Esto ya no es la casa colonial que alguna vez fue.
Corre el 2013 y este lugar ahora es un restaurante-bar de paredes blancas y verde aguamarina. Al fondo una tarima tímida pretende imitar una caseta de algún barrio popular de Cartagena. En letras de colores neón dice Central Antillana. Esto ya no es una calle de prostitutas y vendedores de drogas. Ahora, la Calle Media Luna, en el centro de Cartagena, es el circuito para los musicólogos, los melómanos, los rumberos snob y los turistas hipster que quieren oir lo mejor de la música caribe colombiana. El maestro Justo Valdez camina de un lado a otro en el restaurante. Debería estar cantando pero en cambio está preocupado porque no tiene plata para devolverse a su barrio.
Todo parece un error.
Justo Valdez, de 63 años, está vestido como un popstar africano en la inauguración de los Juegos Olímpicos en Zimbawe. Lleva un sombrero que bien podría ser de cocinero pero que en su cabeza parece la corona de un rey angoleño. Encima de su boca lleva un bigotico que parece dibujado por un niño. Sus párpados abultados dibujan una raya, detrás aparecen sus ojos. Pareciera que ríe todo el tiempo, pero Valdez está todo menos contento: “cancelaron la presentación de hoy porque no hay suficientes clientes”.
Desde hace unos meses Son Palenque, el grupo fundado y liderado por el cantante Justo Valdez, tiene un contrato fijo para tocar en el restaurante Central Antillana. Hoy es miércoles, la Semana Santa acaba de pasar y esta ciudad, que vive principalmente del turismo, parece un pueblo fantasma.
En el restaurante hay unas tres mesas ocupadas. El maestro Valdez discute con su grupo y con los administradores. Freddy Lorduy, el DJ del lugar, dice que ésta es la primera vez que algo así sucede. Dice que generalmente esto se llena. Los ánimos del grupo se empiezan a calentar. Tomás Valdez, hermano de Justo y percusionista de la banda, parece estar a punto de explotar. Reclaman que les deben plata. Que ellos, como Justo, no tienen en qué devolverse con los tambores y las maracas.
Todo parece un error, pero Justo Valdez trata de tranquilizar a todos.
Una de las tres mesas pide la cuenta.
–Lo que pasa –dice Justo– es que había una reserva grande y la cancelaron.
Fredy Lorduy dice que este tipo de cosas no deberían pasar: “Colombia no le ha dado el reconocimiento suficiente a Justo Valdez”.
–Yo soy de una dinastía musical de San Basilio de Palenque, –dice Justo– el primer tamborero de bullerengue que hubo en ese pueblo era un señor que se llamaba Desiderio Valdéz, un hermano de mi abuelo. Mi tío José Valdez, el popular Simancongo, fue director del Sexteto Tabalá. Mi papá, Cecilio Valdez Simanca, el popular Ataole, uno de los percusionistas más importantes del país. Desde que mis hermanos y yo abrimos el ojo nos empezó a enseñar la música. Bendición de Dios.
El tambor que hoy Son Palenque debía tocar para que todos los clientes de la Central Antillana bailaran fue durante mucho tiempo un portador de malas noticias. San Basilio de Palenque, primer pueblo libre de América, patrimonio inmaterial de la humanidad, “un pedazo de África en Colombia”, existe gracias a este instrumento de palo y cuero que llegó con los esclavos en los barcos negreros en las épocas de la conquista. El fundador de Palenque, el esclavo y guerrero Benkos Biohó, rodeó su pueblo de centinelas armados de tambores que avisaban la llegada de los españoles. El bum, bum, bum que hoy mueve caderas antes era una razón para temer lo peor.
El tambor en Palenque significa la vida, dice Valdez.
–De niño conocí el tambor pechiche. Es un tambor de 1,65 centímetros. Se ejecuta tirado en el suelo.
