Este artículo hace parte del Cuestionario Vorágine, donde le preguntamos a artistas y pensadores sobre el lugar que ha tenido la novela de José Eustasio Rivera en su obra y en su pensamiento. Para leer los otros cuestionarios, haga clic aquí.
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En “Caminos del moriche” Efrén Giraldo ofrece una mirada vegetal al libro de Jose Eustasio Rivera.
Las plantas enseñan a escribir”, dice Giraldo en el libro, que es un diario de lectura de “La vorágine” donde pone la mirada en las nuerosas plantas que pueblan la novela. La palma de moriche, por ejemplo, en esa famosa escena que Clemente Silva se encuentra perdido y ve de pronto a la palma seguir el recorrido que hace el sol. “El narrador nos cuenta que Silva se queda doce horas mirando la trayectoria de la planta y tiene una frase muy bella que es como: al entender el derrotero vegetal entendió el derrotero humano” nos dijo Giraldo hace algunos meses.
En esta ocasión, quisimos preguntarle al ensayista y profesor de la Universidad EAFIT, por su experiencia de lectura con la novela que este año cumplió cien de haberse publicado.
(Pero antes de seguir, vale recordar que otro de sus libros, Sumario de plantas oficiosas: Un ensayo sobre la memoria de la flora, publicado por Luna Libros en 2023, ganó este año El Premio Nacional de Ensayo 2024. Se trata de otra investigación, otro ensayo, que hace un inventario sobre las ficciones e iconografías de las plantas a lo largo de la historia y la literatura).
Ahora sí, aquí el cuestionario:
¿Cómo recuerda la experiencia de lectura de “La vorágine”?
Mi historia como lector de “La vorágine” pasa por tres momentos. La lectura en el colegio salesiano donde hice mi bachillerato en la década de 1980. La del inicio de mis estudios de literatura en la Universidad de Antioquia en los noventas. Y la más reciente, cuando quise volver a la obra treinta años después. La idea de volver a releer esta obra vino de Catalina González, mi editora en Luna Libros, quien me dio la oportunidad de escribir un ensayo-diario acerca de los seres vegetales en la novela. Y también de Juan Carlos Orrego, quien me invitó a escribir un texto crítico. Creo que, dada la época de la vida en que me encontraba en esa primera lectura, la historia de Cova, Clemente, Alicia, Griselda y Helí fue para mí una suerte de relato de aventuras, aderezado con aquella truculencia para la que los ojos de joven lector de aquella época estaban más que alertas. La violencia, la sensación de sofoco e impotencia permanecen todavía en mí. Luego, volví a leer “La vorágine”, cuando iniciaba mis estudios de Español y Literatura, un poco con la vanidad de quien tenía un modelo estético de excelencia estética en la cabeza. ¿Cuáles eran? Borges, Faulkner, Kafka, Joyce. En ese momento, tuve la sensación de que “La vorágine” era una novela imperfecta, dominada por una propensión lírica, y con defectos en su construcción dramática, una lectura que quizás nos había llegado indirectamente a quienes empezábamos a leer profesionalmente por aquella época de cuenta del boom y la entronización de sus popes como sacro tribunal de evaluación del pasado literario. Mi tercera lectura coincide con la intención de escribir un diario de lectura y la idea específica de rastrear la aparición de la agencia vegetal en el modernismo hispanoamericano. No solamente pude apreciar con mayor cuidado las decisiones de Rivera, sino valorar el trasfondo decididamente irónico de la voz narrativa, así como la capacidad pensante de un lirismo que ya no me pareció decorativo ni mucho menos empalagoso. Esta última lectura me permitió, no solo compadecer un poco al pretencioso lector de veinte años que fui, sino también recuperar al adolescente de trece entregado a la furiosa imposición de los acontecimientos ocurridos en una selva disolvente.
¿Qué es lo que más le gusta de la novela?
