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Fútbol y castigo: sobre el violento retorno de los hinchas al Campín

La violencia manchó el regreso de los hinchas al Campín el pasado 3 de agosto. Las imágenes se viralizaron y también lo hicieron las condenas violentas en contra de las barras bravas.

por

Andrés Dávila Ladrón de Guevara

Profesor de ciencia política de la Universidad Javeriana, experto en fúbol y cultura y autor del libro 'Ganar sin ganar'


08.08.2021

Las imágenes de lo que ocurrió esa helada noche bogotana durante el medio tiempo del partido Santa Fe -Nacional han producido todo tipo de relatos periodísticos: lo leímos en la prensa, lo oímos en la radio, lo vimos en televisión. Estos relatos, además, estuvieron muchas veces acompañados de esas violentas imágenes que se hicieron virales y que han provocado rechazo, indignación y condenas.

Mientras, autoridades, directivos, medios, hinchas y ciudadanos han acusado y estigmatizado a los barristas (así, en cruda generalización) y no en pocas ocasiones se los condena, además, con una violencia verbal y simbólica de un calibre semejante a la imágenes que han indignado al país.

Y en medio de tanta violencia e indignación cabe cuestionar esas condenas generalizadoras, darle una opción al barrismo e indagar la reacción y decisiones de las autoridades, en particular las de Bogotá.

Vale la pena señalar que, a diferencia de lo que se escucha de manera casi unánime acerca de extirpar (¿mágicamente?) la violencia del fútbol, sería bueno considerar, como lo hace Norbert Elías, la necesaria e innegable relación del fútbol (y los deportes, en general) con la violencia, dado que es en ellos en donde los individuos sujetos a regulaciones y autocontroles en su vida cotidiana, como parte del proceso civilizatorio que coincide con la monopolización del uso de la fuerza por el Estado, tienen la posibilidad de, vía la catarsis y la mimesis, expresarse, desregularse, eventualmente acudir a acciones violentas, sean estas materiales o simbólicas.

Fútbol y civilización

En el fútbol resulta interesante reconocer varios elementos de procesos civilizatorios, no exentos de quiebres ocasionales o retrocesos, y bueno sería considerarlos adecuadamente en perspectiva del qué hacer ante lo sucedido.

La primera tendencia civilizatoria está en la cancha. Arbitrajes, tarjetas, sanciones, el VAR y el propósito del juego limpio —e incluso las campañas en rechazo al racismo— intentan dejar en el terreno un espacio para una competencia limpia y sana que choca con algunos componentes de este deporte que están en su naturaleza. Me refiero, por ejemplo, al papel del engaño: digamos “La mano de dios” de Maradona frente a Inglaterra en México 86 o al desafío del habilidoso que, en circunstancias recientes ha caído bajo el juicio de lo que, supuestamente, no se debe hacer. Y cuenta con apoyo y hasta con algún árbitro que ha sacado tarjeta amarilla a un desafiante futbolero.

La segunda tendencia civilizatoria ocurre en las tribunas y ha pasado por varios momentos y dinámicas. Las invasiones al campo o las trifulcas en las gradas, presentes desde un comienzo (véase The English Game), adquirieron otra dimensión con el hooliganismo, los ultras en Europa y las barras bravas en América Latina.

Las tribunas, los alrededores de los estadios, las estaciones del metro o de los trenes (de Transmilenio o el Mio en nuestro caso), se convirtieron en verdaderos campos de batalla. Pero fueron dos tragedias en estadios europeos —la de Heysel en Bélgica, en la final de lo que es hoy la Champions entre Liverpool y Juventus en la cual, pese a 39 muertos, el partido se jugó) y la de Hillsborough (en Sheffield, Inglaterra, donde un mal manejo del ingreso a una tribuna produjo 97 muertos nuevamente del Liverpool), las que propiciaro una transformación de clara índole civilizatoria para manejar el problema.

