donde se formaba un fuerte remolino. En este punto, según dijo el diario, había “una absoluta soledad, poblada solo por el ruido tormentoso de agua despeñada y por el permanente olor a cadáver en su putrefacción”.
Pese a la bruma, los conductores lograron ver un bulto que aparecía y desaparecía, revolcándose dentro del agua. Uno de ellos decidió acercarse. En cuestión de segundos, tuvo que pedir ayuda a sus compañeros pues “la respiración se hacía imposible y la asfixia lo congestionaba y además se le cerraban los ojos”. Los taxistas pensaron que se acostumbrarían al olor a carroña, pero no fue así. Nuevamente tuvieron que regresar con las manos vacías pero con la seguridad de que ese era el cuerpo de su colega pues dedujeron que el de la camarera Teotilde Acevedo, la suicida inmediatamente anterior a Umaña, ya estaría muy descompuesto.
Solo hasta el noveno intento lograron rescatar el cadáver de Umaña. “Se encontraba totalmente desnudo; únicamente conservaba una media y un pedazo de zapato… la corbata la tenía fuertemente anudada a los ojos y estaba adherida a la piel”, describió la crónica periodística de 1941. Una herida en la frente daba pistas del golpe final. Tanto el suicida como los expedicionarios fueron recibidos como héroes en la capital. Aplauso merecido pues es una hazaña que incluso hoy resultaría difícil.
El suicidio
Mientras subía el sol, e imaginábamos lo que allí vivieron cientos de suicidas, la cascada empezó a emitir un repugnante olor. Pese al frío y al hedor, dormimos hasta las nueve de la mañana, hora que llegaba la persona que nos permitiría ingresar al viejo edificio. Tiempo atrás, también a esta hora, solía llegar el policía que custodiaba el Salto durante los años dorados del suicido. Su trabajo consistía en no solo espantar a los desesperanzados que querían saltar sino además a los turistas que venían a fotografiarlos. Por eso, los suicidas empezaron a preferir la noche para su clavado final. Las horas más comunes eran desde las cinco de la tarde hasta las nueve del día siguiente.
Hoy, en cambio, la gente se suicida en privado. Así lo demuestran los 1889 casos que se presentaron en el país en 2011 (25 más que en el 2010), entre los cuales ahorcarse fue el método más popular. La mayoría de los cinco casos de suicidio que se presentan diariamente en Colombia son protagonizados por hombres entre los 15 y los 25 años. El paso de quitarse la vida en público a optar por métodos más reservados viene de hace años. Felipe González Toledo, famoso cronista rojo del siglo pasado, argumentaba que cancelada la garantía de la desaparición total del cuerpo, las personas dispuestas al viaje a la eternidad se ahorraron el recorrido y empezaron a preferir otros medios. Comer ‘totes’ –unas pepas de pólvora que la gente hacía explotar estrellándolas contra el piso en las fiestas decembrinas- fue una técnica que se popularizó por aquellos días: era económica y resultaba en un envenenamiento definitivo. Con la desaparición de los clavadistas del Tequendama, y la muerte de los cronistas que se encargaban de darle vida a la muerte de los desdichados, las historias de los suicidas empezaron a desaparecer de los medios y del interés del público.
La piedra del suicida
A las nueve de la mañana, Johanna, nuestra guía en el viejo hotel donde aseguran que aún hoy se pasean muchos fantasmas, nos contó la historia de un joven que se había matado hace aproximadamente un mes. Mientras tanto, señalaba “La Piedra del Suicida”, lugar oficial de los infortunados clavadistas. Luego de terminar nuestro tour empezamos nuestro camino hacia allá. Dos viejos, Miguel y Maximiliano, nos indicaron el camino. Ellos estaban de regreso a la zona donde trabajaron para la Empresa de Energía de Bogotá S.A. en la década del 50.
–Hacía tiempo que no volvíamos, entonces nos dio hoy por venir a patonear por acá- dice Miguel.
Miguel siempre suelta la primera frase, mientras que Maximiliano se encarga de darle continuidad. Se le entendía poco porque hablaba bajo y sin vocalizar. Al tocar el tema de los suicidios ambos se entusiasmaron, como testigos que fueron de las vivencias de este singular lugar:
–¡Ah no! En esa época, casi todos los días había un suicida… Eso era berraco- dice Miguel.
