Farrearse la paz o por qué deberíamos seguir azotando baldosa

Durante la guerra y los procesos de paz también se ha disputado el sentido común por la fiesta. Este es un recuento de cómo las FARC transitaron a la vida civil con una forma opuesta a la que pedía una “paz liberal”: bailando.

por

Rafael Quishpe

docente e investigador TraCe-Uniandes


16.12.2025

Portada: Isabella Londoño

Esta nota hace parte de «Acordes, balas y acuerdos: 60 años de música y conflicto armado en Colombia», un especial producido entre Cerosetenta y la Biblioteca Musical de la Paz. Si quiere ver las otras notas del especial, haga clic aquí.

***

“Bailar es sinónimo de vida y alegría

 es disciplina placentera, arte que rebulle las venas del alma

pasión manifestándose desde las entrañas 

Bailar es una mujer caribe que abraza con las caderas 

es la historia y la riqueza de un pueblo contada desde los cuerpos

 es comunicación sin palabras” 

– Sofía de la Hoz 

Desde hace un año no puedo bailar bien. Tengo una rodilla jodida luego de que un desconocido me cayera encima en medio de un pogo de mi banda favorita, la alemana Heaven Shall Burn. Algunos ortopedistas dicen que solo fue una pequeña fisura en la rótula, otros dicen que no baje escaleras y que a los 60 años me pondrán una prótesis. ChatGPT no está de acuerdo con ninguno. Paradójico: por andar bailando ahora ya no puedo bailar. Al menos no como antes.

Tal vez por eso, cada vez que bailo en la Casa de la Paz siento que estoy en fisioterapia. Con dolor y paciencia seguimos moviéndonos, así como el país que intenta recuperar el paso perdido luego de tantos golpes y fracturas. Al final eso somos los colombianos: gente que baila en medio del dolor y la frustración – y a pesar de ellos.

Hay algo mágico en ese lugar, creado por un colectivo de excombatientes hace 5 años en Teusaquillo, en Bogotá. Eso seguramente lo pueden confirmar las cientos de personas que lo han visitado. Encontrar la casa ya se recubre, de por sí, con cierto aire de misticismo. Sin ningún aviso o letrero en la puerta, quien llega allí lo hace por invitación, por algún tour o curso universitario, o porque aquellos misteriosos designios del destino y el azar le tienen guardado un propósito particular que luego entenderá. 

A la Casa de la Paz se sabe bien a qué hora se entra, pero nunca cuando se sale. Entre cervezas, risas, karaoke, charlas políticas, un perreo a poca luz o una cumbia caucana el tiempo se deshace y nos recuerda que la construcción de la paz y la reconciliación luego de 10 años no solo ha pasado por la implementación de políticas públicas y la acción colectiva, sino también por la posibilidad que tenemos de parchar, tomar pola, cantar y bailar juntxs. 

Pero no siempre fue posible bailar así.

Las fiestas prohibidas durante la guerra 

Acordes, balas y acuerdos

Nos vamos para La Habana: el rap quijotesco con el que las FARC lanzaron los diálogos de paz.

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Durante el conflicto armado no todas las personas y comunidades podían encontrarse, celebrar o incluso moverse libremente. La violencia ejercida por paramilitares, guerrillas y fuerza pública disciplinó no solo los cuerpos de quienes combatían sino también de quienes habitaban ciudades, pueblos y corregimientos, imponiendo así una moral sobre quiénes y cómo podían celebrar y quiénes debían callar. En los territorios más golpeados, el miedo a reunirse o celebrar se volvió una forma de autocensura: el baile podía interpretarse como desafío, la música como provocación. 

Por ejemplo, en Medellín de los 80 y Santa Marta de los 90, paramilitares y fuerza pública señalaban y perseguían a punkeros y metaleros. “Nos gritaban que dejáramos esa música, que eso iba en contra de la sociedad y de la iglesia. Que primero Dios. Nos hicieron vestir con lo poco que nos quedaba mientras nos seguían pegando. Cuando me bajé de ese bus me di cuenta que al parcero le habían motilado el pelito” relataba a la Comisión de la Verdad un joven torturado por el Bloque Cacique Nutibara (AUC) en Medellín. 

Mientras tanto en las costas Pacífica y Caribe, los confinamientos impedían que las fiestas patronales, carnavales y bailes comunales se desarrollaran normalmente. En 2013, la Unidad de Vícitimas afirmaba que, en la costa atlántica, más de 10 comunidades hace muchos años no realizaban fiestas patronales por causa del conflicto armado. Inclusive, los grupos armados vigilaron, prohibieron o monopolizaron estos eventos para generar miedo y afianzar su poder simbólico. Según Daleth Restrepo en su investigación sobre Necoclí, los paramilitares al financiar y privatizar las fiestas populares excluyeron del circuito de celebración a las clases bajas y los habitantes de las zonas rurales, a la vez que instauraban una cultura de festividad mafiosa en donde el cuerpo femenino circulaba como parte del mercado sexual.

