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Hidalguismo recargado

¿Por qué en Colombia aún se presentan con tanto descaro, con tanta regularidad rastros de ese hidalguismo de pretensiones nobiliarias de superioridad social que tienen más de 600 años?

por

Oskar Gutiérrez Garay

Psicólogo, magíster en literatura y doctor en pensamiento complejo. Docente de psicología de las Universidades Andes, Nacional, Pedagógi [...]


03.04.2023

El 26 de septiembre de 2022, opositores al gobierno del actual presidente Gustavo Petro salieron a marchar en contra de las reformas que apenas se estaban vislumbrando. En esas protestas destacaron las penosas declaraciones de una mujer llamada Luz Fabiola Rubiano, que salió en cámara diciendo insultos racistas y discriminatorios contra Francia Márquez y contra la población negra; o esa inquina mediática y el sesgo tan particular para referirse a su esquema de seguridad y al uso de un helicóptero para su transporte, situación que no se recuerda fácilmente, al menos con la anterior vicepresidenta o con otros altos mandatarios. 

Aparte de ese racismo evidente hacia la vicepresidenta, hay algo que también resalta y ejemplifica algunos de esos rasgos identitarios que nos han caracterizado por siglos a los y las colombianas: el arribismo y el clasismo. Estas declaraciones hicieron que la Fiscalía General de la Nación imputara a Rubiano por delitos de discriminación racial y hostigamiento agravado, pero lo preocupante es cómo estas declaraciones tuvieron resonancia y aceptación en un importante sector del país que cree que esto es así y punto. No lo dicen abiertamente pero seguro lo piensan. 

Colombia se ha caracterizado por la diversidad, resultado del fuerte sincretismo cultural que en las regiones moldea el lenguaje, el carácter y toda nuestra forma de relacionarnos y entender al mundo. Pero, ¿habría un eje más consistente que cobije una identidad nacional? ¿Una estructura continua que nos ayude a definir con más precisión, con las complejidades que eso supone, la identidad de los y las colombianas más allá de eso regional? La respuesta puede ser un poco triste, y es que el arribismo y el clasismo no conoce de regiones, de grupos puntuales, ni siquiera se aplica en una escala vertical de ricos a pobres. La practicamos todas y todos, es la estructura básica de nuestra identidad nacional. 

Usted no sabe quién soy yo…

¿Hemos escuchado o pronunciado esa famosa frase “usted no sabe quién soy yo”? ¿Debemos saber quién es el otro, su posición, sus títulos, sus logros? Y al saberlo, ¿debemos por eso inmediatamente respetarlo? 

Esa pregunta que cada tanto escuchamos en personajes anónimos e iracundos que se cuelan por alguna red social, condensa esa enorme tradición clasista que arrastramos, un patrón de diferenciación que tiende a cambiar con los años pero que mantiene la misma lógica excluyente de discriminación: las clases, las castas, las razas, los ingresos, el poder que ejerzas, el miedo que infundas; y ahora, los seguidores y los “me gusta” que tengas.

Los “usted no sabe quién soy yo” no son la excepción, hacen parte de una pasmosa y habituada narrativa nacional. Recuerdo ver un capítulo de Pedro el escamoso —en esas retransmisiones de las novelas de hace 20 años— en el que usaban unas siete veces la palabra indio en tono peyorativo para descalificar a alguien: “Usted es mucho indio”; “indio igualado”; “deje de ser tan indio”. Fernando Guillen Martínez propuso en su libro Estructura histórica, social y política de Colombia (1963) un rastreo desde la conquista y la colonia para analizar las complejidades de nuestra identidad nacional, tan susceptible a los rigores del clasismo y el arribismo. El autor propone un análisis desde el hidalguismo, concepto que se puede definir como la necesidad de los sujetos de “relievar su condición acentuando su desdén cruel y angustioso contra todos aquellos que socialmente están una cuarta por debajo de su cabeza”. Nos creemos aristócratas sin serlo y hemos buscado con afán ese rasgo para podernos diferenciar del otro, para poder mirarlo por encima del hombro.  

El hidalguismo exalta el individualismo feroz y apremiante, “suscita un deseo exasperado de desdeñar y de destruir a los competidores en la carrera hacia el privilegio y una indiferencia total por la suerte de aquellos a quienes se considera como el piso y sustento necesario para que los privilegios existan”. Este es el hilo conductor que  promueve la aparición gradual e interminable de estamentos sociales, clases, formas de clasificarse, unidas entre sí por el odio hacia los de abajo y la envidia pretenciosa hacia los de arriba. 

