Al otro lado de la puerta del estudio desde el que Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) responde esta entrevista duerme Telmo, su hijo de dos años, y el protagonista inconsciente de Umbilical, el último de sus libros.
Es casi media noche en Granada, España, donde vive desde hace más de 30 años; en Bogotá apenas empieza a caer la tarde. “Te aseguro que esta entrevista sería imposible más temprano porque mi hijo no me dejaría”, dice el novelista, suéter azul, el pelo empujado hacia atrás por la diadema de los audífonos, un par de canas que le atraviesan la barba.
Así empieza lo que será una conversación de casi dos horas sobre su rol inaugural como padre, las desviaciones de la masculinidad en la crianza, las lecciones del feminismo en su escritura, los dolores heredados de la familia y el temor a filtrarlos en esa nueva vida que cuida.
Con este libro, Neuman, conocido por haber ganado el premio Alfaguara en 2009 con El viajero del siglo y por haber resultado finalista del Rómulo Gallegos, el Herralde y el IMPAC International Dublin Literary Award, continúa explorando y saltando entre géneros como la poesía, el microensayo y el microrrelato, algo que ya había hecho con libros como Hacerse el muerto, una recopilación de cuentos breves, o Barbarismos, una antología de aforismos. Cuatro años después de Fractura, una ambiciosa novela sobre migraciones, herencias y pérdidas con el accidente nuclear de Fukushima como telón de fondo, Neuman le apuesta con Umbilical a un relato íntimo que termina dialogando con buena parte de su obra.
Aunque Umbilical es un libro que celebra la espera y el nacimiento de un hijo, también planea sobre las herencias, los lazos familiares y la pérdida. Casi como si la llegada de una vida sacudiera la memoria de ciertos fantasmas.
Hay reflexiones que solo son posibles desde la pérdida y siempre me han dado curiosidad los duelos. He escrito mucho de la muerte de los seres queridos, pero también sobre otros duelos de los que se habla menos: el duelo por las cosas que no han sucedido, por los viajes que no se han hecho, por los amores que no se han tenido, o el duelo por esa extraña forma metafísica del aborto o por las decisiones en la vida que te ha llevado a no tener hijos. Y eso genera una conciencia de renuncia que, aunque se haga en paz y con convicción, como era el caso en nuestra pareja, implicaba una conciencia muy fuerte de un territorio que parecía clausurado.
Y también está el extraño auto duelo que yo estoy sintiendo mucho: el saberme muerto de antemano, el sentirme un fantasma en la vida de mi hijo desde que nació. Yo perdí a mi madre muy temprano y mi padre a su vez perdió a su padre temprano, entonces soy fruto de una herencia de pérdidas. No puedo evitar que ese legado me acompañe a la hora de querer a mi hijo. Así que desde que él nació una parte de mí está haciendo el duelo de saber que no estaré para siempre con él. Hay algo de amor póstumo de mí hacia mi hijo, que es extraño y fascinante literariamente, del mismo modo que siempre he pensado que la mejor manera de vivir y de escribir es saber que no nos queda mucho tiempo, algo que de algún modo aprendí de Bolaño.
Es claro que con Umbilical quieres criticar las lógicas patriarcales de la crianza, y te explayas en dinámicas de las que históricamente se han excluido a los padres, como ciertos cuidados (limpiar, cargar, bañar) y miedos. Aunque es un libro lleno de presente, fragmentario en su urgencia, también es un libro político, sobre todo desde ese espacio desde el que escribes…
El patriarcado nos programa para llegar tarde a la paternidad. La biología nos hace llegar tarde, pero también los usos y costumbres. La manera en que estructuramos nuestras familias, nuestras parejas, la postergación de ciertas tareas y el reparto desigual de otras hace que la paternidad sea una especie de vínculo lento, progresivo, muy sostenido en la palabra, en la razón, en la ley, en una serie de principios que empiezan mucho después de un nacimiento.