Recientemente la Comisión de la Verdad afirmó que la diversidad cultural “se empobreció y así se perdieron fiestas, ritos y expresiones artísticas”, reduciendo los espacios del goce y de la cultura viva. Una pérdida que, además, vino acompañada por la instauración de un juicio moral en quienes vimos la guerra desde los televisores o los diarios. Una moralidad que todavía hoy persiste y sobre la que tenemos que hablar. 

“De farra y sirviendo licor”

En lxs colombianxs parece persistir una moralidad que aún no hemos sabido nombrar del todo: una incomodidad que aparece cada vez que vemos —con sorpresa y algo de juicio— a los (ex)combatientes reír, bailar o disfrutar. Mi hipótesis es que esa moral proviene de un cortocircuito heredado de la guerra, uno que nos impide reconciliar la imagen del guerrillero violento con la del guerrillero que goza. Que goza como cualquiera de nosotros en navidad, cumpleaños o en un descanso entre jornadas. La escena mediática nos enseñó a mirar la guerra sin cuerpo: el baile del enemigo, por tanto, debía ser una anomalía. 

“De farra y sirviendo licor”. Así tituló el noticiero Canal Uno –en su emisión del 22 de junio de 2011– a una serie de imágenes recogidas por fuentes de inteligencia militar que buscaban capturar a alias “El Paisa”, comandante de la columna Teófilo Forero. “En medio de la fiesta les sirve licor importado en los pocillos de campaña de los guerrilleros narraba, por su parte, la voz en off de Noticias Caracol sobre el mismo hecho. “Todos lucen uniformes negros que los identifican como integrantes de la columna Teófilo Forero de las FARC, el ala criminal responsable de los secuestros de los extranjeros y de los atentados terroristas en el sur del país”

Aquellos cubrimientos mediáticos – que mezclaban juicio, incredulidad y asombro – fueron unas de las pocas ventanas a las que podíamos asomar para conocer las vidas guerrilleras. Tras el bombardeo al campamento de alias el “Mono Jojoy” en 2010, una de las noticias más sonadas fue el hallazgo de un Rolex original en la muñeca del comandante, uno sumergible que valía más de 13.000 dólares. Un objeto convertido en símbolo moral.

Sin embargo, para las FARC-EP bailar, cantar y celebrar eran actividades más cotidianas de lo imaginábamos. Ya lo decía Jaime Bateman –líder samario del M-19– en los años 80: la revolución es una fiesta. Y no era mera retórica sino toda una ontología, una forma de entender el quehacer político y militar desde la alegría y el goce. Aunque más rígida que el M-19, las FARC-EP también se plegaban a esta idea. No es casualidad, por eso, que intentaran llegar a la población civil al ritmo de vallenatos insurgentes grabados en cassettes y vinilos durante los años noventa en la Sierra Nevada de Santa Marta, impulsando a cantantes como Lucas Iguarán y Julián Conrado. 

Guerrilleros bailando durante el Caguán en 1999 (Fuente: Comisión de Prensa – Fondo BLAA)

En 1985, la VII Conferencia instauró lo que se conocía como la “Hora Cultural”, un espacio diario entre las 5 y 6 de la tarde en donde –según Alejandra Téllez, firmante del Acuerdo de paz y cantante– “uno podía bailar, cantar o echar un chiste”.  Inclusive, las FARC-EP produjeron merengues bailables muy curiosos como “El baile del guerrillero”, el cual invitaba a mover las caderas a ritmo revolucionario durante estos momentos de diversión.

A veces la hora cultural se hacía en las aulas guerrilleras en medio de la selva, otras en una tarima gigante (como aquella levantada en los llanos del Yarí en 2016) o también durante diálogos de paz, tal y como sucedió en la zona de distensión de San Vicente del Caguán a inicios del milenio. 

Los vallenatos del Caguán y una censura diplomática

Uno de los asistentes al espectáculo que por ese entonces se montaron el Gobierno de Pastrana y las FARC en el Caquetá fue el artista Wilson Díaz. Con mirada curiosa, Díaz grabó en VHS el concierto del lanzamiento de “Los Compañeros”, conjunto vallenato liderado por la voz de Guillermo Torres (alias Julián Conrado), el músico más conocido de la insurgencia. Vestidos de camuflado, con acordeones y guacharacas en mano, Los Compañeros interpretaron canciones propias que hicieron aplaudir y mover el cuerpo de lxs asistentes a tan singular evento.

