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Frente al acoso, las universidades no se han transformado a la velocidad de sus estudiantes

Recientes denuncias de acoso abren preguntas sobre cómo las universidades deben responder a estos casos dentro de sus campus. Para Mónica Godoy, experta en género, las universidades no sólo deben crear protocolos, deben establecer políticas de cero tolerancia a las desigualdades de género.


Ilustración: David Angulo

Varias universidades en Colombia han tenido que responder ante casos de acoso que se denuncian en los campus. El de Fredy Monroy, profesor de la Universidad Nacional, fue el más reciente. La semana pasada, en un fallo del Consejo Directivo de la institución en primera instancia, Monroy fue destituido e inhabilitado por 20 años por acosar sexualmente a tres de sus estudiantes. El proceso penal se abrió en abril del 2018 y aún así, en junio del año pasado, la Universidad lo ascendió de profesor asociado a titular. Aunque el proceso fue lento, la decisión —que falta que se ratifique en segunda instancia— puede ser un referente no sólo para las universidades, sino para los agresores y las víctimas que se atreven a denunciar.

No es el único caso. Hace dos años se hizo pública la denuncia por abuso sexual por parte de una estudiante de artes plásticas de la Universidad Javeriana que llevaba cuatro años reclamando justicia. Actualmente la Universidad de los Andes tiene abierto un proceso interno en contra del director del departamento de Ciencias Biológicas por denuncias en su contra. Son, seguramente, los casos que más han recibido atención de la prensa pero no son todos. La realidad es que cada vez más las mujeres están denunciando. Y no sólo en las universidades.

Hablamos con Mónica Godoy, antropóloga y candidata a doctorado en estudios de género, sobre la manera en que las universidades están abordando el problema. En 2017, cuando era profesora de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Ibagué y coordinaba el diplomado de Equidad de género, fue despedida por ayudar a denunciar casos de acoso y abuso sexual y laboral dentro de la institución, y pedirle a las autoridades que actuaran frente a éstos. Un mes después de su despido, Godoy interpuso una tutela contra la Universidad y pidió que se ampararan sus derechos a la libertad de conciencia, al libre desarrollo de la personalidad, a la no discriminación por opiniones políticas y al debido proceso. A finales de 2018, la Corte Constitucional falló a su favor y no sólo dió la orden de su reintegro como profesora, sino que determinó que su despido fue sin justa causa y que estuvo relacionado con sus denuncias por casos de acoso, reconoció que en Colombia las universidades no tienen mecanismos para manejar casos como estos e instó a las instituciones a crear protocolos para atender los casos de violencias de género. Tras el fallo, Godoy se reintegró a la Universidad de Ibagué por cuatro meses y fue delegada para crear el protocolo de atención a víctimas de violencia sexual de dicha institución.

Para ella, las universidades no saben muy bien qué hacer frente a los casos de acoso mientras que las estudiantes tienen cada vez menos miedo de denunciar. En últimas, dice, las estructuras universitarias no se han transformado a la velocidad a la que se han transformado sus estudiantes.

¿De qué manera están actuando las universidades frente a las denuncias que han recibido por casos de acoso y abuso sexual?

Creo que las universidades tienen una herencia que proviene de su origen. Las universidades en el mundo occidental surgen de la Iglesia y ahora, a pesar de que son laicas, conservan su estructura jerárquica y vertical. Están actuando frente a los casos de acoso de la misma manera en que los está haciendo la Iglesia Católica. Hay una negación del problema. Y cuando el problema es evidente y no lo pueden negar, hay un afán por resolverlo de la manera más confidencial posible.

Además, cuando toman medidas contra los agresores y los expulsan, no queda en sus hojas de vida que fueron despedidos por abuso o acoso sexual. Prefieren terminar el contrato, indemnizar y sacar a la persona sin generar escándalo. La universidad es una institución vieja que se está enfrentando a un cambio generacional que busca despatriarcalizar la educación, es decir, que reclama más participación de las mujeres en los ámbitos académicos y más producción de pensamiento por parte de ellas.  Este ejercicio de violencia y de acoso viene desde hace mucho tiempo, lo que pasa es que ahora se está pidiendo, exigiendo, que se trate con dignidad. Las estructuras universitarias no se han transformado a la velocidad a la que se han transformado sus estudiantes.