El pechiche es una pieza clave del lumbalú, una ceremonia fúnebre de Palenque. Ese tambor se utiliza para avisar a los pueblos cercanos a Palenque (como Malagana, María la Baja y San Pablo, donde muchos palenqueros tienen familia) que alguien en Palenque está grave de salud.
–Tin-tin-tin, hacía sonar el tambolero, y la gente sabía que en Palenque había gravedad. Si el toque cambiaba, tin-tin-tin-tin, era que alguien había muerto.
Entrar a Palenque es salir por unos instantes de Colombia. En Palenque se habla palenquero, una lengua que tiene raíces en las lenguas bantúes que hoy se hablan en países como el Congo, Zambia, Angola y Mozambique. Los palenqueros son negros, negros y grandes y fuertes y con una fisionomía que hace honor a sus antepasados guerreros. Ese fue el regalo que el tambor le dio a Palenque: seguir siendo un lugar aislado del resto del país. Palenque hoy tiene su propio sistema de educación bilingüe y su propia red de seguridad autónoma. El director de esa red, llamada la Guardia Cimarrona, asegura que su nombre, Segundo Caceres, no es suyo. Que su nombre es africano. Que aunque no sabe cuál es, pero espera que algún día se lo devuelvan para poderse quitar de encima el que la iglesia Católica le impuso.
Ese es el pueblo con que Justo Valdez carga encima. Él es heredero del tambor, de la vida y la muerte, de la alegría y el llanto. Con Son Palenque, Justo logró sacar el tambor de las faldas de los Montes de María y a finales de los años ochenta, y principios de los noventa, Justo fue una de las piedras angulares de la champeta, un género musical que se terminó tomando las fiestas del país. Con Son Palenque ha viajado a Francia, Bélgica, Marruecos, Suecia, Holanda, Dinamarca y Chile.
Y sin embargo acá está, pensando cómo demonios hará para llegar a su casa luego de que le confirman que hoy definitivamente no hay concierto.
Todo parece un error.
***
Justo Valdez prefiere no dar la dirección de su casa en el barrio Pablo Sexto II. En cambio, dice que lo mejor es llegar al destruido mercado Santa Rita, ahí él estará esperando para guiar el taxi por las calles empinadas de un barrio que describe como marginado, «donde cosas malas pasan todos los días». Justo es dos mundos al mismo tiempo. Vivió su vida entre la paz de Palenque y la violencia de los barrios populares de Cartagena. Una temporada vivía en su pueblo trabajando en el campo, otra en algún barrio de invasión de la ciudad. Fue en uno de esos hogares de paso, estando joven, donde se concretó su primer matrimonio.
–Llegué a mi casa y mi tía me dijo: ahí en el cuarto te tengo un regalo. Como estábamos en mes de diciembre pensé que mi tía me había regalado unos zapatos, una ropita, un regalo bueno. Me dice mi tía, entra al cuarto que ahí está. Prende el bombillo. Cuando le di al switch, pá, encontré mi regalo ahí sobre un petate. Cuando lo vi dije, uy, esto qué hace aquí.
Sobre el petate estaba una mujer. Enrique Tejedor, corista de Son Palenque y amigo de Justo desde la infancia, asegura que Valdez era algo petulante. Además de eso, y esto lo reconoce él mismo, era un mujeriego. Una de las varias novias que tenía era la que estaba en el petate. Ella le dijo que se había corrido el rumor de que él la había perjudicado.
Que no se encartaran con un compromiso, le respondió Justo, que ambos eran jóvenes y no tenían trabajo.
Pero la mujer insistió. Sus padres habían venido desde Palenque a exigir el matrimonio. Con ella tuvo su primer hijo de un total de dieciocho. Dos murieron por problemas respiratorios. Ser padre de dieciocho lo obligó a trabajar desde joven cuando la música no se le atravesaba aún en el camino. Trabajó vendiendo gafas en las playas de Bocagrande y haciendo mantenimiento en el Colegio La Salle, donde también trabajaba su papá. Una mañana Justo y sus amigos Enrique Tejedor y Luciano Torres amanecieron en una fiesta en el barrio San Francisco de Cartagena.