–…Se paraban en esa piedra y quedaban en el segundo piso ahí, los muertos ahí- complementa Maximiliano, quien no para de hablar mientras Miguel continúa:
–…Yo tengo una foto encima de la piedra, y eso uno se paraba y le daba a uno como mareo ahí encima.
–…Gente también que mataban y la venían a botar acá- retoma la palabra Maximilano.
–…Todavía uno que otro- replica Miguel.
Les preguntamos sobre por qué creían que este había sido el lugar elegido por los suicidas:
–Porque no se salvaba ni uno, creo. No había pierde…- explica Miguel.
–…Gente muy berrionda pa’ botarse- completa Maximiliano.
Los cuatro nos pusimos en marcha hacia la piedra. En el camino, a través de un pasto largo y unas resbalosas bajadas, Miguel y Maximiliano no pararon de contar historias. Cuando llegamos a nuestro destino vimos sobre la famosa piedra dos cuadrados blancuzcos que daban señal de que alguna vez hubo unas placas. “Tus problemas tienen solución.», solía decir una de sus inscripciones, «El señor Jesucristo te dice: yo soy el camino, la verdad y la vida”. La segunda era una placa conmemorativa a un suicida. Justamente en este lugar, donde se oye el rugido del agua grisácea y donde los olores putrefactos empiezan a marear, era donde las personas dejaban sus últimos mensajes antes de morir.
El 27 de enero de 1941, un ex-agente de la Policía Nacional, llamado José Suarez, caminaba con su novia, Isabel Vargas, cerca al Salto. Tras una pausa el hombre besó a la mujer, subió a la piedra, se quitó el sombrero que llevaba puesto, le introdujo un papel y lo tiró hacia el prado. Acto seguido, y ante la mirada de un centenar de turistas, saltó al vacío “perdiéndose instantáneamente entre el inmenso caudal despeñado”, escribió un reportero de El Tiempo en 1941. Isabel Vargas solo alcanzó a gritarle que no lo hiciera, y ante el posterior desconcierto decidió correr para arrojarse también. Sin embargo, el agente Víctor Reina, quien custodiaba el lugar, alcanzó a detenerla y salvar su vida.
Al otro lado del río, justo al frente de la piedra del suicida, está la Virgen de los Suicidas. Días antes del incidente del agente José Suarez, y al mismo tiempo que los taxistas intentaban rescatar el cuerpo de su colega, un desconocido de unos 23 años de edad, rubio, con una cicatriz en la mejilla, vestido de paño verde a rayas y de quien nunca se supo su identidad, llegó en bus al hotel en horas de la mañana. El Tiempo informó que testigos que trabajaban en el lugar contaron después que el joven había dicho, al hablar del Salto, que “afortunadamente el que cae allí contra su voluntad o por su voluntad, no volvía a salir jamás». Al dejar el hotel, se dirigió a la catarata, subió a la piedra desde donde sacó un libro que empezó a leer a la Virgen. Aún no eran las nueve y el policía de turno no había llegado; pero pasajeros de un bus que pasaba por ahí, al ver la escena, bajaron y corrieron hacía el lugar. El joven, al darse cuenta de la gente gritando, y viniendo hacía él, se lanzó al vacío.
Frustrados y accidentados
La historia de los suicidas fracasados es larga. Tal fue el caso de Diva Quintero quien, el 5 de Enero de 1941, viajó de Neiva con el único propósito de quitarse la vida en el Tequendama. Era morena y robusta y escogió vestir de luto para su vuelo hacia la eternidad. Sin embargo, no tuvo en cuenta los horarios del policía encargado, quien inmediatamente entendió lo que estaba pasando y la detuvo. Cuando la llevaban a la estación de Policía, Quintero intentó lanzarse contra el tráfico para morir atropellada, pero tampoco tuvo éxito. Pese a su fracaso, sentenció que tarde o temprano se suicidaría. La policía le encontró además unas fotografías rotas de ella misma y unas coplas que seguro pensaba dejar antes de lanzarse:
Yo, María Diva Quintero, a quien dicen ‘madama’, sus amigos
mañana, cinco de Enero, me lanzaré al Tequendama, sin testigos
Oh Vida vana y traidora, tormento torpe y nefando de la ausencia!
Espera de horas tras hora y siempre estar extrañando su presencia!
Boca del Abismo Cruel, Hondura de la tremenda catarata!
¿Para qué vivir sin él?
