El pasado 27 de junio se estrenó la tercera temporada de El juego del calamar, la serie surcoreana de Netflix que, desde su debut en 2021, se consolidó como un fenómeno global sin precedentes.
Aún hoy, su primera entrega sigue siendo la más vista en la historia de la plataforma con más de 265,000,000 de visualizaciones. La serie nació como una apuesta modesta dentro de la estrategia de la compañía para fortalecer los contenidos de producción “local” y se convirtió en uno de sus títulos más rentables internacionalmente. Su presupuesto inicial fue de apenas 21,4 millones de dólares, una cifra baja si se compara con otros lanzamientos del mismo como Bridgerton (60 millones), estrenada en diciembre de 2020, o la segunda temporada de The Witcher (176 millones), hoy la empresa estima que su valor supera los 900 millones de dólares.
El juego del calamar, narra la historia de un concurso realizado de manera secreta en Corea del Sur. Allí, 456 participantes deben cumplir una serie de pruebas para poder ganar una significativa cifra de dinero (correspondiente a unos 135 mil millones de pesos colombianos). Las pruebas están inspiradas en juegos infantiles coreanos y para ganar se deben superar 6 desafíos diferentes. Los concursantes son, en su mayoría, personas con problemas financieros, con altas deudas y excluidos del sistema económico. El gran problema del juego es que perder una prueba, significa perder la vida. Cada desafío tiene el potencial de ser mortal para sus participantes y el ganador sólo puede coronarse como tal si ha presenciado ya la muerte de todos los otros participantes, en ocasiones por su propia mano. A este perverso panorama se suma que el concurso es financiado por un grupo internacional de multimillonarios, conocidos sólo como “los VIPs”, que disfrutan y apuestan en los juegos como si se tratara de un reality macabro hecho para su entretenimiento.
En esta primera temporada, El juego del calamar supo conectar con el espíritu de la época, marcado por la asfixia económica, la incertidumbre y el desgaste postpandémico. Fue la serie perfecta para un mundo endeudado y desilusionado. Sus personajes, agobiados por el sistema, ofrecían un espejo catártico del malestar colectivo. La empatía hacia los concursantes, combinada con una propuesta visual que contrastaba la inocencia de los juegos infantiles con la violencia más cruda, hizo que la serie consiguiera lo que pocas consiguen: trascender la pantalla y convertirse en un fenómeno cultural. Se convirtió, casi de inmediato, en un éxito arrasador con el público y buena parte de la crítica. Ganó 6 de sus 14 nominaciones en los Emmys e hizo historia al convertirse en el primer título de habla no inglesa en ser nominado a mejor drama. Por otro lado, el trasfondo siniestro del juego, operaba como una metáfora del capitalismo contemporáneo, donde la vida humana parece tener valor sólo como espectáculo. Así, la serie se instaló con fuerza en la conversación global, no solo como entretenimiento masivo, sino como una crítica feroz a la desigualdad estructural y a las lógicas perversas del sistema económico.
El programa generó ganancias astronómicas a la plataforma, no sólo a través de nuevos suscriptores, sino también en su cotización en bolsa. Además, las ventas del merchandising se dispararon cuando la sudadera verde de los concursantes y el overol rosa de los soldados se volvieron parte del imaginario popular. Incluso Vans, la empresa de zapatos, reportó que los sneakers blancos que usan los jugadores aumentaron sus ventas en un 7.800% luego de la primera temporada. Netflix llegó incluso a diseñar un reality inspirado en la serie donde los concursantes participaban por grandes premios en dinero, es decir, creó un concurso que copiaba la siniestra metáfora de la serie, por supuesto, sin las consecuencias mortales del material original. Todo este éxito trajo consigo una profunda contradicción, difícil de ignorar, lo que era una sátira del capitalismo se convirtió en un producto más del mismo y la carga simbólica de su vestuario y su imaginería se volvió disfraz, meme, souvenir y, por supuesto, mercancía. Netflix es, después de todo, una empresa y capitalizar su éxito era esperable, pero la mirada crítica de la serie hace que el proceso esté marcado por una tensión evidente entre sus intenciones y el resultado final.