Posteriormente, Díaz usará este material fílmico para crear “Los Compañeros”, una reconocida obra plástica ampliamente expuesta en Colombia y a nivel internacional. Justamente en 2002, y como parte de una exposición llamada Desplazado (Displaced), la obra de Díaz fue llevada junto a otras a Reino Unido para ser exhibida en dicho país. Pero lo que inició como un ejercicio de memoria artística y reflexión plástica terminó convertido en una curiosa crisis diplomática: por solicitud del entonces embajador Carlos Medellín se retiró la obra de la exposición general, invocando el cumplimiento del Decreto 401 de 1983 sobre la divulgación de una imagen “positiva de Colombia”. 

Exposición “Rebeldes del Sur” (Fuente: autor) – Fotograma video “Rebeldes del Sur” (Fuente: Esfera Pública)

Entre acusaciones de censura, modificación de textos por parte de las curadoras y otros vericuetos, se creó un interesante debate público del cual me gustaría rescatar lo escrito por William López, profesor universitario y director del museo de la Universidad Nacional por ese entonces: “Es un video, además de mala calidad, en donde el artista está señalando algo. Está mostrando a uno de los actores armados, y ¿qué está haciendo este actor? Cantando. Pues resulta que los guerrilleros también cantan. Pero en un clima de polaridad como el que estamos viviendo, al enemigo hay que llenarlo de la mayor cantidad de antivalores posibles para que sea un enemigo anónimo: perspectiva que hace posible una lectura paranoide de la obra”.

En la acalorada discusión pública también se manifestó el profesor Fernando Herrán, quien agudamente señalaba que la mirada del artista tiene el poder de señalar aspectos velados. Aspectos que, a su vez, nos brindan la oportunidad de “ver al otro y admitir su existencia”. Desde esta perspectiva es un paso primordial para cualquier proceso de comunicación. Esto obliga a pensar y a realizar un esfuerzo por entender lo que nos es ajeno”.

Conejo y la Bailatón

Durante décadas, cada intento de mostrar al guerrillero cantando o bailando fue leído como amenaza. De la tarima del Caguán a la pista de baile navideña en Conejo (Guajira) pasaron más de quince años, pero algo no cambió: la sospecha frente al cuerpo que baila, la mirada que no soporta el goce del otro. Lo que en 2001 fue censura artística, en 2017 se volvió sanción diplomática cuando algunos observadores de la Misión de Verificación en Colombia de las Naciones Unidas fueron expulsados luego de ser fotografiados bailando con algunas guerrilleras la nochebuena del 31 de diciembre en Conejo, Guajira. En Colombia, el derecho al placer también ha sido un terreno de disputa política.

Y es  que con la implementación del Acuerdo de Paz no solo llegaron los chalecos azules de la ONU a los territorios sino también una racionalidad particular: la de la paz liberal. Esa que racionaliza todo bajo cánones universales, recetas genéricas, aunque insista en que son “a medida”. En Conejo, y como sucedió en distintos ETCR del país, las noches de efervescencia luego del Acuerdo de Paz solían terminar en música, cerveza y baile. En farra. Por eso, y como en la pista no existen jerarquías, a los observadores de Naciones Unidas que estaban allí ese 31 de diciembre no se les pasó por la cabeza que bailar algunas canciones les costaría su expulsión del país.

“Preocupación” y “sorpresa” fueron las palabras que, por entonces, usó la embajadora de la ONU, María Emma Mejía, para referirse a los hechos. “Comportamiento inapropiado” que no refleja los “valores de profesionalismo e imparcialidad” fueron los adjetivos que, por su parte, usaron desde la Misión de Verificación en Bogotá. Una verdadera tristeza que ni Mejía ni la ONU recordaran lo ocurrido en 1914, cuando en Bélgica soldados alemanes e ingleses agotados por la guerra hicieron una tregua de Nochebuena para jugar fútbol, cantar villancicos y estrecharse las manos. Seguramente no bailaron un Diomedazo, pero sí recordaron la humanidad del otro.

Bailatón por la Paz en Cartagena (Fuente: Última Hora)

Más allá del hecho anecdótico, en Conejo chocaron dos maneras de entender la paz: la que se firma con protocolos y la que se celebra brindando y bailando. Por eso la respuesta de la población guajira fue, cuanto menos, ingeniosa: cientos de personas se reunieron en los días posteriores al “escándalo” para mover el esqueleto hasta el cansancio en una “Bailatón por la Paz”, organizada en la Plaza Central del municipio y luego en varias ciudades del país. “Los organizadores de este evento nos retaron a que echáramos en la pista de baile un pasito tum tum por la paz, y nosotros que somos personas con tradiciones también de bailes de música que nos gusta. Aceptamos el reto y echamos un pasito en la pista, como estamos dispuestos también a echar cualquier pasito que sea a favor de la paz” afirmaba por ese entonces Alirio Córdoba, firmante del Acuerdo y alegre bailarín de esa parranda que pasó, más bien, de agache en los grandes medios nacionales.