¿Qué pasa con un bebé? Un bebé es preverbal, presuntamente prerracional, no tiene filtro emocional, es lo contrario de Clint Eastwood. Un bebé varón es alguien que no sabe todavía que los hombres no lloran, o sea que carece de prejuicios respecto de la manifestación de emociones, que es exactamente en lo que se basa la masculinidad tradicional.
Yo desconfío mucho de los argumentos biológicos, porque terminan justificando roles que no son en absoluto biológicos. Si lo biológico fuese un límite infranqueable maternaríamos y paternaríamos como el primer Homo sapiens, pero creo que las familias, las parejas y la crianza se han transformado lo suficiente como para convenir que mucho más allá del margen biológico hay un montón de cosas que dependen de discursos, expectativas, ideologías y tradiciones.
Te preguntas por la relación entre bebés y padres y es difícil no pensar en esa suerte de silencio impuesto en la literatura sobre la experiencia de la paternidad, de la espera y del cuidado ¿Qué referentes tenías en mente mientras atrapabas esa realidad?
Yo tenía mucho miedo de no saber vincularme con el bebé de manera plena. Para mí el resumen de la llegada tarde a la paternidad en la tradición audiovisual es la imagen de ese padre que está en un pasillo de hospital, fumando ansiosamente y esperando a que le den la noticia de que ha sido padre y le cuenten si ha sido niño o niña. En la imagen toda la atención narrativa está centrada en el padre, el cuerpo del hijo o de la hija llega como un eco tardío, se lo ponen en las manos al hombre que no asiste al lugar donde se juega el cuerpo, la vida y la muerte.
Si pensamos en cómo nos han educado, en cómo se ha narrado la biología, es muy difícil sentirse con la sensibilidad adecuada para afrontar satisfactoria y plenamente la crianza. Esa escasez de referentes y la ausencia de imaginario me generaba una necesidad de escribir al respecto. Como aquella vez que escribí ese texto sobre cortarle las uñas a mi hijo, que está en la segunda parte de Umbilical. Recuerdo estar cortándoselas y hacer un esfuerzo muy grande por recordar un poema, una novela, una película, una foto, algo que me acompañase en ese involucramiento físico con las manos de mi hijo: con esa labor de cuidado, por un lado, y de temor de daño, por el otro. No poder recordar ni una sola referencia me enojó y me hizo sentir triste y solo.
Esto me parece una gran pobreza en nuestra educación de género. En Umbilical me acompañaron muchos textos de compañeras escritoras que escribían maternando como podían, o escribían sobre la imposibilidad de escribir, y eso me hizo pensar ¿por qué los padres no? ¿No sería buena idea que hiciéramos lo mismo? Que tratemos de pensar literariamente las epifanías y conflictos que generan la paternidad ¿Por qué no dejamos que eso entre en nuestra escritura de manera más fluida?
En Umbilical es crucial la espera, que sobre todo en la primera parte es emoción, pero también inseguridad. ¿Cómo se conjuga esa aparente contradicción?
¿Cuál es nuestra idea del tiempo? La espera, que es una actividad no productiva. La espera es una resistencia. El capitalismo construye diques para contener el potencial subversivo de la espera y extirparla quirúrgicamente: “consíguelo en un clic”, “todo aquí y ahora”, “no pierdas el tiempo”. El consumo, estrategia del capitalismo, modela la estructura de nuestro deseo para que la espera sea superflua.
Umbilical se trata un poco de invertir esas jerarquías temporales. En la primera parte del libro, la parte prenatal, no hay solo una preparación para el nacimiento, sino que se vuelve una misión en sí misma y se establece un vínculo antes del nacimiento. Y se le otorga una gran importancia al embarazo en tanto también es teoría de la espera.
Hay varios textos que se preguntan qué está esperando el personaje padre en el libro y si quiere que llegue ese personaje esperado, o si se quiere detener el tiempo. Hay, también, una teoría de la demora, parte de las experiencias bonitas del embarazo tienen que ver con la extraña presencia de alguien que no ha llegado, y eso es profundamente literario. Tiene que ver con la paciencia del deseo y con la complejidad cronológica de las expectativas. En el fondo toda esa espera, que es inmanipulable, tiene algo de subversivo en nuestra época: es un proceso que no se puede acelerar a voluntad. Es más, nadie quiere acelerarlo y se respeta casi como algo sagrado: hay un temor a que el nacimiento se produzca demasiado pronto. Es una de las pocas instancias de la vida en que el deseo y la expectativa están ritual y casi litúrgicamente obligadas a esperar.
