Un mortal con poder —como el arte— es un dilema ético. Hablo de un mortal cualquiera con no cualquier poder. Hablo de faraones, santos y presidentes. De artistas. Hablo del poder que religa esclavos, creyentes y otros mortales disminuidos para que junten sus fuerzas, casi siempre físicas, y ensamblen pirámides, templos y monumentos. Para que levanten un lugar con dimensiones apropiadas para albergar a un dios o, quizás y simplemente, para convertir a ese mortal con poder en alguien divino.
La naturaleza, que entiende de fuerzas y poderes, de arquitectura y escultura, tiene abejas, hormigas y gorgojos que se enjambran de una reina a la que, de por vida, le obedecen.
Y el arte, que se parece a la naturaleza, tiene a Doris. Doris Salcedo es una abeja reina.
Lo vi en esa foto que le tomó Jesús Abad Colorado. Ella de cara a la Plaza de Bolívar sobre un estrado del Capitolio. Ella, sonriente, encima de todo y de todos, presenciando su tropa de abejitas mientras explayaban semejante panal: los telares blancos de Sumando Ausencias que cubrieron todo el suelo de la plaza. Ese día La Paz se embarcó en el nombre de Doris y le dio la vuelta al mundo.
Sus obras vienen cubiertas de “moral”: himno que Doris entona—siempre— después de inaugurarlas. El papel, el micrófono y su voz son parte de su fuerza escultórica: un mecanismo complejo, sofisticado y bien armado que desata sus feromonas. Rompe toda posible interpretación y, por eso mismo, amaestra criterios y diluye, con la belleza de un discurso, cualquier dilema ético que se nos pueda ocurrir.
Subordinarse a su discurso es lo más fácil. Nos enjambramos con lo de la reivindicación, lo del posconflicto, lo del contramonumento. Lo difícil es liberarse y ver con transparencia su obra, su hacer plástico, leer los elementos y lanzarse a sus posibles derivas.
Fragmentos no es falo, no se eleva, no apunta al cielo, al dios de los cielos que suele ser masculino. No es lo que, por tradición, entendemos como monumento. Al menos no desde lo formal.
Doris se hizo reina y la reina es reina por su don real. Por sus feromonas que dirigen y conducen. Por ser la única indispensable. Por ser la madre de todos; para mí, su contramonumento, Fragmentos, es del orden de las pirámides, de los templos, de los panales o de aquello que es construido por un colectivo sometido a una voluntad única y poderosa.
Fragmentos no es falo, no se eleva, no apunta al cielo, al dios de los cielos que suele ser masculino. No es lo que, por tradición, entendemos como monumento. Al menos no desde lo formal. Se expande sobre el suelo, como varias de sus obras, para relatarnos un orden y poder distinto. Uno femenino y suyo.
El piso se inauguró el pasado 10 de noviembre y será, según su discurso, un lugar de arte y memoria. Sobre él, durante los próximos cincuenta y tres años, los mismos que duró el conflicto, habitarán obras de artistas nacionales que darán miradas y perspectivas diversas a tal periodo.
Así jamás olvidaremos ni a las víctimas ni a las Farc. Sobre todo no olvidaremos a Doris. Ni que se hubiera hecho anónima. Se hizo más bien madre.
Su gran obra se hizo con armas, con poder y con fuerzas colectivas de quienes fueron víctimas. Víctimas esclavas, víctimas creyentes, víctimas obreras cuya ira, por regla de la abeja reina, se dosificó en un cuadrado de aluminio.
Las obreras, mujeres víctimas de violencia sexual, —y Doris también—, golpearon los moldes de aluminio sobre los que después se vertieron, fundidas y derretidas en un caldero de fuego, las armas de las Farc.
Los falos forjados, aplanados y embellecidos, se volvieron las baldosas, los fragmentos, que se ensamblaron sobre el piso de un nuevo espacio. Un espacio. Esta obra, además de un piso, es una cavidad uterina. Durante el próximo medio siglo, de Fragmentos, del endometrio reivindicado y divino de la abeja reina emanarán obras y se dará luz a un sinnúmero de artistas.
Su gran obra se hizo con armas, con poder y con fuerzas colectivas de quienes fueron víctimas. Víctimas esclavas, víctimas creyentes, víctimas obreras cuya ira, por regla de la abeja reina, se dosificó en un cuadrado de aluminio.
Fragmentos reivindica a Doris, transforma a Doris, forja su templo uterino y por eso, —sobre todo por eso— es una obra asombrosa. Doris, sin su discurso, es más una dominadora lejana a toda ética. Pero la ética, a diferencia de la transformación, es un ingrediente irrelevante para el arte.
Y esta es la parte más incómoda. Nosotros, los admirados, sus defensores y detractores, los propagadores de su nombre, los embelesados con el posconflicto, los artistas de la paz, los subyugados a su discurso y los iletrados de símbolos, deberíamos contemplar su obra bajo nuestra condición de dominados. Somos parte de su obra. Somos sus hijos: sus obreros y zánganos. ¡Enhorabuena!