Tengo COVID-19, yo, que llevo cuatro meses encerrado raspándome las manos con alcohol. Quizá lo contraje el día del padre, cuando tres muchachos coléricos me robaron mientras paseaba con mi hija y nuestra perrita. Llevaban tapabocas, nosotros también, pero me requisaron. Quizá en la huida no me fijé y toqué mis pantalones y luego mis ojos. No sé. Quizá fue la esquina de un paquete del mercado al que el alcohol no llegó. Desde esa esquina, la existencia exitosa y latente que es un coronavirus saltó a mis manos (a un dedo que no tocó bien el jabón). No sé. Pero mi COVID no es el real. No es el que se lleva vidas en días, alojándose en gargantas y pulmones como moho en las paredes. No, a mí me dio esa versión culpable y rastrera. La que no mata, pero te hace el recipiente del veneno que conduce a la fatalidad. No mi fatalidad, la de otros.
Primero me dio una fatiga infinita y una sensación oscura en el pecho, como un abismo en cuyo fondo reside la inevitabilidad. Como todos, acudí a la negación: debe ser una gripa, mi sistema inmunológico se afectó por el susto del atraco. Es el cortisol. Pero los síntomas avanzaron. Más cansancio de todo. Se lo atribuí al teletrabajo, ese privilegio de pocos y esa excusa para huir del encierro mientras uno se auto explota. Pero el abismo persistía, ya no se sentía normal (lo que sea que esa palabra signifique en estos tiempos). Luego llegó la ausencia alarmante del gusto y el olfato. Más tarde aprendería que se llama anosmia, uno de los síntomas que parece develar el destino del virus en el cuerpo. En ese momento llamé al médico. Observó mis amígdalas, me dijo que tenía placa, que era bacteriano. Por un momento me alivié: las bacterias también deambulan por ahí en el cuerpo y cuando las defensas bajan, se aprovechan de la debilidad. ¡No debe ser EL VIRUS!, solo una amigdalitis dolorosa. Me recetaron un antibiótico, aislamiento y la temida prueba del COVID.
Extremamos medidas: tapabocas en la casa, dormir solo. No abrazar a mi hija de cinco años ni a mi pareja. Pero todavía me movía por el hogar. Me seguía lavando las manos compulsivamente y esperé. A los tres nos metieron ese copito enorme por la nariz hasta el cerebro. Pensé que sería peor. No debemos tener nada, nos dijimos. Me comencé a sentir mucho mejor. Solo padecía la tortura benevolente de que nada me sabía, nada me olía. A los siete días nos llegaron correos electrónicos con los resultados: mi pareja negativa, mi hija negativa y mi examen decía “positivo, negativo”. Otro momento delirante en esta realidad desdibujada. Nunca habíamos visto un examen de este tipo. Tuve que llamar para que me dieran una interpretación calificada: el resultado es positivo, señor, el negativo es el valor de referencia, como todos los exámenes. Miré las columnas en la hojita del resultado. Pensé que deberían poner líneas para separar una cosa de la otra y luego volví a la situación a la que nos habíamos negado. Tenía la infamia dentro de mí y fui torpe: como me sentía mejor y demoraron en llegar los resultados, había besado a mi compañera, había abrazado a mi hija.
Enseguida me quedé quieto en la cama de mi habitación. Dispusimos todo para recluirme. Mi compañera, llena de movimientos pragmáticos, pero todavía gobernada por la incredulidad, dispuso con diligencia asombrosa el sofá para dormir en él; sacó todas sus cosas del cuarto; decidió mi plato y cubiertos exclusivos; cambió las bolsas de la basura para distinguirlas de las mías; lo hizo todo entre guantes y tapabocas. Esto sucedía mientras yo le informaba a mis padres y mi hermano por teléfono. Tranquilizándolos, diciéndoles que estaba perfecto, que era un oxímoron: un asintomático con síntomas leves. Luego cerré la puerta de mi cuarto. Eso fue hace diez días.
Las primeras noches de insomnio eran culpa: ¿cómo no fui más precavido? ¿y si las contagié? Con el paso de los días y viéndolas sin síntomas, pude aliviar un poco la angustia. La heroína de esta parte de la historia ha sido mi compañera. Me deja en la puerta tres platos de comida al día. Que no sé a qué saben, pero imagino (o recuerdo), son deliciosos. Cuida y juega con nuestra hija, teletrabaja, limpia y organiza. Yo quedé excluido de todas estas actividades que se habían vuelto la cotidianidad compartida en medio de la pandemia. Entonces le leo a mi hija un cuento por las noches llamándola por teléfono. Nos hablamos a través de la puerta. A veces me asomo con tapabocas para que me muestre una historia que ha construido con sus juguetes de dinosaurios. No hay contacto, solo miradas y palabras de amor y aliento. Ella parece entenderlo todo con total tranquilidad. Para ella, esto es pasajero.