Umbilical también abraza una reflexión sobre el lenguaje, sobre su fragmentación, su dificultad, su riqueza y su extrañeza. Pero también sobre ese lenguaje de silencios, de balbuceos, de malentendidos. Háblame un poco de tu acercamiento a ese lenguaje del otro que parte del tuyo propio y sin el que no podría entenderse este libro.
Para alguien enamorado del haiku, del microrrelato, del poema breve, la fragmentariedad no es una novedad, pero nunca me había aludido de forma tan emocional, íntima y urgente para situar lo fragmentario en el centro de mi escritura. Y de pronto aquí me encuentro con que esa fragmentariedad se presenta como la única forma posible de escritura cuando estás criando, como bien me han enseñado y les he leído a mis compañeras escritoras madres. Las madres han escrito incesantemente en sus primeros compases de la maternidad sobre la estructura fragmentaria de todo: de la vida, del sueño, de la lactancia, de la escritura, del cansancio, del pensamiento, de la atención. Todo se fragmenta.
En el libro también hay algo de juego con la relación entre nuestra lenta formación del lenguaje y las vanguardias poéticas, esa extraña fase dadaísta o Altazor de todo bebé. Yo no dejo de leer todo lo que sale de la boca de mi hijo como extraños experimentos de vanguardia, algo de lo que menos mal él no es consciente, ya que si lo fuera sería menos interesante. Es una vanguardia alucinante que no sale de un manifiesto de una universidad, sino de una boca babeante, una vanguardia pura en cierto modo: vanguardia escatológica, emotiva y lingüística. Es un fenómeno del que yo tengo que tratar de aprender todo lo que puedo: a nuestra criatura se le caen de los bolsillos los hallazgos y emana una potencia estética increíble que yo voy recogiendo como puedo y tomo nota.
Quiero decir que en realidad yo actúo como discípulo de mi hijo. Eso me hace sentir que el bebé es un fenómeno, un vanguardista en pañales, como se dice en el libro, y yo soy una especie de amanuense, de escriba, de notario barbudo que va tratando de pasar a limpio esa potencia creativa e involuntariamente revolucionaria que pone en marcha un bebé si le prestas un poco de atención.
Es curioso que la paternidad que presentas se tope tanto con tu propia infancia, tu propia memoria y tus propios fantasmas. El acontecimiento de la paternidad, pareces sugerirnos, también es volver sobre ciertos recuerdos, ciertas ausencias y, por qué no, ciertas nostalgias agazapadas.
Si pensamos en la estructura tripartita del tiempo (pasado, presente, futuro), con la crianza esos tres tramos se aceleran, se intensifican al mismo tiempo y generan una especie de acorde cronológico brutal.
Empecemos por lo evidente, el futuro. Digo lo evidente porque todo el mundo sabe que cuando nace un hijo, una hija, el tiempo se acelera, todo prójimo se encarga de advertirte de lo rápido que pasa el tiempo. Todo se llena de advertencias, consejos, anticipaciones. “Ya verás cuando camine”, dicen, “cuando crezca”, “cuando hable”, “cuando sea adolescente”. El corolario de eso es “ya verás cuando nos muramos”. ¿Entonces de qué sirve esa anticipación? Todo el mundo sabe que criar es tratar de construirle un futuro a la criatura. Si a eso le añades la conciencia mortal, es evidente que la crianza está muy espesamente compuesta de unas enormes capas de futuro.
Pero lo que yo no sabía es que el pasado se aceleraba de esa manera. El pasado corre, se pone a tu altura, te rebasa y se te vuelve a poner delante, porque todo lo que olvidaste de tu infancia empiezas a volverlo a vivir. Los fantasmas del pasado que creías haber dejado atrás, o bien los conflictos o bien los traumas, se actualizan con una naturalidad pasmosa y monstruosa cuando crías. Lo que recuerdas que te pasó le va a pasar a tu hijo, y que el pasado sea el futuro, que pasa literalmente en la crianza, es de ciencia ficción.