–Yo les dije que nos fuéramos a quitar el guayabo de encima en la playa.– dice Luciano, un moreno alto y de ojos vidriosos.
Pasaron una mañana resacosa en las playas de Marbella. En un momento Justo salía del mar y empezó a cantar un estribillo que se le vino a la cabeza: Jele Jele, para gozar, Jele Jele, para bailar, Jele Jele, para gozar, Jele Jele, para bailar.
–Dijeron los amigos, ñerda, Justo canta bien. Enrique cogió una lata que había en el suelo y se puso a tocar, Luciano dando palmas, todo el mundo empezó a bailar.
La parranda de Marbella los impulsó a armar una orquesta. Reclutaron otros músicos y un grupo de bailarines. Todos eran empíricos, si es que tener a gente como Ataole de profesor califica en esa categoría. El mismo Justo ha sido maestro de muchos músicos que han tenido su propia carrera. Músicos como Charles King, uno de los champeteros que más éxito ha tenido. También fue maestro de Rafael “Nacho” Chávez, cantante y director del grupo Kusima.
–Con ese sí luché, fue como un niño. Él me decía: maestro, cómo hacemos, yo quiero que usted me enseñe a cantar. Le dije, bueno, empecemos con un tema folclórico.
Nacho le dijo que se sabía El Lobo, de la difunta Irene Martinez. Y entonces cantó: “esta es la canción, la última película…”. La versión que hace Valdez de ese primer intento de Nacho de cantar suena como un anémico vendiendo frutas a través de un megáfono desbarajustado.
–Nacho, le dije. Así no es. Tienes que hacer como si imitaras a la vieja Irene. Di táta. Repite: táta. Es como si hicieras mofa de alguien. Mira lo diferente que es Táta a TÁAAAtaaaa. Él me entendió.
Él, asegura Justo, sí lo entendió.
Valdez entonces cantó su versión de El Lobo: “EEEEeeeee, EEEEEeeee. Esta es la canciOOOoooón, la última películaaaa”. Su voz ocupa todas las esquinas, como un grito de guerra, como el rugido de un animal antiguo.
Un año después de la parranda en Marbella, en 1979, Son Palenque estaba listo para su debut. Su primer concierto fue en el Colegio Rafael Núñez. No ganaron nada. La idea, dice Justo, era hacerse conocer. Tocaron para un público de estudiantes que bailaron felices, recuerda. Y eso, para el momento, parecía suficiente.
–Cuando salimos nos encontramos con una tarima en la que estaban esperando a Silvio Brito, el cantante vallenato –recuerda Justo– Yo les dije a los muchachos, nos quedamos acá a ver qué pasa.
Varios grupos tocaron ante un publico hambriento de baile. Entonces hubo silencio. Silvio Brito, el acto principal de ese concierto, no había llegado. Justo vio la oportunidad y le habló al presentador del evento:
–Le dije, mi hermano, nosotros tenemos un grupo que se llama Son Palenque. Si quiere le cantamos una canción.
El presentador se negó. Les dijo que quiénes eran ellos.
–Mi hermano, –dijo Justo– la gente está fría. En ese momento llegaron los estudiantes del Rafael Núñez, los únicos que los conocían en el mundo, y empezaron a gritar que querían ver a Son Palenque.
En un momento de angustia el presentador les dijo que bueno, que se subieran. Apenas habían pasado unos minutos desde su primer concierto, era la primera vez que tocaban para un público real, la primera vez que cantaban con un micrófono.
Con la voz de un niño que acaba de hacer trampa en un examen, Justo le preguntó a sus músicos si estaban listos. El presentador dijo que venía un grupo que acababa de nacer. Dijo, sin mencionar el nombre, acá vienen con esto que dice así. Justo agarró por primera vez un micrófono y cantó Dame un trago. Su voz amplificada se oyó: “Cuando llegue el once de noviembre yo no quiero que se acabe. Me voy con mi botellita para la casa de mi compadre”. El bum, bum, bum de la tambora reventó en los parlantes. El coro repitiendo: dame un trago, y Justo respondiendo, Catalina, dame una trago, Cuco Valoy, Dame un trago, Los Zuleta, dame un trago, Simancongo, dame un trago.