Con los síntomas atenuados, la primera semana me entregué al trabajo con sentido de urgencia. Le dije a todos mis colegas que estaba bien. Que era uno de los afortunados. Luego tuve que incapacitarme porque me atacaron intempestivamente unos fuertes dolores de cabeza. Mi trabajo consiste en organizar información sobre el conflicto armado en Colombia. En otras palabras: cuento muertos, como lo hemos hecho siempre los colombianos en toda nuestra vida republicana.
Desde que trabajo en derechos humanos, lo que hago es mirar las cifras, luego mirar la gente, luego escribir al respecto. Intentar que esta atrocidad pare. Luego volver a contar. Quienes hemos sido víctimas de esta violencia o nos hemos dedicado a denunciarla o estudiarla, nos acostumbramos, como todos, a la muerte. Incluso la cercanía de la propia, o la de los seres queridos, cuando hemos sido amenazados o estigmatizados. Colombia es un país que organiza su pasado según la cantidad de muertos, desaparecidos o desplazados por el conflicto que le sigue al anterior. Con la pandemia nuestro conteo de muertos cambió: pasamos de la costumbre de sumar muertos a causa de la violencia a la incertidumbre de esperar muertos por un virus. Las muertes ya no solo organizan nuestro pasado, sino que también dibujan nuestro futuro. Pero los muertos por el conflicto siguen creciendo. Según Indepaz, van 152 asesinatos de líderes en 2020 (971 desde 2016). El partido FARC denuncia que 218 firmantes del Acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC-EP también han sido asesinados. Esto ocurre en un país que ha dejado 9.031.048 víctimas, más de 274.215 muertos, 50.003 desaparecidos y 8.047.756 desplazados, según cifras de la Red Nacional de Información hasta el martes 30 de junio de 2020.
Con la pandemia nuestro conteo de muertos cambió: pasamos de sumar muertos de la violencia a la incertidumbre de esperar muertos por un virus.
Entre tanto, la renovada obsesión por la estadística, acudir a ella todos los días como adictos a la tragedia, quizá con la ilusión de normalizarla (como lo hemos hecho con las consecuencias del conflicto armado), arroja que al 15 de julio de 2020 había 165.169 casos de coronavirus confirmados en Colombia y 5.814 muertes. Bogotá tiene una ocupación del 90% en las Unidades de Cuidado Intensivo. En el mundo, 12.299.163 casos y 578.319 muertes. Yo soy uno de esos contagiados y todavía no conozco a ninguno de esos muertos.
La estadística tiene la capacidad de hacer impersonal la tragedia porque su fin es predecir sus caminos, prometer un fin a la incertidumbre, coquetearle a un futuro firme, diferente a este presente enlodado que nos ahoga. Pero habitamos en la incertidumbre. Hace dos días me hicieron la segunda prueba. Sigo positivo mientras mi familia sigue negativa. Me esperan otros diez días en la seguridad privilegiada de mi cuarto, con mis tres comidas y aire entrando y saliendo sin dificultad de mis pulmones, hasta el resultado de la siguiente prueba. Mientras tanto, solo padezco el suplicio estético de mi gusto y mi olfato magullados y esos dolores de cabeza que han ido disminuyendo, como si el virus me dijera, me voy despidiendo, pero aquí estaré.
No, nada ha cambiado en nuestro oficio colombiano de contar muertos, solo nos conmociona un poco más la incertidumbre.
Soy afortunado, me digo cada día. Un amigo internista me cuenta cómo pierde pacientes mientras los entuba. Se me van muy rápido, me dice. Me narra cómo un colega suyo pasó de una gripa leve a una neumonía en un día. Yo recuerdo estas imágenes en mis insomnios y me repito: soy afortunado. Veo el desempleo rampante, la angustia y el hambre en las calles y digo, soy afortunado. Esta es la culpa con la que cargo como asintomático: mi fortuna. Tengo afecto, trabajo, vivienda y mi muerte todavía se ve lejana. Mi único inconveniente es estar en este cuarto y postergar los abrazos a mi hija. Pero estoy convencido de que volverán.
Tengo COVID-19, pero tengo el privilegio de habitar con paciencia esta incertidumbre. No como lo hacen las víctimas de este conflicto armado que todavía esperan verdad y justicia; no como los líderes sociales alrededor del país que tienen que enfrentar amenazas y persecución, esgrimiendo causas que han traído la muerte de sus familiares, amigos o colegas; no como los excombatientes comprometidos con la paz que ahora se deben desplazar y temen por su vida; no como los millones de personas sin ingresos que se preguntan si vale la pena el mañana. Todos ellos también temiendo a la pandemia.
No, nada ha cambiado en nuestro oficio colombiano de contar muertos, solo nos conmociona un poco más la incertidumbre.