John F. Galindo (Bucaramanga, 1978) es poeta y narrador; acaba de ganar el Premio Nacional de Poesía 2025 con el poemario La segunda vida de las cosas.
por
Nicolás Peña
poeta
17.11.2025
Hay personas que son amigas incluso antes de que las conozcamos. Cierta intuición, como en la escritura, algo tal vez profético, gustos en común, quién sabe, libros compartidos que nos hacen ser cercanos sin haber hablado, incluso antes de habernos visto.
Eso me pasó con John F. Galindo: John Frito, como me dijo un amigo luego. No recuerdo con exactitud qué día ni en dónde nos conocimos: tal vez en algún recital del centro o en una rockola; de pronto caminando por ahí o en un remate, en todo caso, era una amistad que ya estaba abonada, tenía terreno fértil.
Algo parecido pasó con el primer libro que leí de él: Karaoke demon, publicado en el 2010 por la editorial de la UIS. Yo trabajaba en la Biblioteca Nacional, en el área de colecciones y servicios, y en una de esas horas muertas que tienen todos los trabajos, esas horas pesadas y aburridas, me puse a buscar libros de poesía.
Un breve paréntesis.
Andrea Mejía en el vagón de 070
Vea acá la entrevista con la escritora colombiana.
Dice Victor Gaviria que un día, en una biblioteca pequeña de barrio, mirando libros en un estante, llegó a sus manos, fortuitamente, La ausencia del descanso, de Helí Ramírez, y fue como si le hubieran enviado un regalo, no diré del cielo, pero sí de alguna especie de santuario. Cuenta Víctor que quedó hipnotizado con los poemas de Helí, no podía parar de leer, tampoco podía creer que no hubiera conocido antes a ese poeta que era de su misma ciudad, casi contemporáneo, y que narraba lo que luego él contaría en Rodrigo D. No Futuro y la Vendedora de Rosas: las comunas, el punk, el parlache.
Siguiendo con esta tradición llegué a John F. Así sea un lugar común, me pasó lo que algunos dicen: que uno no llega a los libros, sino que los libros llegan a uno.
De esta forma conocí por primera vez un poemario suyo; buscando algo en la inmensidad de la Biblioteca Nacional apareció un libro pequeño, rosado, desaparecido entre esa gran cantidad de libros publicados en Colombia, archivados, casi en el olvido. Luego, supe que era amigo de un amigo de Bucaramanga: la famosa Búcaros, y que escribía en Las2Orillas. Empecé a buscar y a leer sus columnas, obsesivamente, de la misma forma que uno lee a cualquier autor/a que descubre, y se pregunta lo mismo que Víctor Gaviria: ¿cómo hijueputas no había leído esto antes?
Así como hay personas que uno sabe que conoce antes de conocerlas, hay libros que uno ha leído antes de haberlos leído. Dice Nietzsche que uno solo puede leer y entender lo que ya conoce, y esto a veces cobra más sentido. Lo mismo pasa cuando uno lee a un autor nuevo que lo emociona y lo deslumbra: siente que ya conocía esos poemas, incluso, que los había escrito.
En Las2Orillas John F. había publicado algunos textos sobre novelas, otros de situaciones que le pasaban en la ciudad, algunos relatos de terror, contados desde una prosa que no era la del periodismo, sino de alguien que está usando el periodismo para hacer explotar el lenguaje, minarlo. Empecé a buscar más cosas de este autor, con un estilo algo beatnik, unas gafas enormes y un amor por los títulos largos y cargados de ironía: Hiroshima en la transversal; Todas las historias de amor son historias de fantasmas; La navidad, el centro, la naturaleza de un montón de cosas.