Mientras recrea el momento sus ojos se esconden detrás de sus párpados gruesos y el bigotico delgado que corona su boca se arquea en una sonrisa. El animador se tiró a abrazarlo. Le preguntó dónde habían estado escondidos. Justo dijo que en Palenque, que eran de Palenque. Silvio Brito aún no estaba listo. Les dieron la orden de seguir. La siguiente canción fue Majaná, y Justo la cantó toda en palenquero.
–El tipo quedó azul. Una mujer preguntó que si éramos africanos y dijimos, no, nosotros somos de Palenque, descendientes africanos.
Dentro del público estaba Argelios Pérez, de la disquera CBS. Les preguntó si habían grabado. Justo, con la seguridad que medio día de carrera le puede dar a una persona, le dijo que no, pero que querían hacerlo. Pérez les dio una dirección. Les dijo, Dame un trago va a ser un éxito.
***
Justo Valdez está de civil. En algún lugar de su casa se esconden sus atuendos de estrella del folclor. De día, Justo Valdez viste jeans, un par de tenis y una cachucha. Bendición de Dios, dice, acá estamos. Acá es su casa, donde vive con su esposa Eva, su hija de siete años y una sobrina. La casa es de su mamá, que sufre de problemas mentales. Hoy la madre de Justo vive en un asilo, algo que atormenta a Valdez. Dice que no es su culpa que esté en ese lugar, que muchas personas de plata tienen familiares allá.
–La gente de los barrios marginados son los que chillan que por qué la tengo allá. Yo no tengo como cuidarla. Y ella no se va a componer.
La casa tiene un cuarto, detrás hay un patio y en la sala hay un sofá, una mesa de comedor y dos neveras de las cuales una ya no lo es: ahora funciona como archivo para los papeles y los discos de Justo. Bendición de Dios, dice, espero terminar de construir la casa pronto.
Cuando se le pregunta si cree que las entidades culturales, las emisoras y las disqueras le han dado lo que se merece, Justo responde, con timidez, que no. Eva, en cambio, vocifera: “ni lo que se merece ni lo que no se merece tampoco”.
Aquel primer LP que Son Palenque grabó con CBS empezó a sonar en todos lados. Dame un trago, en efecto, fue un éxito. También lo fue la canción Sapo. El Joe Arroyo fue una de las personas que expresó su admiración por el trabajo de Justo.
–Le gustó tanto la canción Tumanyé que me pidió la orden para poderla grabar. En el 93 fue el éxito del LP que grabó el Joe. Bendición de Dios, tuve un reconocimiento económico por eso. Cada tres o cinco meses llegaba plata de regalías.
El tercer tema, y con el que debían confirmarse como estrellas del folclor, fue Arepa asá. Pero entonces algo inesperado ocurrió: en las radios empezó a sonar Coroncoro, un bullerengue de la también palenquera Emilia Herrera.
–El Coroncoro se comió la Arepa. Le dieron más publicidad siendo mi canción más comercial. La Arepa es un temazo. El Coroncoro es muy bueno, pero la Arepa servía para cualquier momento del año.
La razón para que le dieran más publicidad a Coroncoro no fue gratuita.
–Yo cometí un error, por ignorante.
En la canción Justo incluyó un saludo, una costumbre heredada del Vallenato que ha generado toda clase de controversias.
–Yo debí haber dicho: un saludo para todos los locutores de Coloooombia.
Pero no fue así. Justo saludó a unos cinco locutores que conocía.
–Wilfrido Figueroa era el gerente y director de Olímpica Estéreo de Cartagena, la emisora más oída de la región. Cuando él se dio cuenta que yo mentaba otros locutores, y no a él, se lo tomó personal y dijo que no iba a pasar la canción. Que no iba a dejar que se pegara.
