Que la revolución la hacen los hombres, la hace la gente. Que la Revolución Mexicana fue para los mexicanos, para su futuro. Por eso nació la educación gratuita, por eso los trabajadores están protegidos. Por eso me fui para ese país, para conocer a fondo el milagro que logra la gente cuando se lo propone. Decepción, digo yo, Lampedusa tenía razón, todo cambia para todo seguir igual.
Que fue de las bases, me lo repiten, que no fue hecha por los privilegiados. Si estuvo Pancho Villa, si unió a Zapata con Madero, al norte con el sur. Que invadimos a los iunaited.
Todo esto para encontrar, cuando me compro un CD de música en la calle, la marca registrada del disco pirata, Made in Tepito. No es hecho en México: la Revolución parece no haber tocado todo el país. El presidente del glorioso Partido Revolucionario Institucional (PRI) es un galán de telenovela, parece un Kennedy, no un Hernández o un García. Está hecho en el país del norte. El PRI ya no es la sociedad, ¿dónde la encuentro?
Es en los límites, en lo prohibido, en lo peligroso, en el tabú que se encuentra la esencia. Es en esos lugares de demencia y de rechazo, de locos y exiliados que podemos encontrar el otro lado de espejo, el que no aparece en las postales, del que no hablan los libros de historia. La capital mexicana tiene varios de esos sitios, Tepito es uno de ellos. Por varias razones que no recuerdo terminé visitando el sector dos veces, ambas ignorando el peligro y ahora ambas mezcladas en mi memoria.
Voy en taxi, en un vocho. Pequeños Volkswagen Escarabajo verdes con blanco que desafortunadamente salieron de circulación hace poco luego de haber sido parte del paisaje urbano por mucho tiempo. El grito ¡vocho!, auténtico de Ciudad de México para hacer parar a los Escarabajos, ha sido reemplazado por el internacional taxi.
Ya van a ser las seis de la tarde. Es un día de verano, todavía falta tiempo para que llegue la noche. Pero el taxista advierte, chavo, no te quedes mas de las seis, no te adentres más de tres cuadras. Primera advertencia, las siguientes ya vendrían tarde, cuando mis amigos me digan, güerito, ¿te metiste a Tepito?, mucho chingón.
“El ‘macho’ es el gran chingón”, explica Octavio Paz, pero yo soy todo menos ese mero macho, ese hombre valiente. Lo que ven como hombría es en realidad simple ignorancia. Los miedos urbanos, los lugares por evitar en una ciudad, nacen del conocimiento, ya sea del mito o de la realidad de un sector.
Al llegar a Tepito, catalogado como uno de los barrios más peligrosos de México, soy recibido por una gran frase pintada en la pared. Es inmensa como el mensaje que transmite: La calle es de quien la trabaja.
En principio no parece nada diferente que el resto de México. Venta de películas piratas, de música, de contrabando. En realidad no es distinto que el resto de Latinoamérica. Un gran mercado. Calles cerradas, no hay casas, todas son casetas. Toldas cubiertas. Tal vez no ha anochecido pero adentrarse a una de sus calles es entrar a la oscuridad. Los techos hechos con mallas, con telas, hacen de esto un recinto cerrado, una construcción temporal que se volvió permanente. Más fuerte que los antisísmicos construidos luego del terremoto que sacudió al DF en 1985. Si se cae, se levanta rápidamente. Su resistencia no está en las vigas, los cimientos son la gente que no deja que desaparezca. Al fin y al cabo la calle es de ellos, de quienes la trabajan.
Los han tratado de invasores, así como fueron tratados los seguidores de Zapata, líder del ejército del sur durante la Revolución Mexicana hace cien años. Pero como dice el Corrido de la muerte de Emiliano Zapata,
Quedaba viva en los indios
la verdad de su palabra:
«La tierra no pertenece
más que a aquel que la trabaja»
Ya la lucha no es por la tierra, es por la calle. Ya la lucha no es rural, es urbana. Y Tepito, desde el momento en que uno entra, es expresión viva de que la Revolución Mexicana no triunfó, al menos no para todos, en nombre de quién se hizo.
Víctima de múltiples desalojos de la policía, este barrio le hace honor a la delegación a la cual pertenece: Cuauhtémoc. Fue nombrada en memoria del último defensor de México-Tenochtitlan, la gran ciudad azteca sobre la cual los españoles construyeron la capital de la Nueva España. Y así como él, en Tepito resisten.
El olor es del taco. El Mcdonald’s, el Burger King, todo aroma gringo quedó atrás, una estación de metro antes. Acá huele a México.
A pesar de ser vendedores de todo lo que el progreso trae -tecnología, ropa de marca, juegos de video- su resistencia está en traficar con ella, no en apropiársela. El olor, la comida, el lenguaje, se niegan a cambiar.