Acepta la humilde ofrenda de esta chata
Lo mismo le sucedió a Irene Lovera. Luego de la hazaña de los taxistas, se volvió común que aventureros buscaran rescatar cuerpos en busca de fama. El 20 de enero de 1941, ocho jóvenes, algunos menores de 18 años, intentaban rescatar el cuerpo del suicida desconocido de la cicatriz en la mejilla. Simultáneamente, Irene Lovera se tomaba fotos en el lugar. Con disimulo, la mujer se fue acercando al abismo y dejó unos papeles sobre la piedra. Uno de los jóvenes vio lo que estaba pasando y corrió a detenerla. Entre llantos, ella confesó sus intenciones mientras en uno de los papeles se leía: “Para Siempre”, según narró El Tiempo.
Además de los frustrados, están las historias de quienes parecieran haber sido atraídos por este hoyo negro acuático. El caso más llamativo sucedió en 1963, cuando Adolfo Neuta, un improvisado corresponsal para el periódico El Tiempo, se paseaba por los alrededores de las cataratas en busca de potenciales suicidas. Cuando creía identificar uno, lo comunicaba de inmediato para darle cubrimiento a la noticia. Como merodeaba tanto la zona, Neuta era amigo de Carlina Garibello, famosa por las morcillas que vendía en el puesto que instalaba en el salto. Al ser también un personaje estratégico, Carlina Garibello se convirtió en otra improvisada corresponsal, cumpliendo el mismo papel que su amigo pero para El Espectador.
Ambos encarnaron la lucha entre los dos periódicos por obtener la primicia. En una ocasión, llegó un visitante que mientras pidió comida empezó a dar explicaciones innecesarias de su presencia en el lugar. Ambos ‘reporteros’ lo miraron con atención, no para detenerlo, sino a la espera de conseguir una chiva. De repente, el joven tiró un sobre al suelo, dio un par de brincos y saltó. La fritanguera y el retratista se abalanzaron por el papel: ella era fuerte y él un poco añoso, “las fuerzas pues, estaban equilibradas,» escribió Felipe González Toledo en una nota recopilada en el libro 20 crónicas policiacas (Planeta, 2010), «y la lucha por el sobre (…) terminó sólo cuando ambos cuerpos, todavía unidos por la furia, rodaron al fondo del Tequendama”.
El olor putrefacto que nos acompañó durante todo el recorrido fue el mismo que debió sentir el famoso periodista de los años cuarenta, José Joaquín Jiménez. Ximénez, como firmaba sus crónicas, dedicó muchas páginas a los suicidas de Bogotá. Tal fue su cercanía con esta historia que él mismo se convirtió en leyenda, pues se lo acusa de haber metido pequeños poemas escritos por él mismo en los bolsillos de los cadáveres para enriquecer el misterio de sus relatos. El compromiso de este cronista rojo llegó hasta las últimas consecuencias en febrero de 1946. Con el fin de cubrir la historia de un taxista que cayó con todo y carro al vacío, Ximénez bajó lo más cerca que pudo del fondo del abismo. Después escribió la historia en El Tiempo:
“La noticia era conocida, López y Tenjo (¿tal vez otros más?) estaban despedazados y muertos, en el fondo del Tequendama. Sus cadáveres, mezclados con los escombros del taxi, eran devorados por ávidos y enormes cangrejos. ¿Alguien va a rescatarlos y a sepultarlos cristianamente?”.
Ésta fue la última crónica que escribió en su vida uno de los reporetros rojos más prolíficos del país. El frío y los vapores inmundos de su expedición al Salto le produjeron una infección pulmonar que lo mató. Con él murieron las crónicas más importantes de las muertes en el Salto de Tequendama.
El olor inmundo también nos obligó a nosotros a dejar el Salto. El museo recién estrenado seguro será una oportunidad para recordar el mito fundacional de los Muiscas, el pueblo indígena que habitó estas tierras antes de la llegada de los españoles. Cuenta la leyenda que el dios Bochica, tras un fuerte diluvio, golpeó con un bastón una muralla de piedras, desinundó la sabana y dio origen al Salto de Tequendama. Pero el verdadero éxito del museo será recordar las historias de los fatales clavadistas. Seis segundos de caída libre, repetidos una y otra vez por varias décadas imprimieron una memoria trágica en un de los paisajes más bellos y lúgubres de Bogotá.
*Juan Pablo Conto es historiador de la Universidad de los Andes y estudiante de la Maestría en periodismo. Esta crónica se produjo en la clase Género periodísitocs II y será parte de un especial de crónica roja que publicará 070.