Vivimos desmuteados. Hablamos sin parar. ¿Pero alguien nos escucha? La periodista argentina Valeria Sol Groisman se pregunta en su libro «Desmuteados» por qué las opiniones y las creencias se escuchan más fuerte que los hechos o que la evidencia científica disponible.
por
Valeria Sol Groisman
Periodista argentina
05.04.2021
Antes de que “La casa de papel” se transformara en una serie televisiva capaz de imponer al mameluco como prenda glamorosa y resignificar el himno de la resistencia italiana Bella Ciao como consumo mainstream, para luego convertirse en ícono feminista con la frase “Empieza el matriarcado”; mucho antes —para ser exactos, 16 años antes—, el escritor argentino Carlos María Domínguez publicó una nouvelle a la que tituló de manera idéntica.
En ambas historias lo que abunda es el papel: en la serie son billetes; en la novela, libros. En la serie la superabundancia es un llamado de atención a las injusticias propias del sistema capitalista: unos tienen mucho y otros muy poco. Un edificio colmado de dinero, donde es posible seguir fabricando aún más, como metáfora de una sociedad en la que la acumulación per se es promesa de éxito y felicidad. En la novela, los personajes coleccionan libros, datos, información. Son lectores ávidos, pero limitados, en una vida finita. El exceso es sinónimo de una ambición erudita, una pasión con tintes obsesivos: “una ilusión”, como sugiere Domínguez en boca de uno de sus personajes.
Probablemente Domínguez sea un visionario. Puertas afuera de la ficción, hoy es común apuntarnos a distintas redes sociales, suscribirnos a newsletters, acumular pilas de libros en la mesa de luz y archivar artículos de interés para leer “cuando tengamos tiempo”, aunque sepamos que probablemente terminemos procrastinando una y otra vez. Es que los humanos somos unos perfectos ilusos, los destinatarios de un oxímoron irresoluto: estamos sobreinformados, pero nuestra mente es capaz de procesar solo una cantidad limitada de información.
En su libro The Organized Mind, el neurocientífico Daniel Levitin asegura que hoy se sabe que las personas no podemos prestar atención a más de tres datos al mismo tiempo, y sin embargo, consumimos 74 gigabytes por día —el equivalente a nueve películas—. Esta sobrecarga, explica el autor, es lo que puede conducir a una “fatiga de decisión”: el cansancio asociado a la hiperbolizada toma de decisiones intrascendentes. Dicho de otro modo: lo que está lleno rebalsa.
¿Caben la comprensión y el análisis en ese consumo impulsivo? ¿Disponemos del tiempo y las herramientas necesarios para discernir entre lo verdadero y lo falso?
Tal vez sea esa una de las razones por la cual las personas buscamos ser cada vez más expeditivas. La rapidez caracteriza nuestro modo de consumir información (el éxito de Twitter lo explica). La voracidad, también. Nos nutrimos con atracones de contenido, como dice Byung-Chul Han. La cuestión es: ¿caben la comprensión y el análisis en ese consumo impulsivo? ¿Disponemos del tiempo y las herramientas necesarios para discernir entre lo verdadero y lo falso? ¿O, apurados, elegimos el camino fácil y recurrimos a los atajos mentales conocidos como sesgos cognitivos?
Atajos mentales
Hoy no solo estamos “intoxicados” con un cúmulo inconmensurable de información, sino que además en esa corriente de discursos —que nos arrastra al consumo inmediato e irreflexivo—, conviven lo real, lo verdadero, lo simulado y lo falso, pero sobre todo lo igual. Nadie nos obliga a encerrarnos sobre nuestros prejuicios y nuestras creencias y, sin embargo, ahí nos quedamos con “tapaorejas” frente a quien piensa distinto. La conformidad es, sin duda, un signo inequívoco de nuestra época.
Estamos anclados en nuestras creencias. Y es desde nuestros prejuicios o preconceptos que confiamos o desconfiamos en la información. Nos nutrimos de aquella información que, como bien sintetiza el escritor David Rieff, nos afirma. Es decir, aquella que nos confirma que estamos en lo cierto. Y en esa peligrosa costumbre, los sesgos cognitivos cumplen un papel preponderante.
El concepto de sesgo cognitivo fue introducido por los psicólogos israelíes Daniel Kahneman y Amos Tversky en 1972, y dio lugar a lo que hoy se conoce como economía comportamental, una rama que explica por qué actuamos de determinada forma y de qué manera tomamos decisiones.
Lo peculiar de los sesgos es que muchas veces se la juegan de aliados al ofrecernos pistas con las que estamos familiarizados y que nos ayudan a gestionar el ingreso de información y su categorización de manera más eficiente. Eso nos permite olvidar cada tarea y dar vuelta la hoja. El problema es que esos indicios nos encierran en una burbuja impermeable para la información que no coincide con nuestras ideas previas y totalmente permeable para aquella que reconocemos.
Podemos imaginarnos a los sesgos como un lector de código QR capaz de leer, comparar lo nuevo con lo que la mente ya conoce y luego discriminar: esto sí, esto no. De esta manera no solo arribamos a interpretaciones erradas, sino que, para colmo de males, estas quedarán grabadas en nuestra mente como “decisiones conocidas” que más tarde nuestra mente tomará de referencia al encontrarse con nuevos datos.
Cuando decimos "infoxicados" hablamos de un ecosistema comunicacional multidireccional, caótico, impulsivo, desregulado y desenfrenadamente invasivo.
En este sentido, una encuesta realizada en 2017 por la consultora Edelman concluyó que somos cuatro veces más propensos a ignorar una información si es contraria a nuestras opiniones o creencias.