Si bien se acudió a un conjunto de medidas represivas y de control, se adoptaron otras que buscaban a modificar la vivencia del partido en el estadio. La estrategia definitiva fue eliminar las vallas de separación de las tribunas a la cancha porque, como dijo Blatter en Colombia en 2011, las jaulas no son para los seres humanos. Cabe recordar que, por ejemplo, en Argentina para evitar las invasiones a la cancha no solo se disponía de vallas muy altas, sino que se agregaba el foso, al estilo medieval. Los estadios que se estrenaron en el mundial 78 podían tener el pasto apenas sembrado y en no muy buen estado, pero tenían grandes e infranqueables fosos.

La medida fue tan civilizatoriamente efectiva que más bien se produjo una situación paradójica: la de Eric Cantona, figura del Manchester United que agredió con dos patadas voladoras a un hincha que lo insultó luego de ser expulsado por agredir a un rival. La situación es tan paradójica que, si bien en su momento Cantona perdió la capitanía del seleccionado francés, fue sancionado nueve meses y cambió la cárcel por 120 horas de trabajo comunitario, en un documental reciente, The United Way, declaró: “me arrepiento de no haberlo pateado más fuerte”. Lo podrían contratar en Win+.

Tal proceso civilizatorio se ha extendido mundialmente, aunque sorprende ver todavía estadios en Italia y Argentina, entre otros, o aquellos muy precarios en infraestructura en Colombia, por ejemplo, donde subsisten vallas y fosos.

En varios países de Europa el hooliganismo y los ultras han sido alejados de los campos de batalla arriba mencionados, pero eventualmente resurgen en bares y lugares públicos y en los mundiales. En América Latina, con procesos diferenciados y que no se pueden generalizar, la violencia de las barras está por allí, rondando el espectáculo, rondando a sus protagonistas, pero también, en medio de procesos sociales que tienen una complejidad que sería bueno desentrañar.

El barrismo en colombia

Las barras, según lo relatado, iniciaron con el proceso de afirmación de una identidad, unos símbolos (trapos), unas canciones (en versión argentina la mayoría) y mucha, muchísima violencia.

En una sociedad con marcados fenómenos de violencia a lo largo de su historia, el fútbol se caracterizó en casi 50 años por todo lo contrario: una vivencia familiar, compartida entre hinchas de equipos rivales. Así algunas prácticas generaran trifulcas y tragedias: invasión a la cancha en Bucaramanga en 1981 y reacción con disparos al aire de la Fuerza Pública (4 muertos y más de 30 heridos), caída de una baranda en Ibagué en el mismo año (19 muertos y 45 heridos) y estampida en Cali en 1982 porque unos hinchas decidieron orinar a los que salían del estadio (22 muertos y 100 heridos).

A finales de los años ochenta y cuando las rivalidades se habían exacerbado en términos de equipos y regiones, se volvió común que árbitros, equipos visitantes o locales derrotados y periodistas tuviesen que abandonar los estadios en tanquetas policiales y ser directamente llevados al aeropuerto. Aún así, y con las tensiones alimentadas además por la presencia de los carteles del narcotráfico y sus recursos en los principales equipos, a los que se sumaban los apostadores (que culminarían con el asesinato del árbitro Álvaro Ortega en Medellín en noviembre de 1989), en los estadios asistían hinchas de los dos equipos y había barras de lo que podríamos llamar “la vieja guardia”.

Aun con lo tensas que fueron varias definiciones de entonces y aunque había muchos elementos dados para la violencia, no hay reportes en tal sentido entre hinchas, ni dentro ni fuera del estadio. Las prácticas hoy comunes com el cierre de fronteras o exclusividad para los locales no estaban en la cabeza ni en la retórica de nadie. El cierre de fronteras tenía destinatarios únicos: Iván Mejía y Edgar Perea en Medellín.