Antes de trabajar en la Biblioteca Nacional yo estudiaba literatura y me aburría leyendo a puros autores muertos, de otros países, lejanos, distantes y canónicos. Mi amor por la poesía colombiana, más allá de los autores conocidos y momificados: Aurelio Arturo, Barba Jacob, María Mercedes Carranza, los nadaístas, comenzó con este descubrimiento. Un poeta que me hablaba del horror de la ciudad, el tedio, los vecinos que están esperando a que uno se lance desde la ventana, rinocerontes, animales en la ciudad, como en Lorca; un poeta que narraba el aburrimiento y la violencia pero, sobre todo, que estaba vivo, en el lenguaje, en las mismas calles que yo caminaba; podía encontrármelo un día en cualquier esquina, parchando, o en donde Cecy, tomándose unas polas.
Luego de haberlo visto un par de veces, casi sin saludarnos, quise invitarlo a presentar mi primer libro en el 2017: un poemario regular tirando a malo, como diría un amigo, pero con ese toque punk y algo íntimo que tiene lo artesanal y lo autopublicado, lo hecho entre amigos y con pocos recursos. Ese día John leyó un texto generoso y luego fuimos de remate a alguna casa. Esta es la fecha que recuerdo como el momento en que comenzó nuestra amistad: esa otra forma del amor.
Cuento esto porque me parece misterioso cómo llega uno a los libros, desde qué lugar y bajo qué circunstancias, y también porque luego de ochos años de amistad, he visto y leído los poemarios que John ha publicado: esa transformación que tiene el lenguaje cuando está vivo, esas búsquedas y obsesiones que pasan de un libro a otro, y también los errores, los desaciertos, que son siempre la forma de hacer obra; como dice María Negroni citando a Beckett: Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better.
Fracasar mejor es una consigna que considero oportuna para pensar en una obra que lleva más de seis libros publicados, algunos premios y una intención de buscar otros horizontes para la poesía colombiana.
Desde Karaoke demon, pasando por La piedra que quería ser Simone Weil, Lavar la culpa, que luego pasó a hacer parte del libro Soñar con perros, hasta sus últimos libros: Dios estiércol, y el más reciente, ganador del Premio Nacional de Poesía 2025, y una de las razones por las que escribo este texto: La segunda vida de las cosas, John F. ha creado una poesía que abraza la entropía y se pregunta por este desorden general en el que vivimos dentro del capitalismo.
Hay en su poesía una sensación constante de abandono, de transitar la ciudad perdido entre el canto de los perros, una obsesión con la noche y las distintas violencias que atraviesan el cuerpo. Pero también una relación con los objetos y los espacios, esos materiales obsoletos, esa chatarra que nos rodea y de la que también estamos constituidos.
En La segunda vida de las cosas John F. recurre a los objetos para crear la cartografía de una vida que desaparece; busca, entre los teléfonos rotos y las pilas, hablarnos de su madre y, así, de lo que queda de nosotros cuando nos volvemos ausencia. El tono de este libro es el de buscar las huellas, los rastros, los objetos familiares para invocar a quienes han muerto. De hecho, la poesía de John F. está atravesada por esos fantasmas que cargamos en la espalda o en alguna parte del cuerpo y son una música lejana.
Los libros de John tienen la libertad de la estructura, y con esto me refiero a una premisa que planteaban los escritores del grupo Oulipo: crear trabas para la escritura, pensar en los textos como espacios de prueba y ensayo, limitar el ejercicio. Hay en John F., como alguna vez me lo dijo, una necesidad de crear sistemas en los que se despliegue esa prosa poética, ese humor, también característico de su obra, y cierto desasosiego de vivir en un mundo cruel y, paradójicamente, hermoso. Entre estos dos puntos veo que se construye su escritura, mediando entre una tensión que agobia y a la vez libera.
Sus poemarios son tanto tiernos como violentos, están construidos en una ciudad que parece ruina y caos; el peligro crece, se multiplica. Y hay también una voz que se enamora, como en uno de sus libros más potentes: No hace falta que te digan que te quites. Parece que las personas están en una constante huida, en un afuera, entre la casa y el mundo, dos lugares que pueden llegar a ser tan hostiles como placenteros. En esa huida aparece la ciudad como refugio y museo del terror, y es tal vez el poeta el único que puede cantarle a esa miseria y decadencia.
