Cuando hablamos de glifosato, el debate científico no es el único importante. Más allá de fórmulas y de clasificaciones, está el debate ético: ¿puede el Estado infligir daño en la salud de sus poblaciones activamente? La respuesta es clara: no. No se trata únicamente de la “posibilidad” de contraer cáncer por estar expuesto al químico. Se trata de que su uso vulnera, de varias formas, los derechos humanos.
Solo eso ya debería ser suficiente para no avalar, como se ha hecho en tantos otros países, las fumigaciones aéreas sobre cultivos de uso ilícito con glifosato en Colombia.
Escuchar los testimonios de las personas que han sufrido fumigaciones con glifosato es escuchar sobre cómo el Estado le hace daño a su población. En los territorios en donde se ha fumigado se han presentado afectaciones a la salud de tipo respiratorio y dermatológico, desplazamientos forzados, daño a los cultivos de pancoger, contaminación en los ríos e, incluso, abortos no deseados.
Que el impacto del uso del glifosato en la vulneración de derechos no esté cuantificado no implica que no exista. En últimas, lo que hay es una evidencia anecdótica, que no por anecdótica debe ser despreciada. Los relatos importan, nos dan una muestra de la realidad de los territorios.
En la columna de María Isabel Rueda hay una mezcla de desprecio por la evidencia: es grosero que una periodista presente estudios sin si siquiera verificar que cumplan estándares científicos; de mucha mezquindad al desconocer los posibles riesgos del glifosato y pasar por encima de ellos como si fueran una cosa trivial; y de abierta falsedad al subrayar que la prohibición de la aspersión aérea de glifosato que existe en Colombia fue una concesión que le hizo Santos a las Farc en la mesa de negociaciones.
Las aristas para enfocarse en el debate son muchas, y trascienden lo científico y lo político.
Escuchar los testimonios de las personas que han sufrido fumigaciones con glifosato es escuchar cómo el Estado le hace daño a su población.
El deber del Estado es el de proteger
A menudo, los defensores del glifosato usan el ejemplo de que este es usado en agricultura comercial. Eso es cierto, pero vayamos más a fondo. En las actividades privadas, el rol del Estado se restringe a dar las regulaciones necesarias para que los actores tomen sus decisiones con la información suficiente, por eso las etiquetas del Round Up avisan, por ejemplo, que se debe usar una mascarilla y que hay que lavar inmediatamente si entra en contacto con los ojos, entre otras precauciones. Sabiendo los riesgos, el actor privado decide si usar el glifosato en su terreno, o no. Ahí, el Estado está cumpliendo su función. En cambio, con las aspersiones aéreas, las poblaciones fumigadas no tienen tiempo de tomar ningún tipo de precaución. No hay momento de ponerse una mascarilla, de lavarse si algo sale mal. Nunca es informado previamente, la avioneta simplemente pasa como quiera y cuando quiera. Ahí, el Estado no solo está incumpliendo su rol de proteger, está abiertamente haciendo daño.
Lo que hace más grave el asunto es que son poblaciones en donde ni siquiera hay cobertura en salud. En la mayoría de estos lugares, a lo sumo, hay un centro de atención primaria en donde la capacidad para atender casos como abortos, alergias en la piel o afecciones respiratorias es muy escasa. Desconocer que esta discusión se debe plantear desde lo ético es, como menos, mezquino.
La fumigación no solo mata la hoja de coca, también mata el derecho al mínimo vital. Lo que hace la aspersión aérea, literalmente, es llover sobre un territorio completo y erradicar todo lo que haya sembrado. No importa si era aguacate, papaya, cacao, plátano o café: todo lo acaba. El pequeño campesino en Colombia no tiene monocultivos y con la coca se llevan también su comida.
Como el deber constitucional del Estado es proteger y no hacer daño, en las negociaciones del Acuerdo de Paz con la extinta guerrilla de las Farc se plantearon soluciones alternativas a la erradicación forzosa para eliminar la coca de las zonas rurales. En el punto 4 del Acuerdo quedó pactado que se crearía un Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) que les permitiría a las familias cultivadoras transitar a una economía lícita. Esto sumado a la articulación con el punto 1 del Acuerdo de Paz, el de Reforma Rural Integral.
Durante el primer año y medio del programa, alrededor de 130.000 familias firmaron compromisos erradicar la coca y no volver a sembrar. El Estado, por su parte, se comprometió a pagar unos subsidios y a hacer asistencias productivas. Ninguna de estas dos cosas se han cumplido a cabalidad. En cambio, sí se llega con la amenaza de la inversión en glifosato. Ese es un abierto incumplimiento a la palabra pactada.