Las mal denominadas “barras bravas”, que prefiero llamar barrismo social o futbolero, son un fenómeno de ya entrada la década de los años noventa en Colombia. Siempre será una incógnita su momento de aparición, muy seguramente asociado a un ejercicio de emulación propiciado por las antenas parabólicas y el cable que permitieron ver con mayor regularidad el fútbol de otras latitudes sin la restricción del sistema de televisión colombiano. Y los adolescentes y jóvenes de entonces empezaron a copiar los modos de las barras argentinas, aunque también, en un comienzo, canciones de programas infantiles brasileros: “ilari, ilari ilarié, oh oh oh”, “ilari, ilari ilarié, Santa Fe” de la estrella de televisión infantil Xuxa, exmujer de Pelé.

Las barras, según lo relatado, iniciaron con el proceso de afirmación de una identidad, unos símbolos (trapos), unas canciones (en versión argentina la mayoría) y mucha, muchísima violencia. Conquistaron territorios en los estadios y, ante la mirada atónita de las autoridades, generaron violencia en las tribunas y en las afueras de los estadios.

En la primera década del siglo XXI estaban en auge y crecimiento, con fenómenos que los han ido marcando como la aparición de barras en otras ciudades tan o más fuertes y violentas que las originales, con escisiones profundas e irreconciliables (Comandos y Blue Rain, por ejemplo), y propiciaron otras violencias en carreteras y barrios. De manera llamativa, la violencia inicial de las tribunas y los alrededores de los estadios se trasladó a los barrios y a las carreteras.

Las autoridades tuvieron, paradójicamente, dos pulsiones: reprimir y negociar. Desde lo nacional y a expensas de sectores que luego tendrían que ver mucho con las peores decisiones del fútbol profesional (¿Cierto doctor Vélez?), se impulsaron normas y decisiones aupadas, supuestamente, en el modelo inglés y en la pura y burda represión.

Sin embargo, los propios hechos de violencia y la realidad de varias administraciones locales y autoridades policiales que acudieron a la negociación y la participación condujeron a otra mirada del tema y contuvieron, hasta donde se pudo, la sed de sangre de los represores.

Lo interesante es que, luego de un Plan Decenal de Seguridad, Comodidad y Convivencia, y de múltiples experiencias exitosas de resolución de potenciales conflictos y tensiones, con muchas finales y partidos Clase A en que no pasó nada, con experiencias de cierre y apertura de fronteras, con más y con menos, una década después se quiso volver a la burda represión. En lo nacional y en lo local, ¿cierto Dr. Perdomo, cierto Dr. Enrique Peñalosa?

Solo que ahora las barras estaban en otro lugar. Para empezar, ya no son adolescentes y jóvenes en su mayoría. Hay papás y hasta abuelos jóvenes. El fútbol y su equipo sigue siendo el gran motivador, pero hay trabajo social y trabajo local. Y en estos dos últimos años hay, además, una llamativa politización en la que se deponen diferencias futboleras para promover la protesta, la movilización, el descontento en una tónica más política. Hay, también, violencia, consumo, microtráfico, desempleo, cero oportunidades. Pero claro, las barras no son un ente muerto: están en permanente movimiento, con fragmentaciones internas, con nuevos sectores que piden voz: las mujeres, los antifacistas. Y así. Por eso las simplificaciones de un Sevillano en El Espectador no aguantan. «Estudien, vagos…».

Y entonces la gran pregunta: ¿qué hacemos con las barras?

¿Las desaparecemos como tantos “buenos” lo afirman con sangre chorreando de sus fauces?; ¿las entendemos y aprovechamos su nivel organizativo para construir?; ¿las reprimimos y mucho más dado que se andan politizando?; ¿las compramos, las empleamos o nos sentamos con ellas, como se ha hecho en serio en Bogotá, Medellín y Cali para encontrar modos de construir el futuro?