John F. le canta, precisamente, a los escombros, a las grietas que aparecen en los muros. Su mirada es la de quien no da nada por perdido, porque en la fractura está también la belleza, en esas canecas de basura donde los mendigos pasan buscando algo que comer o algún muñeco roto.
La poesía entonces se vuelve una forma de recorrer los lugares más inhóspitos, que no son solo los externos, sino también los más íntimos: cierta oscuridad, cierta mirada gótica invade estos espacios. Y sin embargo, todo cabe en su canto: la suavidad de las formas blandas, la cocaína, el desenfreno, la rabia y el cariño. El poeta sigue siendo, como en Baudelaire, una especie de flaneur, de caminante nocturno, pero ha pasado de París a Bogotá y Bucaramanga.
Decía el poeta Ramón Cote que hubo un tiempo, no muy lejano, en que la poesía de estos lados, latinoamericana, no era capaz de nombrar los sitios específicos, es decir, los barrios, las calles, los parques, por cierto colonialismo, cierta vergüenza de los nombres, una inferioridad frente a la poesía europea o norteamericana. ¿Cómo vamos a decir Chapinero, Bosa, Parque Santander, carrera Séptima? John es uno de esos poetas que empieza a darle una cartografía lingüística a estas dos ciudades, y por eso, también, las vuelve cercanas.
Este cambio que se empieza a dar, y del que John hace parte, me parece fundamental también para entender la influencia que ha tenido en autores más jóvenes. Su obra ha permeado algunas escrituras que toman estos intereses particulares, para pensar una poesía que arma un lenguaje desde el humor, por ejemplo, desde esos títulos largos que juegan con la estructura misma de los poemas: He estado en el infierno y te he traído esta estúpida camiseta, y también una sensación de abandono, de tedio, de pereza, en medio de un mundo que tiene como valor primordial el trabajo y el capital, la higiene y los modales. John se burla de este sistema, busca reinventar la figura del perezoso y el desadaptado, desde el sarcasmo y la burla de una ética neoliberal. Por eso siempre está andando la ciudad, habitando los espacios ruinosos, mirando los objetos en desuso, desechables.
Decía hace unos párrafos que acaba de ganar el Premio Nacional de Poesía 2025 con La segunda vida de las cosas, libro que en el 2023 también ganó el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus, y lo cuento no solo como un dato más, sino porque celebro este premio con la sonrisa de quien ha visto a un amigo escribir desde la compañía y la soledad, desde la rabia y la tristeza, desde el miedo y la nostalgia, desde la risa y el desenfado, fracasando, como dice Negroni, una y otra vez, pero fracasando mejor, con el mismo impulso con que Sísifo carga todos los días la piedra.
Es, además, un premio que reconoce también la trayectoria de alguien que ha apostado por la autopublicación, los fanzines, la publicación independiente, y que ha logrado, desde ahí, resistir el frenesí de lo mediático y la fama, esa nueva oleada de poesía instagrameable que nos invade, con su tono de superación y sus plantillas.
Espero que la obra de John F. siga circulando en editoriales pequeñas y artesanales, y que la gente entienda que lo independiente no es, simplemente, un paso previo a las grandes editoriales, al reconocimiento, sino que se puede asumir una postura ética y política en la publicación y en la escritura. Celebro este premio porque también reconoce la obra de quien ha insistido en la poesía como una necesidad vital, como un ejercicio de detenimiento entre tanto ruido, una poesía que critica las crueldades que vivimos, este sistema precario, pero también le canta a la belleza del escombro y las fracturas.
Ojalá podamos seguir leyendo a John F., encontrándolo por ahí, en alguna calle, en alguna esquina, acompañándolo en su escritura, que es un poco la de todos los que andamos la ciudad y sabemos que hay palabras y poemas que nos salvan del constante terror en el que vivimos.