Cuando recuerdo a mi abuelo periodista, pienso en muchos de sus objetos. Pienso en una época en la que el oficio periodístico estaba atado a un montón de máquinas. Imagino cuando mi abuelo, José Salgar, entró muy joven —de 12 o 13 años — a trabajar en El Espectador y su oficio era derretir los lingotes de plomo con los que se hacía la tinta para imprimir el periódico. Pienso en un cuarto oscuro lleno de linotipos en los que él tuvo que trabajar durante muchos años de su vida. Considero la imprenta, en general, como algo que lo identificó.
Cuando pienso en mi abuelo periodista, también me imagino el tronar de una sala de redacción llena de máquinas de escribir. Algo que los periodistas jóvenes, como yo, nunca llegamos a conocer. Me parece un recuerdo nostálgico y romántico del oficio. Él fue una persona muy exitosa en el manejo de la máquina, en su época era de los pocos que sabía utilizarla a la perfección pues cuando estaba muy joven, trabajando en los linotipos y el plomo, sus jefes de El Espectador le dieron la oportunidad de hacer un curso de mecanografía. Hasta los últimos días de su vida, mi abuelo conservó su máquina de escribir en un cuarto de su casa. Recuerdo que cuando fui a hacerle la última entrevista que dio a un medio — la hice con Nelson Fredy Padilla, editor de domingo de El Espectador— nos subió a ese cuarto para mostrarnos y recordar orgulloso que su gran virtud fue saber escribir con todos sus dedos en la máquina.
Estoy seguro de que, en sus últimos años, él sentía que vivía en el futuro, porque presenció el paso de un siglo a otro. Nunca imaginó ser testigo de ese cambio de época.
Otro objeto que se me viene a la cabeza, que no conocí personalmente, pero del que hablan muchos de los periodistas que trabajaron con José Salgar, es su “implacable lápiz rojo” —como lo llamó Juan Gossaín. Todos los días, desde que llegó a ser jefe de redacción a sus 23 años, acostumbró a corregir los textos de manera muy minuciosa, meticulosa, exigente y detallista con el lápiz. Dicen que siempre que le daban un texto a José Salgar, él lo devolvía lleno de tachones y de correcciones rojas.
Otro de los objetos de José Salgar lo conocí a través de un escrito de Gabriel García Márquez: Aquel tablero de las noticias. Era sobre un tablero que colgaban dos veces al día en el balcón de la sede de El Espectador de la Avenida Jiménez en el que mi abuelo, anticipándose al periodismo moderno, escribía las noticias para que la gente que iba por la calle las leyera. “Nadie recuerda ahora en El Espectador de quién fue la idea original de aquella forma directa y estremecedora de periodismo moderno en una ciudad remota y lúgubre como la Bogotá de entonces. Pero se sabe que el redactor responsable, en términos generales, era un muchacho que apenas andaba por los 20 años y que iba a ser sin duda uno de los mejores periodistas de Colombia sin haber ido más allá de la escuela primaria”, dice Gabo en ese texto. Aquel tablero de José Salgar fue un antecedente del nuevo periodismo y de lo que hoy conocemos como la actualización en vivo de las noticias.
A mi abuelo le produjo un enorme encanto ver el cambio del siglo y la llegada de nuevas tecnologías que transformaron la forma de hacer periodismo. Aunque él vivió rodeado de objetos pesados y onerosos, siempre pensó más en el periodismo del futuro. Por eso escribió el libro Coletilla a fin de siglo sobre el periodismo viejo y nuevo, pero haciendo énfasis en imaginar cómo sería el oficio en un futuro. Mi abuelo vivió fascinado con los cambios de las tecnologías y las telecomunicaciones, y con ver cómo todos los objetos que él utilizó fueron quedando en el pasado como piezas de museo, en lo que llamó la edad de plomo.
Él también hubiera podido quedar como una pieza más de ese museo, pero fue un periodista del futuro. Se adaptó al cambio, sus objetos más queridos se quedaron en su casa, pero él aprendió, a pesar de los años, a enviar su columna a través de su mail desde cualquier lugar del mundo, pues siempre fue un viajero incansable. Estoy seguro de que, en sus último años, él sentía que vivía en el futuro, porque presenció el paso de un siglo a otro. Nunca imaginó ser testigo de ese cambio de época.