Otra polémica costumbre en la radio de Colombia es la payola: las casas disqueras pagan para que una emisora pase una canción las veces que sea necesario para volverla un éxito. Eso, asegura Justo, no fue suficiente para que Wilfrido Figueroa perdonara la ofensa.
–Él se comió la plata que le pagó CBS. La gente de CBS pensó que nosotros no teníamos futuro. Que si no habíamos pegado con la Arepa asá no íbamos a pegar con nada. Y no volvimos a grabar en muchos años.
***
Hoy en palenque se gradúan unas cuatrocientas personas de primaria. El graduando más joven debe tener treinta, pero la mayoría ha superado los cincuenta años. La Fundación Transformemos, dedicada a acabar con el analfabetismo en Colombia, es la responsable de esta ceremonia. Han pasado dos días desde la vez que se tuvieron que ir con las manos vacías de La Central Antillana y hoy esperan sacarse la espina.
En una pantalla gigante aparece una grabación en la que la primera Dama de Colombia saluda en palenquero a los asistentes y los felicita por su grado. Los estudiantes que hoy recibirán su diploma aprendieron a leer y escribir en español y en palenquero. Para muchos, el esfuerzo significó la oportunidad de firmar por primera vez su nombre en un papel. El mismo Justo es beneficiario de Transformemos.
–Yo aprendí a leer y a escribir cuando viejo. Durante mucho tiempo no pude escribir mis canciones, me tocaba dictarlas a algún amigo. Algún tiempo después me conseguí una grabadora.
Hoy es una suerte de estrella en Transformemmos y es el invitado de honor de la ceremonia.
Por los parlantes de la Casa de la Cultura de Palenque empieza a sonar el himno de Colombia y todos lo cantan con solemnidad. Sigue el himno del departamento de Bolívar y el entusiasmo es mucho menor. El tercer himno es el de Palenque, compuesto en español y palenquero por Justo Valdéz. En esta ocasión él mismo lo interpreta en vivo. La solemnidad se vuelve pregón: las manos en el aire hacen pensar en un acto religioso. El público lo sigue mientras la tambora marca un bum, bum, bum lento. Es el único himno de la jornada que se gana aplausos.
Justo se retira. Su presentación principal es la encargada de cerrar el evento. Entonces anuncian que hay dos graduados de honor que quieren decir unas palabras. Se trata de Rafael Cassiani Cassiani y José “Paíto” Valdez Teherán. Ambos son parte del Sexteto Tabalá, una orquesta que durante décadas ha sido la preferida de los palenqueros. Luego de que Cassiani y Paíto dicen lo mismo que todos, que están orgullosos de poder escribir, agradecen a los directivos de Transformemos, el presentador anuncia que van a tocar unas canciones. Cuando lo hacen, lo que quedaba de solemne de la ceremonia desaparece. Todo el mundo baila, mujeres de sesenta meneando la cadera, hombres batiendo palmas con los ojos cerrados.
La música del Sexteto no es la misma que la de Son Palenque. Es, sin duda, más movida y tiene raíces en la música cubana. El Sexteto se hizo en Palenque y poco ha salido de allá. No es un sonido universal. Es palenque en cada estrofa.
Luego de una nueva tanda de discursos protocolarios llega el turno para Son Palenque. Todos se cuadran detrás de sus tambores. Justo, vestido para matar, agarra el micrófono. Las percusiones revientan y Valdez canta con su voz de león rebelde.
Pero nadie se mueve de su silla.
Paíto, primo hermano de Valdez, asegura que admira a Son Palenque y a Justo. Que no entiende porque la gente no se para a bailar. En el recinto se empieza a oír un rumor de voces por encima de la música. Cuando se presiona a Paíto a dar una respuesta lo hace entre orgulloso y avergonzado: “es que los reyes de Palenque son los del Sexteto Tabalá”. En el recinto empiezan a repartir pasabocas y ya son pocos los que están concentrados en la presentación de Justo. Finalmente, en medio de una canción, de los parlantes empieza a tronar una interferencia y la voz de Justo se pierde. Gustavo baja las maracas mientras le lanza una mirada inquisidora al encargado del sonido.
