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La pérdida del entusiasmo: el limbo emocional de cuarentena

En un día cualquiera la cuarentena dejó de ser un paréntesis y se nos convirtió en un capítulo propio de la vida. Entonces se nos empezaron a acumular los sentimientos, se nos desvanecieron las expectativas y nos encontramos quietos mirando al vacío.

por

Tania Tapia Jáuregui


01.07.2020

Ilustraciones: Ana Sophia Ocampo

Y entonces la cuarentena dejó de ser excepcional y se volvió cotidiana. Con los días el tiempo se fue deformando, el fin del encierro se volvió lejano y se nos olvidó que lo estábamos esperando. Dejamos de revisar las cifras de contagios, sin saber cuándo se nos fueron apagando las expectativas, y los sentimientos se empezaron a acumular. Todo lo que “por fin” íbamos a tener tiempo para hacer de repente dejó de tener sentido y nos sorprendimos quietos, con la mente en blanco, mirando al vacío. Llegaron el cansancio, el estrés, el desgano, la tristeza y la ansiedad y todas se apiñaron en un solo instante. Se instaló el caos pero lo hizo en silencio. Lo inesperado, por más mínimo que fuera, ahora tenía el poder de perturbarlo todo, de cambiar un día entero y de acabar con el equilibrio que al principio tratamos de armar. 

Así estamos ahora. La “nueva normalidad” es ante todo un limbo emocional que en los buenos días invita a la contemplación y en los malos nos arroja a un espacio sin piso ni futuro. Nuestra única certeza ahora son las preguntas que compartimos y que cada uno, en su propio encierro, intenta responder —cuando hay energía para hacerlo—.

Estas son las preguntas y los agites emocionales de cuatro personas para las que, como al resto de nosotres, la cuarentena ya no es una interrupción sino un capítulo propio de la vida.

 

1.

Recuerdo que en una época hacíamos chistes tontos sobre un lejano virus en China y compartíamos memes en Facebook. En otra vida. Recuerdo que por esa época salía con alguien y me preguntaba si esa relación iba a alguna parte (para los que no aprecian el suspenso, un flashforward: no). Me vienen a la memoria fragmentos de una conversación por teléfono con un amigo científico que me dijo: “María, esto se va a poner muy feo”. Luego hay un corte, cambio de escena, y sin transición recibo una llamada de mi hermana para decirme que mi mamá está mal, que me vaya al hospital. Recuerdo que ya nos dio miedo entrar a urgencias, que tratábamos de no quedarnos demasiado en ese espacio cerrado, que intentábamos no tocar las cosas porque ahora era peligroso. 

Luego viene una larga secuencia de días de clínica y de seguir obsesivamente las noticias en el periódico, en las pantallitas del telefóno y en el televisor de la habitación. Tratamos de imitar a los médicos que abrían las puertas con la mano izquierda o las empujaban con el pie. Dejé de abrazar a mis tíos. Mis hijos no podían visitar a la abuela porque estaban resfriados. Todo eso sucedió hace tiempo.

Sigue otro corte y me veo alterando el curso de mi clase, tratando de ayudarles a mis estudiantes a encontrar un sentido, pues sospecho que ellos aún no comprenden la dimensión de lo que se avecina. Me extrañan las conversaciones en las reuniones virtuales de trabajo, pues algunos preguntan si será que podremos volver a la universidad antes de que se acabe el semestre y yo pienso, “¿a qué viene semejante pregunta en medio del Apocalipsis?”. 

Trato de crear un espacio seguro para mis hijos, sé que no verán a sus amigos hasta el final del semestre. Me siento como la “Madre Coraje” que carga a sus críos en medio de la guerra. Les hago chistes. Les digo: “la mamá va a salir a cazar algo de comida” y ellos se ríen. No les cuento sobre el supermercado arrasado y cómo no conseguí todo lo que necesitaba. Veo la absurda cantidad de trabajo que se me ha venido encima, porque ahora soy madre de tiempo completo, profesora de primaria y profesora de universidad. Me oigo hablando con una amiga que cuida a su sobrino y nos decimos “esto es el horror”. Llamo a otra amiga médica porque no me puedo mover del dolor de espalda. Me preocupa que mi mamá y mi papá estén en la casa y que ella tenga que hacer oficio porque nadie puede irle a ayudar.

