La guerra de los decibelios

Vivimos la progresiva degradación de la escucha; no queremos detalles ni sutilezas. Buscamos un asalto sensorial. El equivalente a un golpe en el estómago o a un mazazo en la cabeza.

por

Santiago Rey

ciudadano


22.02.2025

En los años sesenta Phil Spector, el productor revolucionario y condenado homicida (sí, ambas cosas), inventó el famoso “Muro de sonido” (Wall of sound), una técnica de grabación cuyo propósito, al sobreponer múltiples capas de instrumentos, era crear una experiencia musical inmersiva y densa, sobre todo pensando en los éxitos de pop y rock que por ese entonces dominaban las frecuencias de radio AM.

Años más tarde, ya entrado el nuevo milenio, una versión de ese mismo concepto se apoderó de la industria musical, pero esta vez de la mano de la compresión excesiva del audio, un proceso que condujo a lo que hoy se conoce como la “Guerra del volumen”.  En ambos casos la intención era la misma: competir por la atención del oyente, aunque más apropiado sería decir que su objetivo era forzar la atención, doblegar nuestra escucha a punta de volumen y la reducción del rango dinámico de las grabaciones. 

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No es casualidad que hablemos de “muros” y “guerra” en este contexto; las palabras importan, y ambas expresiones señalan la cruda realidad que subyace a ambos inventos, el uso del sonido como fuerza bruta, una que busca constreñir, obligar, dominar. No se trata, como es evidente, de un fenómeno circunscrito únicamente a la industria discográfica. Por el contrario, lo que representa es una tendencia cultural arraigada y en ascenso, una carrera armamentista cuya víctima más directa es nuestro oído, y por ahí nuestra capacidad de comprender y empatizar con otros seres humanos (y no-humanos también). 

Si algo, la guerra de los decibelios ha hecho que escuchemos menos, no solo por la pérdida natural de la audición que es el resultado de la exposición a ambientes sonoros extremos, sino por la atrofia de la comprensión que se desprende de nuestro empacho acústico.  La evolución de los medios de amplificación contrasta con la fragilidad de nuestro oído interno, de esas 16.000 células ciliadas que se mecen impulsadas por las ondas que llegan a la cóclea para luego, en cuestión de milisegundos, ser interpretadas como sonido por el cerebro.  

Al concepto de sordera física le corresponde el de la sordera espiritual.  Vivimos la progresiva degradación de la escucha; no queremos detalles ni sutilezas, buscamos un asalto sensorial, el equivalente a un golpe en el estómago o a un mazazo en la cabeza. Y es que el ruido aturdidor es enemigo de la comunicación, pero también de la imaginación y la empatía. Al sobrepasar los 85 decibelios, la música de los restaurantes convierte toda conversación en un concurso de gritos, confusiones y frustración. A los 90 decibelios—el nivel normal de un bar—es más fácil leer labios que tratar de descifrar el discurso ajeno. Por encima de los 100 decibelios nos asomamos a un umbral peligroso, el del daño irreversible de la audición, donde bastan 15 minutos de exposición para que las ondas de sonido hagan estragos en el delicado mecanismo del oído.

De los 110db a la tortura sensorial solo hay un paso, y no es una coincidencia que, desde los inicios del sonido amplificado, este se haya usado como arma de guerra en los contextos más variados, desde el cruel enmascaramiento del sufrimiento humano en los campos de concentración nazis, hasta la tortura de presos en Guantánamo por medio de la repetición incesante, a volúmenes intolerables, de canciones de Metallica, Barney o Eminem. 

Como toda guerra, la de los decibelios requiere una solución política, una política pública a favor de la salud auditiva y la dignificación de la escucha. La ley contra el ruido, que recién fue aprobada por el Congreso y está a la espera de sanción presidencial, es un primer paso en la dirección correcta, pues además de establecer un marco normativo para abordar las problemáticas de nuestra convivencia sonora, reconoce que se trata de un tema cultural que requiere información, diálogo y pedagogía. 

 La defensa de una cultura de la escucha y la responsabilidad acústica no es un llamado a la homogenización, tampoco al silencio forzado. Lo que busca es una reflexión ciudadana acerca de su relación con el sonido y una expansión del oído hacia nuevas modalidades de lo audible. O, ¿acaso olvidamos las maravillas acústicas que experimentamos durante la pandemia, cuando el aislamiento forzado y su silencio nos permitió escuchar por primera vez los registros sonoros más asombrosos (literalmente in-auditos), desde el canto de pájaros largamente silenciados hasta estruendos atmosféricos que muchos interpretaron como el fin del mundo? 

En nuestro estrépito diario de exostos, perifoneo, maquinaria industrial y otros dispositivos urbanos, hemos llegado a la paradójica situación de que hasta el ruido ha caído víctima del ruido. Se nos ha olvidado que existen ruidos interesantes, ruidos sutiles, ruidos reveladores e importantes. El sueño de Luigi Russolo, el pintor y futurista italiano que hace más de 100 años escribió El arte de los ruidos, era el de un mundo en donde proliferaran nuevas sonoridades y timbres. Bastaría con que Russolo visitara un café o restaurante bogotano para corroborar lo que todos los futuristas saben muy bien; hay pocos sueños que al realizarse no se conviertan en pesadillas.  

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Santiago Rey

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