El hidalguismo explica algunos de esos comportamientos que vemos en la señora Luz Fabiola y en millones de colombianos que naturalizan el desprecio por sus compatriotas. Me he visto a mí mismo mirando mal a algún guardia de seguridad que simplemente me pide, como a todos, revisar mi maleta o me pide el carnet de ingreso. 

"Cuando miramos a alguien en redes sociales, cuando stalkeamos, no miramos al Otro, nos miramos a nosotros mismos sometidos bajos esas carencias que nos gobiernan y que buscan ser satisfechas."

La identidad de los colombianos tiene que ver con varias cosas: el clasismo, el arribismo, la sumisión, la edulcorada “alegría”, la persistencia y el “aguante” a los atropellos y dificultades de la vida. Estas características irremediablemente están relacionadas con la perpetuación de problemáticas centenarias como la falta de conciencia social, la corrupción, la explotación, la desigualdad abismal, la falta de solidaridad, que son comunes a todas las regiones. Según Guillen la falsa idea de política y democracia que supuestamente practicamos, ha servido de amparo a la más sutil y violenta opresión sobre masas enteras de población por parte de una exigua minoría de privilegiados, que solo acepta cómplices o súbditos.

Los elementos de nuestra personalidad hidalguista durante la colonia, hace más de 200 años son más que evidentes, pero ¿por qué seguimos viéndolo ahora con tanta fuerza, incluso en los jóvenes? La nuestra es una sociedad globalizada, cada vez más urbana, que ha estudiado más y donde, amparados en una constitución de vanguardia, se permiten las críticas a instituciones tradicionales y ejercicios importantes de libertad individual. ¿Por qué aún se presentan con tanto descaro, con tanta regularidad rastros de ese hidalguismo de pretensiones nobiliarias de superioridad social que tienen más de 600 años?

Guillen publicó su libro en 1963, pero el hidalguismo en la sociedad colombiana actual parecería seguir más vigente que nunca. Se pueden reconocer esas personalidades desde una actualización del concepto propuesto por Guillen, no solo desde ese feudalismo industrial, ese capitalismo caduco latinoamericano que nunca cuajó del todo, sino desde lógicas más actuales que han logrado agudizar y también seguir legitimando las desigualdades desde una supuesta nobleza categorial, afincada en el desprecio hacia los otros desde imaginarios aleatorios que rayan algunos en el ridículo, pero que hacen que nos sigamos tratando con desprecio. 

“Los pobres son pobres porque quieren…”

Más que sujetos de un colectivo común, los y las colombianas parecemos individuos solitarios, veletas al viento presas de los mandatos (que consideramos injustos pero inevitables) de personas en las cuales no confiamos, que incluso despreciamos pero que sentimos que no podemos cambiar. Esto va configurando una personalidad sumisa que se aferra a la religiosidad, a la marruña, a la trampa y a la eliminación del otro. Y esto no es una cuestión de unos contra otros, es una pelea de todos contra todos. Acá es donde el hidalguismo es más trágico porque erosiona cualquier tipo de solidaridad y esfuerzo social que sea constante en el tiempo. 

Presos de la desesperanza, los y las colombianas harán todo lo posible por no estar peor, buscando diferenciarse de alguna manera y encontrar sosiego en la tragedia del otro y en aquello que cree hacerlo un poquito superior: “Al menos no estoy peor, al menos no estoy tan mal como fulano de tal…”

Lo que debería ser solidaridad y cooperativismo se torna competencia y clasismo. El hidalguismo alimenta desde la colonia una cultura de la dominación que, en palabras de Estanislao Zuleta, tiende a ser interiorizada. Así, dice Zuleta en Tres culturas, tres familias y otros ensayos (2010), se configura al siervo, ese sujeto que termina por creer necesarias las formas de dominación y que se consolida ideológicamente desde la religión y desde el ejercicio del poder. Un ejemplo local, y sugestivo, de eso es el actual representante a la cámara por la circunscripción especial para las comunidades afrocolombianas en Sucre, Miguel Polo Polo, quien es además uno de los críticos acérrimos e incitadores al odio hacia la actual vicepresidenta de Colombia.  

El hidalgo termina siendo un siervo del sistema y aunque niegue su propia condición parasitaria, su propia historia de dolor y sufrimiento, aunque apele a eufemismos para revalidar su estatus y la dinámica de las cosas, buscará todo el tiempo las formas de diferenciarse de los que él considera inferiores o que cree que deberían servirle, desconociendo que él mismo es víctima de la estructura clasista y de los que están por encima de él y a los cuales quiere emular. 