Azotar baldosa navideña en la Casa de la Paz

La primera vez que traté de bailar en “cuadrito” fue con Alejandra en la Casa de la Paz hace dos navidades mientras sonaba un raspacanilla. “El bailecito en cuadro debió de haber salido de alguno de los caqueteños. Todos los que llegábamos y no sabíamos bailar nos enseñaban. Hacían un cuadrito en la tierra y el que enseñaba decía cómo poner los pies hasta que uno cogiera el ritmo”. Es un paso difícil, que exige mucha coordinación, rapidez y sabor. Pareciera que la maestría en este movimiento solo es accesible para los firmantes de paz más consagrados en las artes danzísticas.

Los fines de año son particulares en Bogotá y, como no, en la Casa de la Paz: “la gente se va de vacaciones después de velitas y esto mantiene un poco más solo”, me cuenta Camu, un trabajador de la Casa que, con alegría y disposición atenta, sirve las cervezas en la barra. Camu también hace la voz de Manolito, un títere que junto con otros más crea pedagogías del Acuerdo en la Casa a través de distintas actividades para niños, jóvenes, treintones y adultos. Y es cierto: de enero a inicios de diciembre la casa no para de celebrar. Por la tarima del patio han pasado artistas como 1280 almas, Luanko, Naturaleza Suprema, La Lira Libertaria e innumerables grupos de música del Pacífico, ruedas bullerengueras, Son Jarocho entre otros. 

Pese a que por estas fechas la Casa pueda estar algo sola, lo que no puede faltar es la tan esperada fiesta de fin de año. Para entrar a la fiesta no hay que tener un pase VIP, pero sí haber colaborado en la construcción y el movimiento de esta. El pase aquí no es otra cosa que la “cadena de afectos” de la paz. Esa red que ha sostenido durante todos estos años la briega por la implementación del Acuerdo. Hace dos años la fiesta fue inolvidable: bingo, concurso en tarima, cervezas, una torta gigante y baile hasta el amanecer. No recuerdo haber bailado tan feliz como aquella noche. Y eso es mucho decir luego de farrear hasta el cansancio en Berlín, ciudad en donde actualmente vivo. Porque la farra nunca es buena solo por el DJ y la música sino –y sobre todo– por quienes te acompañan a hacerlo real. Y en La Casa de la Paz lo hemos hecho real firmantes, víctimas y sociedad civil. Todxs juntxs.

Para celebrar este fin de año la Casa invita a continuar apoyando las economías sociales de la paz a través de distintos combos que se pueden adquirir vía telefónica o directamente en el lugar. Y, como no, realizará la tradicional fiesta de fin de año a la que lastimosamente no podré asistir porque me encuentro al otro lado del charco, tratando de poner en palabras lo que hemos aprendido en estos 10 años de construir paz desde el Sur Global. Porque como bien dice un póster de Xilotrópico que engalana una de las paredes de la Casa: Nuestro norte es el Sur. Así que, si están por Bogotá en diciembre y quieren azotar baldosa navideña, ya saben dónde hacerlo. 

¡Y bailemos pues!

Una de Rodolfo Aicardi, otra de Pastor López 

y también una de Bad Bunny o de Niche

Bailemos hombre con hombre, mujer con mujer

Firmante con víctima, miembro de la ONU con firmante 

del mismo modo y en el sentido contrario

Bailemos en la Casa de la Paz, en nuestras casas

en los caseríos y en las plazas

emparejados o con el palo del trapero

en medio de un pogo o al son de un tambor bullerenguero

Sigamos bailando con las rodillas jodidas o sanas

con las cicatrices de esta guerra que aún nos desangra

pero con la firme esperanza de que pronto todo será distinto

porque vivir es urgente 

y esta paz, sin baile, no es mi paz

Feliz Navidad. Amor y salud y un chorrito pa’ las ánimas.

***

Rafael Quishpe es investigador del proyecto «Transformations of Political Violence – TRACE» (Alemania) y profesor de la Maestría en Construcción de Paz de la Universidad de los Andes. Ha trabajado como investigador y consultor en temas de Desarme, Desmovilización y Reintegración de ex-combatientes, reconciliación y la relación entre música, conflicto y construcción de paz

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Rafael Quishpe

docente e investigador TraCe-Uniandes


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