De las barras y las vallas

A diferencia de lo que pronosticaron nuestros expertos del periodismo futbolero, eliminar las vallas en Colombia no trajo grandes tragedias sino un ejercicio civilizatorio y de convivencia: el tiro de esquina, que era casi un hecho de orden público que requería de un miniEsmad para proteger al cobrador del equipo rival o visitante, se convirtió nuevamente en una acción normal de juego, eventualmente alterada por una botella plástica o una moneda.

Ayudó a ello una iniciativa policial que no sé si fue propia o copiada: en lugar de los robocops e incluso los fuerza disponible, en la cancha los policías que supervisaban la situación no tenían uniformes de policía, estaban en sudadera. Parecían un grupo de amigos que, luego de entrenar, se pasaban por el estadio a prestar un servicio social. Eso sí, en las afueras y aunque con relativo buen trato en las tribunas no para los barristas, los policías resultaban expertos en deslegitimarse a sí mismos: tres o más requisas para entrar a cualquier tribuna con lo cual solo indicaban la inutilidad de cada requisa anterior y de lo que hacían sus colegas policiales.

De 2011 a hoy, con varias finales a cuestas y varios ejercicios inconsistentes, habría que decir que esta parte del proceso civilizatorio se logró, incluso en complejas celebraciones de títulos con el estadio colmado por los hinchas del equipo derrotado. Eso sí, sin eliminar algo que también se agravó desde los años noventa: la violencia verbal y simbólica que no es exclusiva de las tribunas de las barras sino que afecta hasta los más encopetados de la afición.

Una pasada por Platea en El Campín, por ejemplo, permite hacer indiferenciado a un magistrado auxiliar de la corte constitucional, en términos de su jetabulario, como diría mi profesor, de un “vándalo”. Aun más, creo que es más descarnado, profundo e hiriente el jetabulario del magistrado y del gerente y del doctor, que el del “vándalo”. Tiene toda la carga de una costosa educación y privilegios desperdiciados. La violencia simbólica también mata (y el desperdicio de recursos en educación).

Tarde, tarde, tarde

Al momento de escribir esto, la narrativa dominante en medios y redes no deja de culpar a las barras de lo sucedido el martes en El Campín de Bogotá. Como hay tantas versiones, tantos argumentos y tanta fácil capacidad de juzgar y condenar, no voy a hablar del joven hincha de Nacional que, sólo hasta ayer fue capturado. Somos, pese a todo, un Estado social de derecho. Para bien. Ojalá reciba la sanción penal que le corresponde. Y ojalá se resocialice y entienda que un balón y una camiseta no justifican patear en la cabeza a alguien que, además, está prácticamente inconsciente e indefenso. Pero dado que en su caso la flagrancia y los videos operan en su contra, quiero dedicar algunos comentarios y reflexiones a las autoridades, los directivos y los periodistas.

Evidentemente, nuestros directivos de la Federación, la Dimayor y los distintos clubes, alcaldes y secretarios de gobierno o seguridad, y un porcentaje altísimo del periodismo deportivo solo ven como solución la represión, la prohibición, la desaparición, la eliminación. Y más si suena a carnetización, cámaras, biometría. Asuntos todos que pueden volverse un lucrativo negocio, ¿cierto Dr. Perdomo? Y allí se quedan, con un autoritario y deshumanizante discurso en contra de los “vándalos”, pues la solución sería que dejaran de existir… Y parecerían compartir un placer especial en ser partícipes, en algún grado, de tal eliminación. Y luego se sienten gente lo más de bien…

Fútbol y castigo

Lo sucedido el martes 3 de agosto en la noche es, en cualquier caso, una demostración de la falta de previsión, gestión, adecuada planeación y toma de decisiones de quienes tenían a cargo la organización del primer partido con asistencia de público en 15 o más meses.