Hambre es lo que llevo, y la mejor forma de calmarla por unos pocos pesos son los tacos de canasta. Entre personas ofreciendo el último modelo de los tenis Jordan, está la señora con su canasto. Por un peso puedo comerme un taquito, eso son dos pesos menos que los que se consiguen en el Zócalo, la plaza central de la ciudad. Podría hacer la comparación con un taco de canasta de restaurante, pero no recuerdo haber visto tal en menú alguno, eso no existe, no está escrito. Es una comida, que como muchas tradiciones, mantiene su nombre y su lugar en este mundo gracias a la oralidad.
Delicioso.
Desde películas hasta sistemas de sonido. Veo lo último en juegos de video y en moda. En el centro de la mexicanidad se encuentra lo que descresta al resto del mundo. Pero no ofrecen un Playstation, más bien güey, te tengo el teichon. ¿Alguien busca Nike? Güero lleva los nai, los originales, ándale que cargas lana.
Paro a mirar la música. ¿Mande? Su cara se echa hacia delante, sus ojos me miran hacia arriba y el mande sale. Una expresión que nunca dejé de oír en todo México excepto en el Sur, en Chiapas, la zona del Ejército Zapatista. Pareciera mostrar sumisión, pero el territorio es suyo, yo no soy invasor, soy invitado, y me tendré que ir cuando los de Tepito lo decidan. Y según la policía y los medios, pueden hacerme salir en bolsas de plástico.
Hay que seguir caminando. Vine a comprar algo. Si no se consigue en Tepito no existe. Cruzo calle tras calle, pero no salgo de este gran mercado. Hay algunos cambios. Después de tres cuadras, como dijo el taxista, la cosa es distinta. Los vendedores ya no ofrecen tecnología, ya no hay ropa.
En muchos sitios empiezo a ver estatuillas de santos y de vírgenes. Cómo no, es México, abundan por todos lados. Tal vez no vírgenes de verdad; posiblemente se ven amenazadas por el poder de la Guadalupe. Al acercarme me doy cuenta de la diferencia, siempre hay un esqueleto en vez del santo. No son las catrinas que muchos han visto, esa calavera colorida que siempre alguien trae de recuerdo cuando visita el país. Esta figura es la Santa Muerte. Que no es santa pero si trae muerte. Ante ella rezan narcos, delincuentes, aunque también desposeídos, es la santa de Tepito, es la santa de los que nunca vieron los frutos de la Revolución.
Llego a la calle Jesús Carranza. Luego me enteraré que es la más peligrosa del sector. Jíjoles, ni los federales se aparecen, ¿no te chingaron? Pero mi ignorancia me protege, y tal vez la Santa Muerte también. Jesús Carranza fue el padre de Venustiano Carranza, presidente de México luego de la Revolución, traidor a la causa por la tierra, centro de lucha de Zapata.
Es una calle larga, oscura. Por primera vez siento los ojos posados sobre mi. No pertenezco. Intento mezclarme calmando mi hambre de nuevo. Hay una persona con su carrito de tacos. Ofrece a grito herido quesadillas de todo tipo, chicharrón, hongo, jalapeño, queso. Si, quesadilla de queso. Porque a pesar de su nombre no siempre lo trae, toca aclarar que se lo añadan. Me decido por una de ojo.
Ya la había probado a la salida de la UNAM, en la bien llamada Calle de la Salmonela. No fue muy rico. Afortunadamente no sufrí la llamada maldición de Moctezuma, el efecto que le da a los foráneos cuando la comida mexicana les hace daño. De todos modos, con el ánimo de mostrar que no tengo miedo, que me siento como en casa, pido el ojo. Ayuda un poco, no para mi estómago, pero las miradas ya no son tan inquisitivas.
Es hora de buscar la salida. Paro en el camino, junto a un policía compro una película pirata, el representante de la ley compra varias, pide descuento, regatea.
Afuera ya es de noche. Me monto en el metro, siguiente estación: Garibaldi. Espero calmar mi paseo con un tequila, con unos mariachis, con unos corridos Made in Mexico.
Prefiero morir de pie que vivir de rodillas. No lo cito porque no se sabe quién lo dijo. Además de estar atribuido al Che Guevara antes de morir y a Dolores Irraburi durante la Guerra Civil Española, hay al menos dos mexicanos cuya memoria reclama su autoría. Uno es Benito Juárez, presidente, y el otro Emiliano Zapata, cuyo nombre inspiró un movimiento guerrillero. No importa quién lo dijo, pero tuvo que ser un mexicano, tuvo que ser todo México. Porque luego de 200 años de historia libre es cierto que se niegan a morir, pero siempre están prestos a hacerlo. Por eso Tepito sigue vivo, siempre de pie. Si mueren será así, con los ojos de frente, con la cabeza en alto, con el cuerpo erguido, como los meros machos, como los puros chingones y siempre, siempre gritando: ¡Viva México cabrones!
*José Luis Sánchez es estudiante de la Maestría en periodismo de la Universidad de los Andes. Esta crónica se produjo para la clase Historias del periodismo.