Este es el personaje que todo el tiempo afirmará para sí mismo: “usted no sabe quién soy yo”, el que buscará de manera definitiva la forma de distanciarse de esos “indios”, de esa “chusma”, de esos “negros”, así como le pasa a esta señora Luz Fabiola y como le pasa a nuestros amigos y familiares que llenan los chats de WhatsApp con chistes y comentarios “inocentes” que terminan por consolidar más el patrón hidalguista: “Los pobres son pobres porque quieren…” 

No deja de resultar curioso que personas sin capital, sin riquezas, sin al menos una propiedad, que viven de la informalidad y no tienen acceso a servicios de salud ni educación dignos, que hacen parte de los 15 millones de colombianos que no pueden garantizar las tres comidas al día, se las ingenien para despreciar a alguien más que creen que está por debajo de ellos y defiendan con tanta virulencia un sistema que siempre los ha sometido, bajo esa la ilusión de que si se esfuerzan lo suficiente podrán lograr escalar hasta ese peldaño que tanto anhelan; de que solo depende de ellos, de su voluntad y que no hay nada malo con la estructura social, porque el único responsable es el individuo y sus decisiones. El hidalguismo también es profundamente narciso.  

Todas estas dinámicas crean la necesidad de justificar cualquier acción que mantenga el statu quo, por eso, se llega a defender lo indefendible (masacres, desapariciones, corrupción, racismo, clasismo, misoginia), con artimañas, porque el sistema está tan interiorizado que otra forma de pensarse y de ser con el mundo resulta imposible, incluso desfachatada: una afrenta a las buenas costumbres, los valores y a la tradición que cimentan los privilegios o el deseo por ellos: “yo no paro, yo produzco”.

En el siglo XXI vemos una poliforme mixtura de bandos, minúsculos y efímeros partidos políticos, agrupaciones y colectivos progresistas e incluyentes de ideologías en apariencia contraria a la dominante; empresarios y trabajadores buscando el mismo fin egoísta: “acrecentar sus riquezas o utilizar sus influencias sobre el gobierno que constituyeran privilegios económicos a su favor”, escribe Guillen, en la medida de sus posibilidades, bajo la propia percepción de su condición en la estructura y en la escala social. 

Los actores son distintos, el momento histórico también, la superficie parece lustrada y moderna, pero la pauta hidalguizante sigue prácticamente inalterable actualizando la lógica de las castas y de los barones electorales de las regiones. En política, independiente de la supuesta orilla ideológica, es evidente el nacionalismo hidalguista que funciona como arma psicológica de aglutinación: “estos somos nosotros y allá están ellos”; “si no están conmigo, están contra mí”.

Guillén hace un demoledor análisis del Club, ese lugar de presiones y vacíos psicológicos en el cual las personas que son o quieren ser de la élite pagan enormes cantidades de dinero. Pero no solo es el dinero, también es la recomendación, es el demostrar ser “alguien”. Es un «honor» incómodo que olvida la propia conciencia y estimula la obediencia de los preceptos ajenos. El club permite a las familias de los socios establecer contactos disfrazados de amables pasatiempos extranjerizantes, en un esfuerzo mezquino por aislar y repudiar al grueso de la población que no puede costear la membresía o tener la clase suficiente. El club aísla. 

"La mirada traga, consume y en ese proceso termina consumiendo al sujeto en los deseos del mercado que le dice con sutileza y precisión qué ser y cómo serlo: ahí es donde se consolida y se recarga el hidalguismo."

Pasa lo mismo con las escuelas y universidades (no solo las de carácter privado), con el sistema judicial, con clínicas y hospitales donde el pago de una póliza o un servicio complementario de salud te da un estatus, una atención y unos beneficios que se vuelven prácticamente la diferencia entre la vida y la muerte; y otras tantas instituciones en Colombia, incluso las mismas redes sociales con sus pagos extras, servicios VIP y demás. Hoy en día muchas cosas semejan ese club: un lugar cuyo mayor orgullo es la diferenciación y la segregación, la adquisición de hábitos y formas de dicción extranjeras en las que se paga millones no tanto por aprender sino más por pertenecer y tratar de ser. 

La mirada. Relaciones hidalguizantes en la virtualidad

Lo escópico, nuestra mirada del otro mediante las dinámicas de las redes sociales, es una relación hidalguizante, potenciada desde lo virtual y basada en una falsa idea de democratización del acceso y la divulgación de información. En apariencia todos lo pueden hacer, y gratis, pero este nuevo poder sigue bajo el ideal colonialista de establecer formas y jerarquías sociales y de género, sustentadas en algoritmos precisos, en el imperio de la visibilidad, el “me gusta”, el bloquear o el censurar.  