Quizás su condición irónica, algo que le permite estar aquí y allá, usar un modelo de lengua literaria caduco y a la vez mostrar sus límites. Cova es una figura contradictoria, mentirosa, voluble y en ese diseño inicial está la posibilidad, como ya se ha mostrado, de que lo humano dialogue con lo no humano. Como mencionó la escritora Vanessa Londoño en una conversación que tuvimos en la Feria del Libro, “La vorágine” es la novela del umbral por excelencia. Ahora, ¿por qué esta ampliación de consciencia, surgida de un desenmascaramiento de las trampas de la misma ciudad letrada, procede de semejante voz, tan odiosa, tan limitada? Quizás por las posibilidades siempre abiertas de una representación que renuncia a darnos una visión total de lo existente. Esta desconfianza en la literatura y en las representaciones humanas es bastante moderna y me parece más avanzada que la del mismo boom, tan proclive a querer darnos “novelas totales”.
¿Qué escena recuerda con intensidad?
Hay varias escenas que me vienen a la mente, pero quizás mi favorita es aquella en la que Rivera pasa muy rápidamente de narrar una situación de extravío radical a una irrupción vegetal del hallazgo. Es como el momento de la epifanía. Ocurre cuando se nos cuenta cómo Clemente Silva logra salir del laberinto de la selva. Se dice que, en algún momento, luego de haber errado alimentándose de los frutos que veía comer a los monos, Silva se acuerda del cananguche, una planta que sigue el recorrido del sol. Silva se queda entonces doce horas mirando el recorrido de esta planta, que no es más que el mismo moriche, ya tantas veces mencionado en la obra, y, al poder identificar dónde están los puntos cardinales, encuentra la salida. La escena termina con una frase extraordinaria: “Y por el derrotero del vegetal comenzó a perseguir el propio”. No encuentro mejor síntesis de la pregunta por el destino humano en nuestros tiempos, solo viable si lo entendemos en inextricable relación con los otros vivientes.
¿Cuál es el pasaje, la oración, el diálogo que más recuerda?
Hay frases que están marcadas en la memoria colectiva, enunciados que desbordan la esfera puramente literaria y parecen paquetes líricos, argumentativos y narrativos. “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”, “Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina!”, etcétera. Aun así, y pese al poder que tienen tantas descripciones y diálogos memorables, la frase con que culmina la escena del hallazgo de la ruta humana al final del relato de Clemente sigue resonando como una de las principales claves para la lectura futura de la novela.
¿Cómo influyó o impactó esta obra en tu trabajo como escritor e investigador?
Creo que el mayor impacto está en dos cosas, que solo comprendí enteramente después de las relecturas, de ese paciente trabajo de toma de notas y revisiones que solo se practica por trabajo, porfía o devoción. (En mi caso, creo que se trata de los tres estímulos, bastante parecidos a la persistencia de las plantas sobre la adversidad). La primera es que las plantas son maestras de la escritura. En “La vorágine”, literalmente las plantas hacen algo muy parecido a escribir, aparecen como protectoras de los textos, son vehículos del sentido, deícticos del relato. Y, segundo, que las plantas son modelos existenciales y, por lo tanto, agentes para entender el porvenir de la ficción y de la misma humanidad. Eso significa que la conservación del medio ambiente dependerá del diálogo escritural entre humanos y no humanos, pero también del reconocimiento de que la actividad fundamental es respirar, una forma de inmersión entretejida con las posibilidades y los alcances del lenguaje.
Más allá de la efeméride, ¿por qué considera importante volver sobre este texto?
Lo que más me gusta del final de la novela, especialmente de la tercera parte, es la manera en que se entreteje la relación entre el futuro humano y la ficción. Me llaman la atención muchas cosas: la aceleración narrativa, el uso del presente y la conversión de la novela en una especie de diario de la inmersión en un espacio donde lo humano ha dejado de tener sentido de cuenta de la atrocidad. Me parece que ese umbral de lo humano nos abre a la posibilidad de considerar las cosas de otra manera cuando muchas certezas han desaparecido. Y es en ese contexto donde la novela tolera una lectura desde la visión no especista, una lectura en la que han insistido, para el caso de otros temas y obras, la nueva biología, la ecocrítica y los plant studies.
¿Cuál es su lectura del nombre de la novela? ¿Qué es “la vorágine”?