La presentación termina como un golpe en el pecho. Gustavo habla de sabotaje. Dice que está seguro de que el encargado del sonido les bajó el volumen y asegura que no es la primera vez que les sucede en Palenque. Justo dice que no, que lo que pasó es que se recalentó la planta eléctrica. Que no es culpa de nadie. Luego del amague de presentación de Son Palenque la esposa del Gobernador del Bolívar pide dar unas palabras. Se dirige al centro de la tarima y empieza a dar gritos. El conductor la interrumpe y le entrega un micrófono. “No se preocupe”, le dice el conductor, “cuando alguien importante va a hablar el micrófono se arregla”.
***
Luego del desastre de la Arepa Asá, la promesa del folclor colombiano que era Valdez ahora era otra cosa. En los ochenta Justo era un vendedor de gafas más en las playas de Cartagena. En esta ciudad más 330 mil personas sobreviven con menos de dos dólares diarios. Del total de cartageneros, se calcula que dos tercios de la población vive en la informalidad. Viven en barrios como Pasacaballos, el Olaya y San Francisco; lugares con niveles de pobreza equiparables a los de África, barrios donde las pandillas y las peleas son cosas de todos los días, barrios de gente pobre y de gente desplazada por la violencia, barrios de negros, hijos de aquellos esclavos que trajeron secuestrados de África.
Fue en esos barrios en donde aparecieron los picós: equipos de sonido que parecen monstruos. Robots de una película de ciencia ficción haitiana. Los picós son máquinas de sonido gigantescas, decoradas con colores brillantes y con nombres como El sabor estéreo, El Waldy Trudy, El tiraflecha, El propio brujo. Su nombre viene del inglés pick up, y son hijos de los soundsystems de Jamaica. Discotecas ambulantes, los llaman. Durante los ochenta y los noventa estos mutantes de parlantes de más de diez metros empezaron a tocar la música que había llegado en los barcos desde África: el soukous del Congo, el Highlife de Ghana. En los barrios marginados de Cartagena esa música llegó como un viejo recuerdo y las fiestas de picó fueron su medio de difusión. Y de todos los picós de Cartagena, no hubo uno más grande que el Picó de Rey Rocha. Fue en ese picó donde Justo renació como estrella de la champeta.
Los músicos cartageneros empezaron a grabar sus propias versiones de la música africana, al principio tratando de imitar lo que decían los músicos africanos en sus lenguas, y después componiendo en español. Así nació la Terapia Criolla, el primer género moderno de Colombia y según muchos, el primero en grabar esa música fue Justo Valdez.
A través del Picó de Rey Rocha, Justo había encontrado una nueva forma de hacer música. La primera terapia que grabó se llamó El rey soy yo.
Son Palenque se reinventó. El grupo de tambores ya no lo era. Se armaron de bajo, batería y la guitarra de Álvaro Cuellar, según expertos el primero en traducir las melodías africanas a la terapia cartagenera. En 1984 se celebró el primer Festicaribe, un evento que pretendía darle valor a la música moderna del caribe. Son Palenque participó en ese festival, que desapareció en 1993. Como interpretes de Terapia viajaron a San Andrés al festival Luna Verde. En 1986, bajo el sello de Felito Records, Son Palenque grabó el LP Afric Erotic. Hoy Justo guarda un par de copias en esa nevera de su casa que funciona como archivo.
Pero entonces la música cambió. Ya no era terapia, sino champeta, un nombre que hacía referencia a los champetuos: tipos rudos que habían asumido el atuendo del hip-hop gringo. Tipos jóvenes de barrios donde lo único que supera a la violencia es el hambre. Tipos que cargaban con ellos un cuchillo corto que se llamaba champeta. Al final de los noventa, esa música que había nacido como una expresión de los barrios marginados se había convertido en una forma de marginarlos más. En 1999, en vísperas del Carnaval de Barranquilla, el alcalde de Malambo prohibió la champeta en las fiestas del pueblo. La noticia quedó registrada en un editorial escrito por el periodista Erinque Santos en el que celebra la decisión del alcalde.
