El testimonio de Jesús Abad Colorado

Un hombre que solloza la muerte de su esposa sobre un ataúd que él mismo tendrá que cargar, una iglesia fracturada y en ruinas que evidencia la barbarie, imágenes en blanco y negro que resumen los episodios más dolorosos de nuestra historia. Y un testigo: el fotoreportero Jesús Abad Colorado quien expone su trabajo en Bogotá hasta finales de 2019.

por

Tomas Uprimny

Estudiante de Derecho con opción en periodismo del Ceper.


21.01.2019

El sepulturero de Rionegro, Juan Bautista Hernández, lleva la cuenta desde hace varios años de los cadáveres que ha desenterrado. En un cuadernito rojo se pueden leer las fechas y los nombres de los cuerpos que han ido llegando. Desde finales del año 2003 aparece el mismo nombre una y otra vez. Llena, incluso, páginas completas.  Pero las siglas que tan tristemente se repiten no marcan un nombre sino la ausencia de uno: N.N. Representan la degradación de una guerra ya degradada.

La historia la cuenta el fotógrafo Jesús Abad Colorado mientras camina por los pasillos del claustro de San Agustín de la Universidad Nacional –situado, dicho sea de paso, a escasos metros del Palacio de Nariño-, donde, hasta finales de 2019, se presenta El testigo, una antología de varios centenares de fotografías que el lente de este periodista ha captado desde los años noventa. Con una estupenda selección hecha por la curadora María Belén Sáenz y su equipo, la exposición consta de cuatro salas: ‘Tierra callada’, sobre el desplazamiento forzado; ‘No hay tinieblas que la luz no venza’, que trata la desaparición forzada; ‘Y aun así me levantaré’, sobre la violencia contra la población civil; y ‘Pongo mis manos en las tuyas’, cuyos temas son la reconciliación y los procesos de desmovilización.  

Dotado de una prodigiosa memoria, el fotógrafo paisa Jesús Abad Colorado es capaz de contar la historia que hay detrás de cada una de sus fotografías y les devuelve a las víctimas la humanidad que la guerra les había arrebatado. Y no sólo la guerra, sino también el Estado y la sociedad misma, que han preferido tratar a las víctimas como meras cifras y números, recreando “una cultura por la estadística, por el dato, por el porcentaje, que olvida a las personas”, en términos del artista.

“Yo no soy un reportero de guerra”, afirma enfáticamente Abad Colorado, quien ha documentado varios de los capítulos más atroces de nuestra guerra, sin dejarse atrapar por la tentación maniquea de clasificar entre buenos y malos  —“En Colombia yo no he logrado saber quién es Caín y quién es Abel”, dice. Desde sus comienzos en la fotografía tomó la resolución de solamente retratar a las víctimas, tanto en su dolor como en su resistencia. Por ejemplo, en sus imágenes sobre la masacre de Bojayá no aparecen cuerpos destrozados por ningún lado y aun así se siente el miedo y la desesperanza. Su cámara sabiamente enfoca los estragos en la naturaleza, las viviendas despedazadas y los rostros de los sobrevivientes, pues son ellos quienes deberán cargar con el horror vivido. A propósito de la relación entre arte y violencia, y sirviéndose de La peste de Albert Camus como ejemplo, García Márquez escribió:El drama no eran los que escapaban por la puerta falsa del cementerio —y para quienes la amenaza de la peste había por fin terminado— sino los vivos que sudaban hielo en sus dormitorios sofocantes sin poder escapar de la ciudad sitiada.”

A menudo olvidamos que en la guerra hay nombres y rostros. Una de las fotos más conocidas y difundidas de Abad Colorado es la de un campesino negro y descalzo que llora sobre un ataúd. Aniceto es el negro descalzo y el cadáver dentro del féretro es el de su esposa Ubertina. Habían salido rumbo a Buenaventura en mayo del 2002, pero quedaron en medio de los enfrentamientos entre paramilitares y guerrilla y Ubertina fue alcanzada por una bala mortal. Las condiciones no daban para que Aniceto trajera el cuerpo de su esposa de vuelta a Napipí  y se vio entonces obligado a enterrarla —con ayuda de Abad Colorado, cuatro misioneras de la Madre Laura y el padre de Ubertina—, en las profundidades de la selva, sin más testigos que las sombras de las ceibas y los cantos de las guacamayas. Aniceto, con lágrimas brotando de sus ojos y de su corazón, decía: “¿Yo qué les voy a decir a mis hijos, si yo la traía viva?”.

Aniceto y Ubertina. Mayo del 2002.

Pero ‘Chucho’, como lo conocen sus amigos, no solo ha dejado constancia de las brutalidades del conflicto, pues sus imágenes también narran los valientes retornos de quienes salieron huyendo de sus tierras, las resistencias de muchas comunidades frente a las armas, las esporádicas victorias de la justicia. Mi ojo de enfoque es el izquierdo porque está más cerca del corazón”, aseguró Abad Colorado en una entrevista con el periodista Lorenzo Morales, y las casi quinientas fotografías que componen El Testigo le dan la razón.

 

El Testigo revela varios de los episodios más macabros de nuestra historia reciente  —Segovia, El Aro, Granada, Orión, San Carlos, La Chinita—, como lo que realmente son: crímenes de lesa humanidad sin esclarecer, con saldos espeluznantes y víctimas que se cuentan por miles, en sus mayorías civiles y campesinas, negras y pobres. Frente a un gobierno que desdeña la memoria –el presidente Duque no asistió a la instalación de la Comisión de la Verdad– y una cierta clase política que padece de amnesia selectiva, el mejor antídoto es este inmenso trabajo periodístico, que evidencia el perverso andamiaje de la guerra y sus devastadores efectos. Decía el poeta Rimbaud que los grandes artistas, y El Testigo confirma que Jesús Abad Colorado es uno de ellos, “nos hacen descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato”.Las estrellas nadan imperceptibles sobre la reconstruida Iglesia de Bojayá. (2015)

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Tomas Uprimny

Estudiante de Derecho con opción en periodismo del Ceper.


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