¿Por qué las universidades resuelven estos temas de manera confidencial?

Tiene que ver con actitud vergonzante, que además le pone a las víctimas el peso de cuidar el prestigio institucional. Les dicen que tienen que guardar silencio y confidencialidad, cuando en realidad el prestigio recae es sobre las directivas de las institución y las decisiones que ellos tomen. Pero lo que están haciendo es pidiéndole a las víctimas no asumir lo que sucedió, no hablar y eso es revictimizar a quienes denuncian.

El acoso viene desde hace mucho tiempo, pero ahora se está pidiendo, exigiendo, que se trate con dignidad. Las estructuras universitarias no se han transformado a la velocidad a la que se han transformado sus estudiantes.

¿Cuales son los riesgos de insistir en que estas discusiones deben quedar en lo privado y resolverse internamente dentro de las universidades?

Las mujeres —que son la mayoría de las víctimas de acoso sexual, aunque también está la población LGBTI— seguimos cargando con el estigma de ser quienes provocamos las situaciones en las que se nos agrede. Seguimos cargando con la poca credibilidad de nuestra palabra y con la amenaza de los procesos legales. Las instituciones y los agresores se escudan en mecanismos jurídicos y hacen énfasis en el debido proceso, que por supuesto es un derecho, pero que tiene un límite y es el principio de la buena fe de la denuncia.  Pero las universidades ponen en tela de juicio la denuncia y con ello dan garantías a los agresores y no a las víctimas. No creer en su palabra es misoginia y está naturalizado: que por qué aceptó un café, que por qué lo tiene en Facebook, que por qué entró a la oficina.

¿Se puede decir que las universidades están defendiendo o escudando a los agresores?

Aunque se dice que esto sucedió en el ámbito privado, en las universidades se sabe quiénes son los que incurren en estas prácticas. Es más, gozan de popularidad, de prestigio y también de impunidad por las posiciones de poder que tienen. Es la palabra de la víctima contra la del agresor. Se sabe que lo hacen, que son muchas las víctimas, pero las universidades lo asumen como algo menor, como un mal comportamiento y no como un delito.

Este silencio es perjudicial no sólo porque no se trabaja el problema con la comunidad universitaria, sino porque además se individualiza, se queda como un hecho aislado, cuando en realidad la violencia de género atraviesa todas las relaciones. Tratar el problema con ese nivel de secretismo y de temor, no beneficia ni a la universidad, ni a las víctimas, ni a los agresores.

¿Hay alguna universidad en Colombia que sea un ejemplo por la manera en que maneja estos casos?

No. Ninguna sabe qué hacer. Hay mucha gente preocupada, pero cometiendo torpezas. Echan a cualquiera contra quien se ponga una queja, no se les da ni siquiera el derecho a réplica, y eso tampoco está bien. Entonces así como hay universidades que lo están ocultando todo, otras tratan de solucionar equivocadamente. Estamos aprendiendo en un camino a ciegas a reconocer qué es lo mejor y cuáles serían las mejores prácticas. Espero que en unos años podamos ver que estos casos se tratan de manera adecuada.

¿Y cómo evalúa los protocolos contra el acoso y la violencia sexual que hoy existen en Colombia?

El protocolo en la Universidad Nacional, por ejemplo, está bien construido pero no tiene medida sancionatoria. Las quejas van a un comité disciplinario, y ahí se queda, se estanca. Sólo pasa algo hasta que la denuncia se hace pública y sale en los medios; eso fue lo que pasó con el caso más reciente.

¿Qué es lo que deberíamos esperar de las universidades respecto a este tipo de casos y específicamente de los protocolos contra el acoso y el abuso que éstas están obligadas a diseñar?

Yo creo que lo importante es entender que el protocolo de atención es una parte pequeña de un política de equidad de género que deben tener las universidades. El protocolo no va a solucionar el problema, puede incluso ayudar a ocultarlo. Tener un protocolo no garantiza que haya menos acoso sexual. Lo que garantiza que no haya acoso es una política de cero tolerancia a la desigualdad y a la discriminación. El protocolo es una parte de una política que tiene que ser mayor.

¿Qué deben incluir esos protocolos específicamente?