Hasta ahí puedo hacer un recuento más o menos cronológico, porque lo que ha seguido después es una película que sucede casi toda en un mismo espacio, que a veces siento como una pecera. Es una especie de película contemplativa donde el tiempo se difumina. Es difícil saber qué evento ocurrió primero y cuál después. Sé que ha habido salidas a llevar a mi mamá al médico y filas en el supermercado. Sé que hubo intentos de reuniones por Zoom que me dejaron más triste porque me sentí más sola, más lejos de todos, hasta que desistí. Me di cuenta de que me encanta hablar con la gente pero no me puedo relacionar con diez cuadraditos simultáneos. Hubo también una ruptura, prefigurada por las dudas del principio. Pensé entonces que el virus ponía las cosas en su lugar y con una amiga psicóloga decíamos que esta situación revela lo que cada uno lleva adentro, que cada quien actúa como es, que lo que todos llevamos oculto, bueno o malo, se acentúa.

Desde entonces me la paso pensando en quién es que soy yo, qué es lo que siento. He podido observar algunas cosas, ya no como una secuencia de hechos sino como una simultaneidad de ideas y de emociones que se agolpan. Extraño el tacto y resiento profundamente no poderme acercar a otros. Me da rabia no saber cuándo podré volver a enamorarme. Quizás esta preocupación pueda parecer superficial o egoísta, pero siempre he pensado que la vida es corta y por eso esta existencia de pecera a veces me ahoga. Quisiera abrazar a mis papás. Quiero que la gente no tenga que pasar por mi cuadra pidiendo limosna a los gritos y que los mariachis no me partan el corazón. 

A la vez, confirmo que tengo una fuerza extraña, ya lo sabía, y que tengo alma de cuidadora: he cuidado a mis dos hijos, que tienen edades, temperamentos y necesidades muy distintas, y me duele pensar en lo que esto pueda significar para ellos. Procuré cuidar a mis estudiantes e inventarles un proyecto bonito para tratar de subirles el ánimo. Hablo con mi mamá todas las mañanas y me alegro de que le haya dado por cocinar y regalarles cosas a la familia y así tener una excusa para hacer visitas a distancia. Procuro tratarme bien a mí misma y me mantengo ocupada haciendo yoga, estudiando italiano, y, últimamente, por fin he logrado leer algo. 

Creo que me voy adaptando a una vida más solitaria, más introvertida, y sueño con el día en que todo esto acabe. También me tolero el llanto que me despierta a veces en las noches, después de tener los sueños extraños que se tienen en esta caja de vidrio. 

María Mercedes Andrade, profesora de Literatura de la Universidad de los Andes

2.


Detrás de la aparente simplicidad y monotonía del paso de los días en cuarentena, se esconde la complejidad en lo cotidiano. En mi caso, que soy padre de dos bebés, el sistema se torna más complejo cuando además de levantarse, dar de comer, estar, interactuar, jugar, cambiarles el pañal y acostarlos a dormir, hay que cumplir con las obligaciones laborales de ser profesor. Incluso con rígidas rutinas, las cosas más simples tienen variaciones imperceptibles con repercusiones amplias. Y así para todos quienes estamos en cuarentena en nuestras propias situaciones particulares.

Las experiencias durante la cuarentena se repiten, configuran atractores, pero nunca con exactitud. La experiencia es caótica y el caos produce toneladas de información hasta de las cosas más rutinarias. Cualquier alteración lo cambia todo. Detrás de la supuesta monotonía está el caos. Ese caos, que es la experiencia que algunos han sentido en cuarentena, no es una sensación, ni una idea, menos un estado; es un proceso inevitable.