Aunque la alcaldesa de Bogotá salió a culpar a otros, como lo hace frecuentemente, y a castigar a todos para que aprendan (su próximo libro podría titularse: Castigar y castigar), es necesario señalar que si algo demuestra lo sucedido esa noche es la total ausencia de gestión de las autoridades locales. Puede que Policía, clubes, Dimayor y barras tengan una cuota de responsabilidad. Pero el encargado de liderar las instancias previstas en la normatividad es la Alcaldía Mayor de Bogotá, y, al menos, dos de sus secretarias: la de Gobierno y la de Seguridad (¿no hay renuncias, cierto?).

En la segunda alcaldía de Enrique Peñalosa, cuya administración estuvo cerca de volver a poner las mallas en las tribunas, encargar del tema de las barras al Instituto Distrital de la Participación y Acción Comunal salvó las cosas. El alcalde y su secretario de seguridad, que sólo veía acciones tipo Bronx, se desentendieron del tema y hasta una final Santa Fe – Millonarios salió bien. Porque se manejó la negociación, el diálogo, los compromisos. Y eso que suspendieron todos los contratos con los barristas.

Quedó claro el 3 de agosto en la noche que, por hacer el saque de honor y tomarse fotos, se olvidaron de varias cosas: considerar que era un partido Clase A, que se iba a permitir la entrada de hinchas del Nacional, entre ellos miembros de sus barras futboleras reconocidas tanto en Medellín como en Bogotá, que para evitar cualquier inconveniente había que habilitar negociaciones, compromisos y estar al tanto de posibles riesgos. Olvidaron, también, que por la arquitectura del estadio pasarse de unas a otras tribunas no es tan difícil. Ignoraron, patéticamente, cualquier dispositivo de prevención. No estaba a disposición ninguno de los equipos utilizados en estos eventos o en movilizaciones. Con perdón, “se ahuevaron todos”.

Indudablemente, la alcaldesa y sus secretarios son los principales responsables de lo sucedido y deberían responder y asumir las consecuencias. Pero evidentemente, no está en su estilo de hacer política, de gobernar. Ni siquiera en sus maneras de politiquear con gritos o con tenis (o con fotos).

Adicionalmente, cuando todo indicaba que lo mejor era suspender el partido (al igual que en 1985 en Heysel), primó la peregrina idea de “el show debe seguir”, aduciendo siempre que así se evitaban más riesgos y posibles desmanes. Y doña Claudia López volvió a lavarse las manos. Que pronto en tan poco tiempo.

En cambio, aunque no es de extrañar, acuden a prohibir y castigar. A todos y porque sí. Tarde, alcaldesa, tarde e irresponsable. Señalando, eludiendo responsabilidades, buscando culpables, politiqueando como lo ha mostrado en estos casi dos años de gestión. Incapaz de asumir y poner la cara y reconocer: “bogotanos, la cagué”. Y propiciando las peores reacciones: cierre de fronteras, estigmatización de los barristas, ese desprecio que destila por los jóvenes que no le hacen venias. Qué tremendo, alcaldesa de la séptima papeleta. Usted tan regeneradora, tan autoritaria, pero parece que le gusta. Y a desperdiciar todo lo aprendido en gestión de estos asuntos.

La guerrilla deportiva

En una época no tan lejana, digamos, buena parte de la década de los años ochenta, y gracias al buen periodismo deportivo que hacían por fuera de las grandes y poderosas cadenas surgió con creciente fuerza un programa cuyo nombre vale la pena recordar: “La guerrilla deportiva” del Grupo Radial Colombiano. Fíjense lo interesante del nombre que hoy sería como hablar de “La bacrim futbolera” o “el cartel del deporte”. No sobra recordar que el Grupo Radial Colombiano era la cadena radial de los Rodríguez Orejuela en ese interesante modelo de cartel que irrumpía en todas las actividades legales para posicionarse y lograr reconocimiento y que, además, eran los dueños del América de Cali.