El concepto de “cámara de eco” o el de “filtro burbuja” hacen foco en esta tendencia, exacerbada en tiempos de redes sociales, que nos lleva a encerrarnos en espacios sociales que no dan lugar a posiciones contrarias a la de cada tribu, grupo identitario o lado de la grieta.
¿Verdadero o falso?
Recordemos que cuando decimos que estamos infoxicados, no sólo nos referimos a una circulación excesiva de información. También estamos hablando de un ecosistema comunicacional multidireccional, caótico, impulsivo, desregulado y desenfrenadamente invasivo. Uno en el cual la información y la desinformación conviven y se disputan el espacio de lo verosímil. Opiniones que se venden como noticias; creencias que se postulan como verdades; y hechos que se manipulan para convertirse en contenido viralizable.
Un mundo en el que todas las voces tienen cabida es aparentemente más democrático, aunque habrá que calar más profundo para arriesgarnos a afirmar que el libre acceso a la información es sinónimo de igualdad y que más contenido equivale a mayor confianza. Tal vez, como dice el periodista y escritor francés Ignacio Ramonet, cuando la comunicación se impone como “obligación absoluta” deja de ser sinónimo de libertad y actúa como tiranía.
Por eso, como participantes de un universo comunicacional saturado de palabras, podemos pecar de perezosos y “tragarnos” los discursos de manera lineal. Aceptar sin chistar. O podemos intentar desafiar a los sesgos cognitivos que nos atrapan en una burbuja y desmenuzar la información para descubrir lo que se oculta debajo de la alfombra. Tal vez, cuando se trate de informarnos, valga más ir a fondo y apelar al espíritu crítico que rastrillar campos infinitos.
*Valeria Sol Groisman es argentina, periodista y autora del libro Desmuteados.
Desmuteados (en 10 ideas)
La posverdad es el clima de época. En este las creencias, las emociones y las opiniones pesan más que los hechos y los datos. La incertidumbre nos lleva a creer en las mentiras que corroboran nuestros prejuicios, que nos mantienen en una zona de confort o que nos permiten permanecer al resguardo de un grupo de pertenencia.
Las opiniones se venden como noticias, las creencias que se postulan como verdades y los hechos se manipulan para convertirse en contenido viralizable.
La necesidad de pertenecer. Hoy nuestras creencias están profundamente motivadas por una necesidad de pertenecer; cuando el credo es parte constitutiva de lo que somos, de nuestra identidad, la creencia puede transformarse en fanatismo. Y el fanatismo es lo opuesto a la libertad. Ryszard Kapuscinski decía que ante el encuentro con el otro siempre hay tres opciones: la guerra, la muralla o el diálogo. El fanático se debate entre la guerra y la muralla; nunca el diálogo.
Las redes venden felicidad. Las redes sociales muestran “la mejor realidad posible”, una donde la felicidad aparece vinculada a ciertos estilos de vida, determinadas ideas y arquetipos específicos (que en general responden a ideales de belleza, éxito, poder, juventud). Así, la felicidad adquiere un rostro pedagógico capaz de legitimar ciertos modos correctos de vivir y censurar a aquellos que se desvían de lo establecido.
Las redes son el infierno de lo mismo, dice Byung-Chul Han.Y es que las redes sociales nos permiten autogestionar nuestra imagen, una que se repite en miles de millones de feeds con mínimas diferencias. Allí desnudamos una hiperproducida intimidad a cambio de likes, followers e engagement. Sin dudas, si Narciso viviera sería un influencer.
Triunfan las realidades paralelas. Cuando existe un público que pone en duda la evidencia científica, los hechos y lo comprobable, entonces resulta más fácil instalar realidades paralelas, teorías conspirativas o creencias disfrazadas de pseudociencia.
En redes sociales donde prima la polarización, los grupos permanecen encerrados en burbujas poco propensas a explotar. Solo escuchamos en los otros nuestra propia voz. Cada tribu defiende su régimen de “verdad”: una verdad que sostiene al poder que la erige y un poder que se sustenta en esas “verdades”.
El intrusismo profesional (sobre todo en el ámbito de la salud) crece con las redes sociales como plataforma para “practicar” profesiones sin título habilitante y desinformar. La búsqueda de resultados mágicos acelera su expansión. La cantidad de likes y seguidores reemplaza al currículum vitae, y así es como el intrusismo se constituye como una amenaza para la salud. El saber y la experiencia clínica son reemplazados por contenido atractivo y de consumo on the go.
Estamos infoxicados. Participamos de un ecosistema comunicacional multidireccional, caótico, impulsivo, desregulado y desenfrenadamente invasivo. Un ecosistema donde, además, la información y la desinformación se disputan el espacio de lo verosímil. Tal vez, cuando se trate de informarnos, valga más ir a fondo que rastrillar campos infinitos. Como decía Umberto Eco, tal vez debamos recurrir a una solución de guerrilla: atacar a la información desde el lugar de receptores y con un espíritu crítico.
La cultura de la cancelación. Auto-censura o silencio para preservar nuestra seguridad Cancelar al que piensa distinto apunta a la negación del otro como un sujeto con derecho a expresarse. Por eso, hoy no se trata solo de lo que no decimos (de lo que callamos), sino de lo que nos vemos forzados a decir en determinados ámbitos por miedo a ser silenciados o cuestionados o discriminados o excluidos o incluso denunciados. No se trata solo de aquello sobre lo que nos atrevemos a hablar, sino de la exigencia (o la conveniencia) de hablar de determinada manera –incluso con cierto lenguaje— sobre cada asunto, sometidos a la presión de una mayoría masificada que se adjudica el feudo de lo pronunciable, de lo verdadero, de lo justo, de lo posible.