Estos más de tres meses de encierro que para algunos es rígido, para otros laxo, para otros inexistente, ha configurado una serie de relaciones complejas-adaptivas. La vida está descarnada y sin muchas aspiraciones, es presente y cotidiana. Para mí eso ha representado todo un reto. La emoción funciona más cómo suceso que como acontecimiento, como lo plantea Alain Badiou. La situación podría tener todos los tintes para que la novedad y la prolongación de esta situación atípica se integren y en un punto se torne un acontecimiento. Que dejemos de verla como un paréntesis. Por ahora en mí emerge una idea, pero no hay un quiebre dentro de la estructura vivencial y cognitiva que determina la situación como un hecho importante. Es algo más que lo usual, pero no algo definitivo ni definitorio. 

Nos aferramos a las viejas lógicas y las dinámicas luchan por no desaparecer: el mercado, el trabajo, el lucro, la supervivencia. La vida tiene memoria y como un río reclama los territorios que perdió temporalmente. No me he reinventado, tampoco me he quebrado, me acoplo a los días con monotonía e ilusión. Las emociones se suceden, aunque sí me afectan en ocasiones los dramas que escucho en mi círculo de las personas, y por más que me cierre a ellos de alguna manera me terminan afectando: estudiantes con intentos de suicidio, muertes que se aproximan a los portales de mi casa, feminicidios, desempleo, cierre de negocios que hicieron parte de mi vida.

En esa experiencia basta e impredecible las emociones son un atractor determinante. Las emociones que hemos vivido en cuarentena no se ligan únicamente a causas bioquímicas y neuronales, tampoco a lo meramente social o psicológico. Las emociones son procesos volátiles, lábiles, fugaces, que al mismo tiempo pueden ser detonantes o resultados. Y dentro de lo fascinante que resultan las emociones, se vuelven ellas mismas escenarios donde se combinan tragedias, esfuerzos, ilusiones, duelos, sentidos y vacíos. A menudo llegan y atacan de la nada, como puñales que atraviesan la carne y que a veces hacen brotar sangre.

Antes del encierro y de la crisis, las emociones solían ser netamente adaptativas. Ahora su subjetividad hace difícil ver patrones precisos para entender su intensidad o incluso para poderlas definir como agradables o desagradables. Hay personas que dicen que podemos dominarlas. No lo creo tanto. Como un animal salvaje, puede que las emociones no nos hagan daño pero se rehúsan a ser domesticadas. Y gracias a ellas podemos catalizar los motivos para seguir adelante o para darle un abrupto final a esto.

Hay que diferenciar emoción de sentimiento. No es solo una cuestión de intensidad y duración. Los sentimientos nos permiten desbordar más aún esas fugas emocionales. Los sentimientos mezclan muchas emociones, son conscientes y por momentos también desbordan e inundan. Quizá por esto, en mi caso, he experimentado un amor profundo por mi familia en el cual están contenidas la ira, la alegría, el miedo, la tristeza, la aversión y la sorpresa. He sentido nostalgia, incertidumbre y angustia y siento que las he manejado por lo contundente de la cotidianidad y las tareas que me reclama el día a día con dos hijos de año y medio. No hay otra opción que manejarlas.

Ante el flujo emocional constante, combustionado desde la pandemia y la cuarentena, la paciencia más que actitud es valor; puede ser anhelo o realidad. Podemos definir lo paciente como lo humano. Ante la perturbación de lo anormal, la paciencia mediadora cataliza la intensidad de la interacción afectiva. La paciencia pone pomada para aliviar la piel ulcerada por las cadenas de esta cotidianidad que por momentos es incierta y desabrida. Pero, así como no podemos controlar el influjo emocional, no podemos prender y apagar la paciencia como si se tratara de un interruptor. Al igual que el caos, la paciencia es un proceso.

Muchos días sonrío, otros no quiero ver a nadie, ni a mis hijos, y me toca. A veces solo quiero echarme en el sofá para aliviar la espalda y cerrar los ojos. Unos días hay esperanza de encontrar una vacuna para el Covid-19, otros las noticias de cierres y despidos ponen sobre el cielo una bruma de desesperanza. Hay veces en que leer es un placer y otras es un refugio. Hay días de reuniones tediosas en las que aprovecho para escribir o vaciar la mente y otras de clases estimulantes que levantan la moral y hacen que la comida sepa mejor y que el aire se limpie. Y las emociones están ahí, motivando y doliendo, dándole sentido o entorpeciendo la respuesta ante las demandas.  Hay días simples y hay días donde entiendo que ningún día fue, es, ni será simple.  