No es la primera vez que pasa. Cuando se empezaron a hacer las fumigaciones con glifosato en Colombia, a principios de los noventa, una de las primeras reacciones fueron las marchas que desembocaron en el paro cocalero del 96. En ese momento, el Estado se comprometió a invertir más en las carreteras terciarias, en la educación y en la salud, en suma, en el desarrollo rural integral. Sin embargo, 23 años después, ningún gobierno ha cumplido. Ese sostenido incumplimiento del Estado explica, en parte, la persistencia de los cultivos ilícitos en territorios donde hoy están.
En estas décadas, se hacen públicas las mediciones anuales de las hectáreas de coca, pero poco se habla de las condiciones de vida de las personas que están ahí. Por ejemplo, la pobreza multidimensional en territorios con presencia de cultivos ilícitos es del 57%, el promedio nacional es del 26.9%.
Es muy grave que el debate se haya centrado en el número de hectáreas cultivadas, pero que nunca se ha hecho un esfuerzo ni mediático ni político en medir las condiciones socioeconómicas de la población cultivadora. ¿Por qué, en lugar de medir hectáreas de coca, medimos el número de poblaciones que están saliendo de la pobreza? ¿Por qué no le hacemos seguimiento al acceso a créditos o a titulación de tierras del campesinado? ¿Por qué no evaluamos el estado de las vías terciarias? Todo estos son indicadores que nos pueden explicar por qué ciertos grupos en zonas rurales persisten en la economía de la coca.
Ningún gobierno, ni siquiera el de Estados Unidos que tanto defiende la fumigación con glifosato, ha podido demostrar su efectividad en el largo plazo.
¿Al menos funciona?
Si hablamos de efectividad, tampoco es muy positivo el balance. Ningún gobierno, ni siquiera el de Estados Unidos que tanto defiende la fumigación con glifosato, ha podido demostrar su efectividad en el largo plazo. De manera inmediata, funciona y cumple su objetivo: que la mata desaparezca. Pero, a futuro no es ni efectivo ni sostenible. La evidencia así lo comprueba.
Primero, hay que gastar muchísimos recursos para avanzar muy poco. En una investigación hecha Daniel Mejía y Adriana Camacho se demuestra que se tienen que fumigar 30 hectáreas para lograr erradicar la coca de solo una. Es costoso e ineficiente. Segundo, lo que muestran los estudios es que los cultivos luego de ser fumigados o se desplazan a otras zonas, expandiendo la frontera agrícola con las consecuencias adversas que esto tiene, o se vuelven a sembrar en el mismo terreno luego de un tiempo.
Como con el glifosato la reducción es inmediata, así no se mantenga en el tiempo, venderlo como una opción funciona muy bien para conseguir réditos electorales: al gobierno de turno le interesa mostrar que en su periodo disminuyeron las hectáreas de coca cultivadas, si fue una política pública que logró cambiar la realidad de los territorios, no importa. Es una fórmula fácil de vender porque, en últimas, los municipios que se fumigan están lejos de los bastiones electorales de los grupos políticos propenden por la fumigación. Fumigar en Nariño, por ejemplo, no les quita muchos votos en ese departamento, pero sí se los hace ganar en Bogotá o Medellín.
El hecho de que el Estado, representado en el gobierno de Iván Duque, esté dispuesto a invertir miles de millones de pesos en una acción que no solo es inefectiva, sino además dañina, y no en el PNIS –que sí tiene la posibilidad de ser efectivo en el largo plazo– genera una ruptura de la confianza entre la población y el Estado a puntos ya insospechados en estos entornos rurales.
Finalmente, si como María Isabel Rueda quisiéramos ceñirnos a lo científico, habría que decir que el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés) ha evaluado los efectos cancerígenos de más de 900 agentes, entre ellos, los del glifosato. En su escala, que va de 1 a 4, que un agente haga parte del grupo 1 significa que hay suficiente evidencia para decir que es cancerígeno. En cambio, si está en el grupo 4 significa que la evidencia sugiere que no hay ninguna relación entre él y esa enfermedad. El glifosato hace parte del 2b, eso quiere decir que es posible que cause cáncer. Posible: que puede ser o suceder. La posibilidad no significa falta de peligro. Por el contrario, indica un nivel de presencia de él.
A esa conclusión se llegó porque existe limitada evidencia de la relación entre el químico y la enfermedad en humanos, mientras que en animales es más clara. Y es limitada, precisamente, por las claras implicaciones éticas que conlleva hacer estudios científicos serios de glifosato en humanos.
No sobra reiterar que la Corte Constitucional suspendió el Programa de Erradicación de Cultivos Ilícitos mediante aspersión aérea con el herbicida Glifosato (PECIG) basándose en el principio de precaución, que solo se activa cuando hay una probabilidad de riesgo grave a la salud por una actividad. Al activar este principio se invierte la carga de la prueba: es responsabilidad de quien la realiza demostrar que no hay daño. Las órdenes de la Corte Constitucional son claras, y además justas, pues tienen la vocación de preservar y garantizar los derechos fundamentales de estas poblaciones.