Justo poco o nada habla de su pasado como champetero. Dice que la champeta es lo más bello que tiene Cartagena, que la gente lo baila bonito, que está agradecido. Pero después remata diciendo que él es “netamente folclorista”. Dice que dejó de hacer champeta porque el género lo dejó atrás, que cambió, que se lo comió el reggeaton. La terapia criolla era una música de tambores. Y hasta hace algunos años, la champeta había emprendido un viaje en dirección contraria a esos instrumentos.
Por esos días conoció a Eva. “Ella –dice Justo– se llama Eva. Yo soy Adán”. Eva trabajaba como empleada de servicio en una casa de Bocagrande.
–Y entonces lo vi. Un negro maluco. Yo no sabía que era músico. Me empezó a hablar y lo que me enamoró es que nunca me prometió nada.
Justo no tenía nada para prometer. Valdez vive agradecido de sus años como rey picotero, pero lo cierto es que esos años, además de un poco de fama, no le dejaron un solo peso. La champeta, y su modo de distribución, en aquella época, estaba basada en la pirateria. En la copia y en el sampleo de discos comprados en los mercados. Con la champeta Justo pudo seguir haciendo música pero no pudo salir de las playas de Bocagrande en las que vendía gafas bajo el sol.
Fue por esos días, algún día de rebusque, que oyó a alguien tocando el tambor. Se acercó y le dijo al que tocaba que eso le sonaba bonito.
–El tipo me preguntó que si yo sabía de música. Y yo le respondí que sí, que yo era Justo Valdez.
El del tambor era Lucas Silva, un antropólogo convertido en productor musical que no podía creer que el vendedor de gafas que tenía en frente era Valdez. Le preguntó que qué hacía vendiendo gafas y Justo le respondió que él tenía fama pero no dinero. Lucas decidió convertirse en el productor de Son Palenque. Él les grabó su último trabajo y fue él quien entendió que su música no se podía quedar únicamente en las verbenas. En el 2004 murió Paulino Salgado, el tercero de una dinastía de tamboleros de Palenque bautizados como Batatas en honor a aquellos encargados de tocar el pechiche en los Lumbalús. Silva encaramó a Justo en un avión con destino a Francia donde harían un concierto en honor a Salgado. Un tiempo después, todo Son Palenque volvió a Europa y a Marruecos a tocar, a dar entrevistas en emisoras.
–Allá la gente nos recibió muy bien– recuerda Enrique Tejedor– Nos respetaban. Hasta nos pedían permiso para tomarse fotos con nosotros.
–Y en los camerinos– recuerda Gustavo Álvarez– nos ponían una ponchera con frutas, con quesos, galletas…
–Hasta ron– interrumpe Cecilio Torres, que toca las cañas africanas en Son Palenque.
–Nos recogían en van.
–El público– remata Justo– nos recibió con mucho cariño.
Luego de casi treinta años de carrera, Son Palenque parecía estar recibiendo el reconocimiento por el que habían trabajado. Todo parecía un error: después de años de aferrarse al tambor, de convertirse en los padres de la champeta, de recorrer todas las posibilidades de la música negra del caribe colombiano, fue en Europa donde por fin la gente entendió su trabajo.
–Lucas es mi amigo, mi representante. Le pido a Dios que mire donde pisa siempre Lucas. Él es mi hermano.
Luego de todos los problemas, de los días bajo el sol en Bocagrande, fue un antropólogo el que logró sacar a Justo del olvido.
***
La casa colonial que ya no lo es está a reventar. Es sábado y Son Palenque, por contrato, debe tocar de nuevo. Hoy también cancelaron otra reserva pero es claro que no importa. Justo se pavonea por el lugar atestado de turistas argentinos, americanos y chilenos. Diana Uribe, administradora de la Central Antillana, dice que la reserva era de Gabriel García Márquez.