Oskar Gutiérrez Garay, profesor de Psicología de la Universidad de los Andes

3.

Desde el principio pensé en darle una razón geométrica a los cambios de mi estado mental en la cuarentena. 

Los primeros días fueron un círculo. Hice parte de ese grupo de personas para las que el arranque de la cuarentena significó un ejercicio de autocontención tremendamente pacífico. Me dediqué a la autoedición, a quitar y pulir los bordes de mi tranquilidad hasta hacerlos redondos. Supe que estar afuera, enfrentarme al SITP que me cerraba cuando iba en la bici, ir a reuniones frente a muchas personas o pensar que me podían robar en cada esquina eran asuntos que me llenaban de nervios. En el encierro, sin embargo, me entregué al control absoluto de todo, una herramienta que siempre he usado para combatir mi ansiedad. Limpié cada esquina de mi casa, me abastecí de latas de atún y papel higiénico para esas semanas del futuro en las que, pensamos, no habría nada. También compré todos los ingredientes esnobs con los que empecé a hacer recetas largas. Escogí las series que vería, los libros que iba a leer, la ropa cómoda que me iba a poner. Había creado un cerco de protección, una muralla para mi ansiedad. En esa circunferencia hice espacio solo a lo que me ayudara a estar bien. 

Los que siguieron fueron unos días de línea recta ascendente. Trabajé como nunca: me entregué a una rutina estricta en la que me obligaba a completar mis tareas para poder descansar: desayuné delicias y molí cada taza de café que me tomé mientras oía un audiolibro que, bajo mis reglas, debía ser de ficción. Luego trabajaba con la técnica pomodoro  y cronometré con una app (ésta) las nueve horas máximas que me había permitido de trabajo. Cada nuevo chulo en mi lista de tareas del día era una droga. Por la noche, me demoraba cocinando, cortaba todo a mano y desde el principio. Si la receta pedía un caldo, lo hacía desde ceros. Todo lo hacía, primero, con una cerveza en la mano y luego, con una botella que se acababa en un día. Todo convencido de que no había una mejor manera de vivir la vida. Un día, sin embargo, borré cassette. Fue un día cualquiera de la semana. Me desperté en mi cama: no sabía cómo había llegado del sofá hasta ahí. De golpe mi optimismo y productividad me empezaron a parecer idiotas. 

Todo empezó a decantarse y a caer en el fondo, como una pirámide. La productividad, claro, devino en cansancio y la tranquilidad que me dio la idea de tener control sobre todo se volvió un ciclo de fracaso. Pasadas las primeras cuatro semanas no había logrado leer ni la tercera parte de los libros que me quería leer, las series profundas e importantes que quería ver las reemplazaron horas de Youtubers y Top 10 de WatchMojo. Hubo días enteros en los que solo pude dormir durante el día y esperar a que fuera la noche para empezar a tomar y no sentir la culpa escandalosa de no estar haciendo una mierda por mí mismo. 

Así vino el insomnio y con él vino la mente de espiral descendiente. No dormir me rompía la cabeza, me hizo lento y me dañó el genio. Todo empezó a molestarme y se lo hice saber de manera injusta a mucha gente. En lo único en lo que lograba gastar la poca energía que tenía era en escribir correos llenos de ira y mala leche. Por esos días también empecé a sentir que me enfermaba. Que tenía mucha tos, fiebre y dolor de cabeza. Que me había llegado el COVID y que, sino, al menos tendría que hacerme una prueba, llamar por teléfono, ponerme en riesgo, ir a un hospital… romper el cerco redondo que había construído a mi alrededor. La ansiedad explotó después de un tiempo récord de descanso. Necesitaba parar, y en esas estoy. 