Deben, como mínimo, contemplar y establecer los derechos de las víctimas de acoso y de violencia sexual y de género, y deben inspirarse en los estándares de derechos humanos, especialmente en los derechos de las mujeres.

Tu no puedes someter a una víctima a un careo con el agresor, pero es lo que hacen en muchas universidades. Eso es violatorio de estándares internacionales. En los protocolos deben estar garantizados los derechos de las víctimas y debe haber una reflexión frente a las sanciones que se pueden aplicar: sanciones que deben ir desde lo pedagógico hasta la expulsión.

¿Por qué no debemos esperar que todas las personas que incurren en estas prácticas sean expulsadas?

La expulsión debe ser la última salida frente a este problema. Antes debe haber etapas pedagógicas y otro tipo de sanciones. Sacar a una persona de la comunidad universitaria es un fracaso. El problema es que en las universidades no están definidas esas sanciones que pueden, por ejemplo, contemplar el trabajo pedagógico, que el agresor deba someterse a terapias psicosociales, o hacer un diplomado en equidad de género. Tenemos que entender que no todo debe terminar con un despido. Sobre todo porque ellos se van y pueden buscar trabajo en otra universidad y hacer lo mismo. Ahora, claro, hay casos que son crónicos, en los que la persona lleva mucho tiempo ejerciendo violencia de esta forma, y ahí el componente pedagógico no tiene nada que hacer.

¿Cómo debe ser la reparación para quienes han sido víctimas y denuncian estos casos?

Hay que escuchar a las víctimas, saber qué es lo que quieren. Para algunas, por ejemplo, la forma de sentirse reparada es que el profesor le pida disculpas y que acepte su responsabilidad. Hay que tener la voluntad de escuchar y tener, además, esa variedad de sanciones pedagógicas para poder responder a lo que piden las víctimas.

En algunos casos se ha demostrado que los protocolos no son vinculantes y quienes al final toman las decisiones no saben cómo enfrentar este tipo de casos. ¿Qué se puede hacer?

El cambio no va a venir de la institución, sino de la fuerza del movimiento estudiantil. Porque las universidades tienen inercias institucionales que hacen muy difícil su transformación. Son las estudiantes las que tiene que poner en jaque a las universidades, incentivar que se interpongan denuncias, incluso penales contra los presuntos agresores y demandar si hubo falta de acción por parte de las universidades. Si eso último se comprueba, entonces debe entrar también el Ministerio de Educación a imponer sanciones. Así lo hicieron en Chile, se tomaron las universidades y no pararon hasta que no hubo compromisos reales.

Por esto el protocolo no es el fin del camino, esa una parte del camino que deben recorrer las universidades. Porque si no se pone en jaque el orden, no avanzamos.

Las universidades pueden tener un muy buen protocolo pero si las personas que toman las decisiones no tienen la conciencia sólo se generan falsas expectativas.

¿Qué opina de la decisión tomada por la Universidad Nacional la semana pasada frente a las denuncias de acoso contra el profesor Freddy Monroy?

Creo que este fallo de primera instancia es un triunfo parcial, pero un triunfo. Dentro de la Universidad Nacional se dice que esto es un problema de feministas radicales, que están haciendo cacería de brujas contra profesores. Incluso, lo han planteado como una guerra de sexos. Hay sectores que estaban defendiendo el profesor contra el peso de la evidencia, decían que había sido un error y que no era tan grave. Pero ese profesor ya tenía otra queja que la Universidad había empantanado. Lo que le pasó a la víctima es directa responsabilidad de la Universidad por no haber actuado con la primera denuncia. Si se sabe que hay una queja por acoso sexual y no hay ninguna investigación, pues se está dejando suelto a un agresor.

Creo que con este fallo se está tratando de sentar un precedente que asusta a un sector conservador. Es bueno que se siente un precedente y que se haga de manera ejemplarizante, porque no es él único.  Esto puede ayudar a que se den cuenta que no pueden hacerlo, y que si lo hacen pues quedan inhabilitados. Espero que en segunda instancia se ratifique ese fallo. Es un triunfo del movimiento feminista y del movimiento estudiantil.

¿Cree que este caso puede incidir en decisiones de otras universidades, incluyendo las privadas como la Universidad de los Andes?