–Le dijeron que esto los sábados se llena y que hay mucho ruido y prefirió no venir.
Enrique, que para disgusto de Justo llegó tomado, dice que ellos tocaron un par de veces para García Márquez. Diana Uribe confirma que él venía especialmente a verlos a ellos. Valdez parece tranquilo, el evento del día anterior en Palenque se lo borró de la cabeza. Enrique pide una limonada y Justo le dice que mejor, que eso le ayuda con la pea. Justo Valdez no se toma un trago. Tuvo una borrachera en la que sintió que la sangre le hervía y prefirió no hacerlo más.
Parece una aparición. Un heredero de un mundo viejo. El tambor es la vida y la muerte de Justo. Hoy, por fin, Justo Valdez vive de la música. El resto de la banda no corre con la misma suerte: Enrique y Luciano trabajan como albañiles, Cecilio vende gafas y Gustavo se las rebusca como profesor. Pero eso parece no molestarlos.
–Nosotros somos familia– asegura Luciano–, si nos entra un peso, ese peso se divide por igual.
Hoy, además de los tambores, Son Palenque volvió a tocar con una guitarra y un bajo. Ludwig Watts, guitarrista, asegura que para él es un honor estar con Justo.
–Él siempre ha sido el mismo. Es como una semilla de mango. No importa que pase, después de que la siembras siempre será un mango.
Justo Valdez se sube al escenario y sin saludar da la orden de empezar a tocar. “Llevo tres días que no como, cuatro que no bebo agua aeeee”. Canta con la tristeza de mil días. La gente empieza a bailar con timidez. Justo se mueve entre lo terrible y la alegría, entre el hambre y la gloria.
Quién es Valdez, el tipo que canta cada nota con el alma en carne viva. Hijo de Palenque, de Benkos Biohó y de la discriminación y el racismo de Cartagena. “Macaco mata el toro”, canta Justo. La gente baila con torpeza de turista.
–Si te das cuenta– dice Watts– la gente que viene a este lugar es extranjera. Muchos dicen que se morirían por tener cerca a Justo. En cambio, le preguntas a personas de acá de Cartagena por Son Palenque y ni siquiera saben quién es Justo Valdez.
Quién es Justo Valdez, el tipo que logra dirigir a su orquesta sólo con mover su cuerpo.
–Si camina hacia adelante–dice Gustavo– le metemos más sabor. Si camina hacia atrás, le bajamos.
Hijo del tambor, del golpe sobre el cuero que produce algo hermoso. Un hombre un martes y una estrella un sábado. Justo Valdez, un maestro que no sabe del todo lo que se merece.
–Bendición de Dios, soy feliz.
Es feliz, dice. Bendición de Dios. Como si no entendiera quién es él. Como si no supiera que es Etelvina Maldonado y Batata y Ataole y todos los héroes anónimos del folclor. Como si no supiera que él es un joven de algún barrio de Cartagena que se debate entre vender chicles en las playas o armarse de un cuchillo para sobrevivir.
Tal vez el mundo no lo preparó para reclamar lo que se merece. Tal vez aprender a leer y escribir después de los cincuenta tenga su precio. Tal vez tener el folclor incrustado en el pecho no sea suficiente. La maldición de Justo y su Son Palenque es que son una multitud de cosas en una sola. Para Cartagena son demasiado palenqueros. Para Palenque son demasiado cartageneros y para Colombia son demasiado africanos.
La casa colonial que ya no lo es vibra. Justo da un paso hacia adelante y los tambores enloquecen. Tomás Valdez revienta el cuero de su tambor, Gustavo Álvarez mueve las maracas como un embrujo y Luciano y Enrique cantan como si alertaran a una manada de leones que la presa está cerca. Y Justo canta: su voz como el crujir de una piragua en el río. Es feliz, bendición de Dios. En el centro de la pista una chilena bañada en sudor se retuerce en un intento por bailar champeta.
Bogotá, mayo de 2013