Sin quererlo, encajamos en moldes. En estereotipos. Propios y colectivos. Moldes que nos caracterizan y nos distinguen de otros individuos, de otros grupos. Los hombres, cree la mayoría, ven fútbol y las mujeres quieren casarse, tener hijos y un hogar. Los colombianos saben de café y los uniandinos somos millonarios. En el mundo universitario también se crean estereotipos según las carreras. No es un mito que se pueden distinguir los estudiantes de una u otra facultad por cómo se visten o se comportan. Por los lugares que frecuentan o los temas de los que hablan. El molde dice que los diseñadores son hipsters, los antropólogos “chirris” y los administradores los más gomelos .
Ingeniería, por supuesto, no es la excepción. Para quienes no estudian estas carreras, los ingenieros deben ser ese cúmulo de gente con gafas que habita en el ML. Que está internado en el sótano, en un lugar desconocido donde, al parecer, hay un mundo por descubrir. Además, es un colectivo altamente detestado por reservar todas las salas de micros de la universidad. Para los ‘no ingenieros’, nosotros no tenemos cosas importantes que decir porque somos gente dedicada a los números y no a las letras, que no sabe de actualidad, a menos que esté relacionada con Pokemon Go, y que tiene altas aspiraciones económicas y bajos intereses intelectuales. Hasta entre nosotros mismos nos estereotipamos en moldes: los industriales son mitad administradores mitad economistas, los de mecánica son “brochas”, los ambientales no son tan ambientales. La lista es larga. Podría identificar un sinnúmero de aspectos que socialmente nos ubican en el plano cartesiano del mundo universitario.
Pero no hay nada de malo en que esto suceda. De hecho, es perfectamente normal que los individuos se identifiquen dentro de un colectivo por la similitud de sus intereses. Dichos estereotipos nacen de la observación y la experiencia. Crean una imagen que, luego de esparcirse como chisme de barrio, se convierte en una “verdad” socialmente aceptada. Es así como cada uno de nosotros sin quererlo, sin saberlo, lleva encima una etiqueta, una que nos ha sido asignada por el mero hecho de haber elegido esta carrera. Una con la que no todos nos identificamos. Una con la que algunos luchamos a diario. ¿Luchamos? Sí, luchamos.
Luchamos porque hay discriminación entre todos nosotros. Entre las otras carreras y entre los ingenieros. Hay discriminación cuando una persona se burla de la carrera de otra sin siquiera saber de qué se trata, cuando argumenta que es fácil y estereotipa a quien la estudia (mi caso). Hay discriminación cuando una persona se cierra a otras ideas, a otras opiniones, creyendo que carecen de valor por quien las ha escrito (el caso de este periódico).¿Yo?, ¿discriminar?, ¿cuándo? También funciona a la inversa: la gente se toma más en serio a los que estudian derecho o ingeniería y no lo bajan de “dotor” aunque no estudió medicina y tampoco tiene doctorado.
Lo nocivo de la situación es, en primer lugar, la estigmatización. Ser juzgado sin haber musitado palabra, sin poder mostrarse como profesional o como individuo. En segundo lugar, creérselo. Encasillarse en el estereotipo asignado y, en últimas, aceptarlo. Cerrarse al sin n de personalidades que habitan la universidad, que habitan el mundo. ¡Problemón! “En la variedad está el placer”, como dicen por ahí. Y si a usted le sonó y cree estar sufriendo de esta enfermedad social, péguese la pasadita por La Pecera, vaya una tarde hasta El Campito, que los prejuicios no desaparecen leyendo este artículo.