Señalo estos hechos históricos y paradójicos, porque las voces de los periodistas en relación con hechos como los del martes están llenos de afirmaciones tajantes, condenas ahistóricas y estigmatizaciones profundas que no dejan espacio para nada distinto a extinguir las barras, desaparecer los vándalos. Y cansa, luego de tanto escucharlos, leerlos, verlos, la permanente incapacidad para entender, estudiar, examinar y superar un nivel básico de información y reacción condenatoria que está siempre a la mano. Entonces, indigna su inconsciente o asumida inconsecuencia y contradicción.

Si alguien se toma el trabajo de buscar las opiniones, comentarios, análisis frente al barrismo que estos personajes han planteado desde, digamos, 1997 o 1998, no han cambiado un ápice en sus posiciones y opiniones. Eso sí, no han dejado de exudar odio, estigmatización, falta de humanidad básica ni la forma de referirse a los barristas. Cuestión que no es menor en un país que ha pasado por fenómenos de violencia que a todos nos han afectado de una u otra forma.

Pero a estos (y estas) parece que no. Solo descalificación y una violencia verbal, simbólica, de la cual casi salpica sangre. Personajes que, amparados en su supuesta labor, vomitan odio y violencia, pero nunca se dan cuenta o lo asumen. Llevan 25 años diciendo lo mismo y sin proponer nada distinto a «extínganlos», «acábenlos», «elimínenlos». Nunca se preguntan su relación con la situación de esta sociedad y la violencia que la cruza. Pura ignorancia bruta. Bruta ignorancia pura. Y sangre, sangre por sus colmillos babeantes. Desde sus privilegios y prebendas, mal o bien conseguidos, condenan a los demás a ser extinguidos para que el show siga, que no afecté el negocio del canal, el medio o la emisora.

En lo más patético de aquella noche, el señor de la guerrilla deportiva, condenó a un futbolista profesional por no celebrar un gol. Cuando, después de todo lo sucedido y de que el show, indebidamente, siguiera, ni siquiera tuvo un espacio para un mensaje compasivo, sin odio, sin amargura, sin malparidez, sin canibalismo. Porque al final los periodistas en general y los deportivos en particular, no se salen de eso: son caníbales simbólicos y propician, sin pena y sin responsabilidad, como la alcaldesa por cierto, la violencia. Así esta sea simbólica y mediática.

Mi negocio, tu negocio, nuestro negocio

Y un comentario final para los dirigentes del fútbol. Es sabido que algunos, ante las presiones y amenazas de las barras, terminaron por negociar boletas, viajes, prebendas. Es sabido que otros han terminado por negociar sin plena convicción y muchos resquemores. Unos más se mantienen en el rechazo y la estigmatización, ¿cierto señor Serpa?, y aunque les toque negociar algunas cosas, al final estarían en la narrativa de la extinción.

Es cierto que es un fenómeno que no propiciaron y que les ha generado dificultades y descalificaciones como las de la alcaldesa. Pero es cierto, también, que aun en las peores épocas de los equipos, estos barristas fieles están ahí y que se esfuerzan por respaldar al equipo cualquiera sea la circunstancia. Y en algunos casos, así como administraciones locales los han utilizado en procesos organizativos y de participación, los clubes los han convertido en parte de sus equipos logísticos.

Es cierto, también, que a veces los barristas tratan de volver realidad algo que no es tan así: que los clubes deben responder a la voluntad de los hinchas, pues quienes deciden sobre jugadores, técnicos y demás son los dueños de los equipos. Lo iba a decir más convencido, pero lo sucedido con la Superliga me ha puesto a dudar. En todo caso, hay cada caso.

Sin embargo, no sobraría reflexionar y dialogar.

Termino de escribir esto antes del clásico Millos-Santa Fe sin público.

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Andrés Dávila Ladrón de Guevara

Profesor de ciencia política de la Universidad Javeriana, experto en fúbol y cultura y autor del libro 'Ganar sin ganar'


Andrés Dávila Ladrón de Guevara

Profesor de ciencia política de la Universidad Javeriana, experto en fúbol y cultura y autor del libro 'Ganar sin ganar'


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