El título se ha interpretado de muchas maneras. Desde su misma publicación, se han dado varias hipótesis. Una de las anécdotas fundacionales del mito que rodea la escritura de la novela dice que el título le fue impuesto por una de las primeras personas que escuchó de Rivera la lectura en voz alta del manuscrito. ¿Y por qué? Porque luego de escuchar la historia este primer lector dijo que la historia le parecía una verdadera “vorágine”. De acuerdo con esta historia, no sé si real o falsa, y divulgada en primera persona por su supuesto protagonista, Policarpo Neira, el título contiene ya una respuesta, es decir, hay en él una valoración del modo en que están narrados los acontecimientos. No conozco casos parecidos, pero me gusta la idea de que el título de un libro prevea la respuesta de un lector, o lectora, que está en el grado cero de la recepción. También me gusta interpretar el título en clave autoconsciente: es decir, Rivera al usar este título está pensando en la ficción, en lo que se puede hacer con palabras y, en general, en el futuro de la palabra. De hecho, la novela no culmina con un cierre, sino con una apertura a un mundo en el que las claves de la frontera humana han dejado de ser eficaces.
En este centenario, ¿qué lecturas ha visto novedosas y provechosas para pensar nuevamente “La vorágine”?
Creo que, como todo clásico vivo, “La vorágine” ha activado vectores de recepción y zonas de sensibilidad que permanecían latentes, a la espera de una suerte de actualización. Es como si la novela hubiera considerado asuntos que solo la apropiación contemporánea hubiera hecho visibles. No significa esto que la novela encarnara una suerte de profecía, sino más bien que ha empezado a hablar con acentos que solo ahora percibimos. La posibilidad de activar lecturas desde la antropología de la deuda, desde la pregunta por la frontera, el especismo y la enfermedad dotan a la novela de líneas de lectura que seguramente se van a seguir ampliando. Como señaló en algún momento Monserrat Ordóñez, la palabra “vorágine” parece abarcar también el gran conjunto de interpretaciones que se arremolinan sobre el texto. Aportes como la edición de Erna Von der Walde y Margarita Serge y recopilaciones como la de Felipe Martínez-Pinzón y Jennifer French, recientemente publicadas, aportan a una lectura crítica que está lejos de la celebración acrítica y de la conmemoración patriotera. El reconocimiento de la monumentalidad de la novela ocurre de manera simultánea con la desmitificación de la palabra literaria.
En “Caminos del moriche” explora la ‘escritura vegetal’ en “La vorágine”. ¿En qué consiste esa escritura? ¿Y por qué es importante señalarla?
La novela, en este como en otros asuntos, tiene dos capas. Una es la de la versión literal de la idea (en efecto, en “La vorágine” las plantas escriben y ayudan a leer o escribir). Otras es la figurada, más vinculada con las analogías entre el mundo vegetal y la comunicación humana. Son visibles las conexiones entre los signos arañados por los seres humanos sobre distintas superficies y la acción de una planta sobre el espacio o sobre el mismo cuerpo humano. Esta imbricación es crucial y va más allá de que lo vegetal pueda entenderse en claves antropomorfas o de que lo vegetal sea un símbolo del pensamiento humano. Con Rivera, las plantas abandonan un poco su lugar decorativo y pasan al frente teniendo el papel de agentes problemáticos y sobre todo interrogadores.
Ha dicho que la novela es un esfuerzo por zafarse de la mirada antropocéntrica (de la selva, del mundo vegetal, de la naturaleza), ¿dónde y cómo se puede ver eso en la novela?
Hay una manera muy sencilla de aproximarse a este tema, sirviéndose de una edición electrónica. La palabra “humano-a”, que aparece alrededor de veintiséis veces, en su mayoría tiene connotaciones negativas, pues mediante ella se hace referencia a un límite, a una insuficiencia o hay claras alusiones a la inhumanidad o a la destrucción de las alteridades. En este contexto, estamos de todas formas frente a una paradoja, pues la ficción depende de claves humanas, aristotélicas, lo que limita sus posibilidades a la representación de la acción humana. Pero esta es precisamente una de las propiedades magníficas de la ficción: estirar sus propios límites y ofrecernos opciones nuevas. Probablemente, el futuro de la ficción dependa de su capacidad para adoptar perspectivas no humanas, como lo han hecho el ensayo y la lírica, mucho más avanzadas en ese camino de aceptación de otras formas de sensibilidad y comprensión.