Esto resulta extraño y crea una enorme paradoja. Por un lado, tenemos una sociedad hiperconectada que al mismo tiempo logra aislarse, segregarse y estratificarse en grupos de ideas idénticas, pero de manera blanda y amena: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero te respeto y procedo a bloquearte y a censurarte, y compartiré sólo con los que piensan y creen lo mismo que yo”. Ya ni tenemos que esforzarnos para esto: un algoritmo lo hace por nosotros. 

La mirada ahora no seduce, invade, pretende colmar y totalizar. Entramos a redes sociales no para satisfacer un deseo real, funciona más para comparar y tratar de llenar nuestras propias faltas. Para que todo se muestre, todo se debe querer ver. La mirada hidalguizada, que a lo largo de los siglos ha hecho múltiples mutaciones y se presenta de diferentes formas, tiene filamentos y vertientes parecidas; estas hibridaciones actuales siguen estableciendo fronteras y estratificaciones del otro a la medida del propio yo. 

Cuando miramos a alguien en redes sociales, cuando stalkeamos, no miramos al Otro, nos miramos a nosotros mismos sometidos bajos esas carencias que nos gobiernan y que buscan ser satisfechas. Las redes, en especial las que comparten fotos y breves historias, anulan cualquier tipo de afecto y se constituyen es un ejercicio de espionaje consensuado, transparente y narciso. La mirada compara y clasifica desde imaginarios del fracaso y el éxito, del ser y el pertenecer. Por eso, esta versión virtual del hidalguismo innova, pero de manera simultánea preserva la tradición arribista con más rigor.

En las redes simulamos, editamos, ponemos filtros a nuestras fotos, exageramos nuestra información vital como si de ello dependiera nuestra vida y nuestro estatus social. Nos insertamos de cabeza en una lógica neurótica de apariencias y dobles juegos, vinculados a privilegios percibidos y esquizofrénicos donde muchos aspiran a ser el nuevo millonario, el próximo gran emprendedor que nada dentro de su esplendoroso y recién descubierto océano azul. 

Las experiencias y sus relatos no tienen ninguna negatividad ni algún atisbo de realidad, o ninguna tensión o diferencia real, y nuestro dedo, presa de una compulsión, sigue recorriendo con voracidad la pantalla buscando algo que no está, escudriñando no algo honesto y real sino el desgarramiento y la exposición de la carne. La mirada es antropófaga, se niega a cualquier tipo de alteridad, a cualquier tipo de cooperativismo y solidaridad. La mirada traga, consume y en ese proceso termina consumiendo al sujeto en los deseos del mercado que le dice con sutileza y precisión qué ser y cómo serlo: ahí es donde se consolida y se recarga el hidalguismo. 

Consideramos con ingenuidad, en esta incalculable red de relaciones virtuales, que tenemos las claves para diferenciarnos y burlarnos de los que consideramos menos que nosotros, así como para supuestamente ascender en esa estratosférica y trágica escalera social. La mirada se agazapa en la vergüenza y en la posesión. Usamos seudónimos, filtros y otros artificios como si perteneciéramos a una clase de nueva aristocracia hiperconectada, para mostrar todo lo que no somos ni tenemos, y ocultar aquello que somos y que nos avergüenza. La figura y el anhelo por ser el próximo influencer podrían ser el epítome de este hidalguismo actual. Se persigue con empeño la adoración mediante el “me gusta”.  Menos likes, menos valía del yo. Creemos que el deseo es sinónimo de la mirada que devora, consume, valida y presume. El punto más bajo de la escalera social ahora es ser ignorado y se mide la valía de alguien mediante su número de seguidores. 

El arribismo actual está en función de esa retroalimentación constante, voraz y totalizante que dice a la vez poco y mucho de la apremiante necesidad que rehúsa morir por estratificarnos y mirarnos con desprecio (incluso a nosotros mismos), así como sentir que la diferencia real y sustantiva es una amenaza y una agresión. Construir nación, mejorar el tejido social y aportar a eso que el gobierno actual ha definido como la Paz total, pasa por desmontar cualquier tipo de hidalguismo que vaya en contra de la solidaridad y la equidad entre los y las colombianas. 

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Oskar Gutiérrez Garay

Psicólogo, magíster en literatura y doctor en pensamiento complejo. Docente de psicología de las Universidades Andes, Nacional, Pedagógica Nacional y la Manuela Beltrán


Oskar Gutiérrez Garay

Psicólogo, magíster en literatura y doctor en pensamiento complejo. Docente de psicología de las Universidades Andes, Nacional, Pedagógica Nacional y la Manuela Beltrán


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