Luz roja, luz verde
Hoy, cuatro años después, El juego del calamar sigue vivo y dando de qué hablar. Frente a todo el éxito y, a pesar de las tensiones, las secuelas eran inevitables. Luego de algunas reservas por parte de su creador Hwang Dong-hyuk, que había manifestado previamente no querer continuar con el proyecto, pudo más el músculo financiero de Netflix y se anunciaron dos temporadas adicionales, que eran realmente una sola entrega en dos partes. En este punto, retomar la serie implicaba un gran reto narrativo, ya que se debía renovar la historia y, a la vez, mantener la estructura del juego sin ser repetitivos. La segunda temporada, estrenada en 2024, apostó por romper el esquema trayendo nuevos personajes y una rebelión entre los concursantes. Figuras como un rapero e influencer, un estafador de clase alta, una madre con su hijo o una mujer embarazada buscaron aportar matices emocionales y nuevas críticas al sistema, pero terminaron siendo retratos planos, casi caricaturescos. Por su parte, la sublevación, que por momentos transformó la serie en un drama bélico, prometía algo más, pero se desinfló rápidamente. Una vez sofocado el levantamiento, todo volvió a la “normalidad”. Fue un intento por innovar que, más allá de un cliffhanger de final de temporada, terminó sin consecuencias reales dentro del relato.
Para esta tercera entrega, los creadores volvieron a su idea original y el juego vuelve a ser el centro de todo. Aunque ya no cuenta con el factor sorpresa, logra mantenerse entretenida gracias a una mezcla efectiva de acción, dilemas morales y un diseño de producción impactante. Desafortunadamente, algunas subtramas, como la del detective en busca de la isla, resultan innecesarias y parece que no llevan a nada. Sin embargo, otros momentos destacan con fuerza y recuerdan por qué la serie ha sido tan exitosa. Secuencias como la del juego de las escondidas o el desafío final recuperan, al menos en parte, la tensión ética, la carga emocional y el diseño de producción siniestro que hicieron atractiva la primera temporada.
El dilema del calamar
Uno de los elementos más impactantes de esta nueva temporada es que, si en su primera entrega, la serie cuestiona al capitalismo y el sistema financiero, ahora dirige su crítica hacia otra gran institución occidental: la democracia. En esta versión del juego, los participantes deben votar cada día si continúan o no. La decisión es democrática, pero el resultado es siempre el mismo: eligen seguir jugando, eligen la barbarie. En uno de los momentos más brillantes y perturbadores de la temporada, un grupo de jugadores debe decidir por votación a quién asesinar. Cada uno intenta justificar la eliminación de un concursante indefenso con argumentos absurdos, revestidos de cierta lógica “democrática”. “Eliminar al No. XXX* hará que tanto el juego, como el proceso de votación sean más justos para todos en el futuro”, dice uno de los concursantes con una inquietante naturalidad. El resultado es un gran acierto narrativo, ya que crea tensiones y momentos dramáticos, al tiempo que cuestiona cómo en nuestras sociedades, a veces los discursos más racionales, pueden esconder decisiones profundamente crueles. En este universo, la voluntad de la mayoría resulta más aterradora que cualquier prueba, lo que resuena con inquietante familiaridad para el momento histórico.
En conclusión, con esta tercera temporada, la serie sigue siendo entretenida, aunque ya no tenga el mismo efecto sorpresa ni la fuerza disruptiva de la primera entrega. Algo ha perdido en el camino, diluido entre las cifras y las decisiones corporativas. Tal vez ha cambiado y ha entrado en una etapa más consciente de su propia condición de mercancía global. Aunque ya no incomoda como en sus inicios, aún logra mover fibras y hacer preguntas valiosas. Su mayor dilema, finalmente, no está dentro del juego, sino fuera de él: ¿puede un producto cultural nacido dentro del sistema realmente criticarlo sin ser absorbido? Con el anuncio de un universo expandido y una versión estadounidense del juego prácticamente confirmada, la respuesta parece cada vez más clara: el capitalismo, una vez más, ha logrado convertir lo subversivo en mercancía y la rebeldía en una marca. La serie parece ahora atrapada en la misma cancha que denuncia, avanzando a duras penas entre reglas impuestas y márgenes estrechos. Tal vez no ha perdido del todo, seguramente seguirá cosechando éxitos, pero dentro del sistema la victoria auténtica rara vez es posible. El campo ya está trazado por quienes dictan las reglas y, a veces, como en el juego del calamar, sólo queda sobrevivir un turno más con la esperanza de que algo cambie.
* Evitamos el número para no hacer spoiler.