Fue duro entender que no había nada que yo pudiera evitar. Que, tal vez como todes, no había entendido que la fórmula de la tranquilidad se había invertido: que cuando la vida era normal nos acostumbró a recibir malas noticias y, entonces, seguir adelante. La cuarentena, sin embargo, ha sido una seguidilla de malas noticias. O si no, al menos, de suspensión: de no linealidad. Hoy creo también que entendí mal todo sobre mi salud mental: pensé que el aislamiento sería un proceso lineal que iría de un punto a otro, que necesariamente todo mejoraría o empeoraría. Hoy creo que mi cerebro, mi ansiedad, mi obsesión por el control, funcionan más como un fractal: una misma forma que se repite al infinito para formarse a sí misma, una productividad que se pliega y se desdobla tantas veces que se vuelve agotamiento. Una tranquilidad que, si no estuviera cruzada por minutos de angustia, horas de aburrimiento, semanas de incertidumbre, no sería una tranquilidad completa.

Testimonio anónimo

4.


El asunto con todo esto siempre ha sido que mi cabeza ha estado constantemente metida en un espacio de caos, que por fin se está empatando con la realidad. Por eso, de alguna forma, nada de esto se ha sentido tan terrible. De hecho, a ratos, se siente natural. 

El inicio de la pandemia fue extraño. Entender que las personas que me rodeaban estaban empezando a analizar el mundo de forma parecida a la que yo lo he hecho siempre, fue raro. Cada detalle contaba, la sensación de un peligro externo indetectable, esa sensación de que todo abruma, ahora estaba presente en todes. Y lo más complejo fue darme cuenta de que, en términos de salud mental, tal vez la que estaba más preparada era yo.

Hace ya varios años me pusieron en una realidad alterada, o en una especie de no-espacio, como se siente la realidad actual. Me diagnosticaron bipolar depresiva, por eso terminé en un centro psiquiátrico, metida en una sala que parecía una pecera. Las paredes eran de vidrio, los cuartos giraban entorno a una estación de enfermeras. Las camas eran metálicas, con los bordes redondeados. Las chapas no se ajustaban. No existía una noción clara de tiempo, porque toda la luz que entraba de afuera estaba en una claraboya, pequeñita, en la parte de arriba de la estación de enfermeras.

Las personas que estábamos ahí metidas, que éramos cinco o seis, vivíamos sumergidas en realidades paralelas. Cada quien con ciclos de sueño como pudiera acomodarlos, o marcados por los efectos de las drogas que nos daban para controlar nuestros síntomas. Cuando por fin salí de esa pecera, la sensación de no-espacio, de distanciamiento de la realidad, ha sido constante. Los momentos de desapego, los momentos de vivir las experiencias desde la distancia, han sido constantes. La idea de un tiempo no lineal, que a veces se estanca, que a veces avanza aceleradamente, la distorsión de los días: algunos eternos y otros que pasan en dos horas. 

Por supuesto, durante la cuarentena he tenido un par de recaídas. Sobre todo hacia la depresión. Hubo algunos días en que no pude parar de llorar. Hubo un par de ataques de pánico que me dejaron paralizada debajo de mi escritorio. Finalmente, el contacto con las personas también es necesario, es importante. Pero es posible que esa noción de que igual todo vive en suspensión me haya llevado a sentirme más adecuada para responder a lo que ha venido pasando. Tengo herramientas más claras para detectar posibles crisis que lleguen. Construí, muy a tiempo, redes de apoyo y mecanismos de preservación psicológica: rutinas claras, personas a las cuales avisar, medicamentos para consumir durante urgencias específicas.  

Ahora, cuando ya han pasado unos 10 años desde que salí de la clínica, viene la pandemia. Al principio pude irme al campo, pero por distintos motivos, regresé a la ciudad. Aquí, otra vez, las cosas se sienten como en una pecera. 

Ya bien entrada en la cuarentena, cuando íbamos alcanzando los dos meses, noté en otras personas las señales de despersonalización que he atravesado siempre. Los días se perdían o se hacían eternos. Los edificios, que quedan en frente, están cargados por gente que mira desde las ventanas, casi ausentes a la realidad, temerosos a un peligro que ya nos tiene cansades, agotades.

Testimonio anónimo

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