Son escenarios distintos. Las universidades privadas actúan mucho más apegadas al secretismo convencional. Tienen más problemas que las universidades públicas, hay un juego de poderes que hace que las cosas no se conozcan. Las privadas tienen, además, mecanismos muy efectivos con sus estudiantes y profesores para que no se diga nada e incluso para que haya autocensura. Hay profesores y profesoras que conocen los casos, pero que prefieren no hablar por miedo a perder su trabajo.

¿Qué hacer frente a eso? ¿Cómo combatir esos mecanismos de las universidades privadas?

El Ministerio de Educación debe ser el que le imponga a las universidades presentar informes anuales que den cifras de, por ejemplo, cuántas quejas han recibido por acoso sexual, de quiénes son los posibles agresores y sobre todo, qué medidas y acciones sancionatorias tomaron y cuál fue el procedimiento al que se sometió la denuncia. Esa información debe ser de conocimiento público. Le corresponde al Ministerio hacer esa vigilancia, porque las universidades no lo van a hacer por voluntad propia.  

¿Cómo ve la forma en la que las universidades le responden a las víctimas?

Las estudiantes han sufrido mucho.  Hay estigmatización contra las profesoras que intentan ayudarlas. Es una situación compleja no sólo en Colombia, sino en el mundo. Esto es una representación local de lo que pasa a nivel global. Hay una avanzada ultraconservadora que ve en los derechos de las mujeres una amenaza y hay una apuesta por sacar de las universidades este pensamiento que se considera antifamilia y peligroso.

Pero así como hay una derechización, también hay una ola feminista muy fuerte… ¿cómo se están midiendo estas fuerzas en el ámbito de la academia?

La ultraderecha ha reconocido que las universidades son los centros de formación del pensamiento crítico, sobre todo en las humanidades. Hay una apuesta por desfinanciar las humanidades y darle ese financiamiento a las carreras que  “realmente” aportan a las sociedad. Es la forma de disciplinar el pensamiento crítico. Sacan a profesores que generan cuestionamientos al poder, consideran el feminismo como una desviación peligrosa y estigmatizan a estudiantes que pertenecen a grupos políticos.

Esto cómo se enfrenta: en la calle, en la huelga. Yo le digo pensamiento ‘opositivo’: si el enemigo tiene miedo a que estos casos salgan en la prensa, pues hay que difundirlos en la prensa. Si no quieren que esto se vaya a lo legal, pues hay que poner la denuncia penal. Hay que identificar los nudos de esta situación, porque debe haber un quiebre en las instituciones y eso no pasa a punta de conciencia, sino de fuerza política, de que vean que no pueden seguir haciendo lo mismo que hace 30 años. Porque las estudiantes ya no tienen miedo, utilizan las redes, los medios.

Las universidades tienen que aprender a manejar el problema de otras formas. Pueden tener un muy buen protocolo y una muy buena ruta, pero si las personas que toman las decisiones no tienen la conciencia sobre estos temas no se hace nada, sólo se generan falsas expectativas.

Usted habla de los medios, ¿qué rol están jugando los medios de comunicación en los casos de acoso?

Son fundamentales. Lo que probamos, por lo menos en mi caso, es que si no hay presión mediática pues no se resuelve el problema. Yo agoté todas las instancias internas de la universidad para buscar ayuda para las víctimas y lo que pasó fue que me terminaron despidiendo a mi. Sin los medios no me hubieran reintegrado. Los medios son una herramienta para ampliar las luchas políticas, y las universidades no saben cómo usarlos, les tienen miedo porque pueden generarles desprestigio y son muy lentos para dar declaraciones a la prensa. Lo que hacen con eso es dar cabida a la especulación.

Ahora, los medios pueden ser un arma de doble filo: porque también hemos visto cómo han expuesto a algunas víctimas de manera irresponsable. Por ejemplo, en el caso de la Universidad Nacional, hubo una emisora que hizo público el documento de la denuncia con el número de teléfono y la dirección de la víctima. Eso es absolutamente irresponsable. Además, cometen imprecisiones que pueden perjudicar el caso penal.

Los medios son aliados si los y las periodistas tienen una sensibilidad con el problema. De lo contrario, revictimizan a las mujeres y pueden llegar a ser absolutos enemigos.

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