En mi caso eso está en el libro: los dos fantasmas que reviven en el libro son los del exilio y el de mi madre. Me parece inconcebible que la criatura a la que hemos dado vida nunca vaya a conocer a la mujer que me dio vida. Y el hecho de que mi hijo no vaya a tocar nunca a mi madre, que no la vaya a ver más que en fotos, que no pueda escuchar su voz… es decir, el hecho de que mi madre sea un fantasma para mi hijo me resulta dolorosísimo. Yo suponía que ya tenía hecho el duelo, pues mi madre murió hace más de 15 años, y de pronto el que mi hijo no tenga abuela paterna me vuelve a dejar huérfano. Toparme con la paradoja de que mi hijo me haga sentir huérfano me va a tener pensando literariamente el resto de mi vida.
He ahí cómo el pasado se acelera y se te pone delante de los ojos. Yo no sabía que eso iba a pasar con un hijo, lo del futuro sí me lo imaginaba, porque es un lugar común. Y después está la tercera parte del tiempo.
El presente, me imagino…
En mitad de todo esto, a la criatura lo único que le interesa es el presente. Solo existe el aquí y el ahora. La memoria está en formación, todavía es vaporosa, y el futuro simplemente no existe ni importa. Ninguna infancia se maneja con promesas, el deseo, el gozo y el padecimiento de la infancia son de un presente abrumador. Todas las partes del tiempo se agudizan y yo te diría que de esas tres partes me quiero quedar con el presente. Lo que más trato de aprender de la experiencia es la importancia que mi hijo le concede al presente, ahí hay un tipo de militancia que tiene que ver con el cuidado de lo inmediato, de lo cercano, de lo posible, y que es casi un contrapeso con la tradición utópica de la política.
Pero pedirle todo al ahora, ¿no es una extraña forma de utopía también? Así que no puedo evitar admirar por todas las razones posibles a las criaturas de la edad de mi hijo y no me interesa tanto pensar en cómo voy a influir en mi hijo, es inevitable que influya. Lo que de verdad me desvela y me estimula es pensar en cómo me está influyendo él a mí.
Y el otro fantasma, el de la extranjería, ¿cómo acecha en esta nueva dinámica de paternidad?
Toda mi familia es argentina y nací en Argentina, mi primera infancia es argentina, pero en realidad la mayor parte de mi vida la he vivido en España, mis amistades del día a día son españolas, mi mujer es española, mi hijo ahora es español, estudié en España. Y de pronto tienes un hijo y te pregunta cómo se llama la fruta que se está comiendo y la extranjería regresa, todas las dudas del nombrar que tuve en mi adolescencia vuelven al reaprender al hablar con mi hijo, y la conciencia de que falta muy poco para que mi hijo sepa que soy extranjero. Mi hijo está a punto de averiguar que su papá es latinoamericano. Me queda muy poco tiempo para tener que narrarle mi extranjería a mi hijo.
Ni que hablar del acento, la entonación, la pronunciación, todo. A veces no sé si decirle de “vos” o de “tú”, a veces lo voceo, pero me canso, es remar a contracorriente. Quiero que él sepa que se habla de otras maneras, que sea consciente, pero es insostenible: sería un escorzo doloroso e insostenible pretender que mi hijo se comporte como si estuviera en Argentina cuando el único argentino que tiene alrededor soy yo. Hay algo profundamente necio en pretender que mi vida española no se filtre en mi manera de dirigirme a mi hijo. Entonces le hablo en general en ibérico y a veces lo alterno con lo argentino para que también lo tenga presente. Y después está la extranjería, su nombre, se llama Telmo, hay un millón de cosas relacionadas con el otro lado, con la otra orilla, que Telmo todavía no sabe que tiene, la mitad de sus ancestros son argentinos y él todavía tampoco lo sabe. Todo ese pasado genealógico mío es el futuro de Telmo.